viernes, 16 de marzo de 2012

Jean Tarrou. Escritora y poeta, muyyy amiga de Batania.


Vivir en Creta IV

A veces se nos cuela en casa un escritor. Alguien les ha ido diciendo que en la isla los respetamos y tenemos en alta estima, que en cualquier momento estaremos encantados de recibir y honrar sus vanidades y que siempre espera en Creta una Lager fresca y rubia a aquellos que tengan por oficio garrapatear folios en blanco. Por obra y gracia de estas habladurías, de tanto en tanto nos desembarca en la playa algún botecito pintón, cuando no una embarcación de eslora, coronada de farolillos, del que impepinablemente se descuelga con toda la amable vanidad del mundo un señorito de pluma y copete.
Uno se pregunta qué vendrán buscando en Creta, aquí donde solo estamos nosotros y donde a nadie molestamos ni a nadie podemos resultar interesantes. Toda Creta es un juego de endogamia y fronteras naturales, una isla que se estructura en la autarquía de nuestra propia soberbia, un pacto de extranjería ideológica. Sí, es cierto lo de los libros, y ahí están poblando cada rincón, molestos y ubicuos sobre el w.c, en los armarios, los cajones, tras del sofá, colgando del quicio de las puertas, en el congelador, junto a las verduras. Es cierto que están los libros, pero la librería no es ningún tótem y no llama a ninguna trinidad literaria. Nadie se explica el motivo de peregrinación de estos escritores, que nos abordan  de tanto en tanto.
A Batania se lo veía molesto las primeras veces. Se afanaba en dar eternos paseos solitarios, incómodo y desencontrado. Receloso de sus territorios no entendía a qué tales intromisiones. A veces, en las cenas, frente a la mueca tonta, tan perdida como ingenua, de nuestro «invitado», nos echaba a todos una mirada acusadora, sin mediar una palabra dejaba de comer y volvía, rabiando y caviloso, a sus deambular meandros por los pasillos del reino. Lo cierto es que a ninguno agradaban aquellas visitas, a las que tampoco sabíamos cómo tratar, ni qué esperarían de nosotros.  Los mitos optaban por quitarse del medio, se iban a perder en los rincones del laberinto, de pronto solo se escuchaba un eco flojo, rumor de susurros, y el ambiente se volvía extraño, tenso y parco. El escritor de turno, con todo, no parecía darse cuenta, y paseaban alegre levantando cada piedra y cada hoja de platanera, alzando cortésmente el ala del sombrero al saludar. No perdían una oportunidad, por mísera que fuese, para entablar una conversación. Para sorpresa mía, esa desagradable costumbre de los hombres de letras sirvió de válvula de escape, para que Batania dejara de odiar de tal manera a los intrusos.
Apareció un día por casa don Pío Baroja, sin dar demasiadas razones. Elogió nuestro ostracismo y nuestra cueva, y al poco comenzó a elogiarse a sí mismo. Estuvo hablando cerca de un día y medio. Nos perseguía por todos lados y, cuando lográbamos escabullirnos, rastreaba nuestras huellas en la arena. Volvió locos a Ícaro y Dédalo que terminaron por anidar en la punta encrespada de un abeto y casi hace llorar de impotencia y hartazgo al Minotauro. Batania decidió que aquello era el límite y mandó llamar al turista. No sé a cuento de qué pero se pasaron mucho rato encerrados en un cuarto, solos, hablando. Cuando ya anochecía la puerta se abrió de golpe y el escritor pasó a nuestro lado como una centella ofendida, se subió a su canoa y se alejó remando enfurecido. Dentro de la sala quedó Batania, lo encontramos doblado sobre sí mismo y sufriendo convulsiones. Se desternillaba de risa.
-¡Escritor de mis cojones! – mascullaba sollozando de gozo – Panda de zotes, todos.
No sé qué se dijeron aquellos dos, cada vez que intentaba preguntar a Batania le daba otro ataque. El chiste le duraba todavía a la noche, en la cama. De pronto se acordaba de algo y una tripa se le rompía en carcajadas.
–Y  luego soy yo el maniqueo, manda huevos.
A veces, más tarde, me lo he encontrado subido al risco mirando al horizonte marino, escrito en la cara el deseo que vuelva don Pío, o el que sea, cualquiera, pues de todos aprende a reírse.
 –Tú y yo, –me mira y me dice jocoso– si no hacemos más que multiplicarnos por dos, lo que somos ahora pero por dos, nos comemos a toda esta panda de personajos.
Y, aunque  de verdad lo piensa, vuelve a mirar con avidez hacia allá, lejos, buscando al próximo advenedizo.
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