viernes, 14 de noviembre de 2014

LA MONSTRUACIÓN

VIERNES, 14 DE NOVIEMBRE DE 2014
La breve historia de hoy ocurrió hace mucho tiempo. Aquí la tienes sin exageraciones, sin edulcorar, y sin quitarle hierro: sencillamente tal cual pasó. Tal cual la vi.


Antes de que el estado del bienestar fracasara para una alarmante mayoría de ciudadanos, Job curraba en la ahora quemada y casi extinta industria del tocho. En verano se tostaba la espalda bajo la inclemencia de un sol abrasador, y en invierno se congelaba manos y escroto merced a las bajas temperaturas del despiadado invierno. Mientras su esclavitud se sucedía día tras día, semana tras semana, mes tras mes y año tras año, su mujer se ocupaba de la no menos necesaria esclavitud de la compra y de los numerosos menesteres que corresponden a un hogar aseado y civilizado. En las horas de mayor ausencia de Job, que no eran otras que aquellas en las que le daba la consistencia adecuada al mortero, su mujer, Magdalena, que en sus divinos años de pubertad ya era una chica de entrepierna hambrienta e inquieta, restregaba por los trasparentes fluidos de dicha zona y sin cobrar, los votos matrimoniales que afirmara querer hace cuatro años, desatascando clandestinamente con insultante y enérgica entrega, las tuberías cárnicas de informáticos, electricistas, fontaneros, y demás hombres con trabajos corrientes.


Era de dominio municipal, para ira de unos y asombro de otros, las enormes y pesadas astas de las que Job era (a ojos míos) triste portador. Con Magdalena tuve un trato escueto de saludos recíprocos y monosilábicos que se daban cada vez que nos cruzábamos. Se mostraba correcta y educada, pero ciertamente esquiva e incluso impenetrable (tú ya me entiendes, estimado lector/a). Mientras que con Job surgían fácilmente y desde la comodidad que trasmitía su proximidad, ese tipo de conversaciones brevísimas y cotidianas que se dan en el ascensor, cuando entras al portal, o cuando vas a abrir el buzón. Quién sabe o qué imaginar, a priori, las causas que destruyen un enlace tan serio o la falta de respeto con aquella persona con la que decides unirte. El caso es que al no importarme el porqué de las cuantiosas infidelidades realizadas por Magdalena, las razones que ella tuviera, si es que las tenía, se disolvieron en mi ignorancia y en la de varios al respecto. Del mismo modo, nunca supe y tampoco me incumbían, las razones del desconcertante estoicismo que Job mostraba ante esa situación que denigraba su imagen, su estado de casado y en definitiva, su matrimonio.


Una noche primaveral me fui a la discoteca con Jesús, un miembro de la manada que cuando sus responsabilidades se lo permiten, sigue siendo cómplice voluntario de nuestras actuales tropelías. Jesús es de esas personas que atraen pequeñas desgracias e inesperados infortunios de los que él, asombrosamente, siempre resulta indemne. Estábamos en la planta alta de la discoteca y desde esa privilegiada posición, nos burlábamos del deprimente espectáculo que supone contemplar a una vasta masa de imposibilitados mentales, drogadictos y putas, realizar una abochornante coreografía de movimientos simiescos y antinaturales. Avanzada la noche en un trasiego ininterrumpido de tragos, Jesús asía el cubata por los bordes, estiraba el brazo y lo movía casi verticalmente en giros circulares de 360 grados de tal modo que el contenido del cubata (Bacardi con limón) no se derramaba. Pero una vez más, casi como una oscura maldición, la calamidad se cernió sobre el acto arriesgado e inconsciente de mi amigo y el cubata salió despedido hacia las alturas.

Varios de los allí presentes en aquella planta, mirábamos hipnotizados como el vaso ascendía como una perla de gran tamaño. En su ingrávida y aparentemente lenta trayectoria, el vaso era una suerte de intermitencias de ciencia ficción propiciadas por las frenéticas luces estrobos copicas. Y cuando parecía que el vaso permanecía suspendido en la nada, descendió en picado como un ángel caído, portador de inevitable amenaza, obrando sus trágicas consecuencias contra la muchedumbre de abajo. Lo que viene a continuación es sin duda previsible, pero no pienso alterar ni un ápice lo que aconteció. Achacadlo a la Divina Providencia, a la ley de Murphy, a la justicia poética o, sencillamente, a la contrariedad más insulsa. El vaso de tubo interrumpió su descenso abriendo la ceja derecha de Magdalena cuya sangre asomó como una cortina, cubriendo más de la mitad de su rostro. Era alarmante y angustioso verla en el suelo intentando cubrirse la cara sin apenas conseguirlo, dado que sus manos temblaban. Cuando la ayudaron a incorporarse, su cara era una mueca ensangrentada de dolor anegada en lágrimas y maquillaje diluido que no olvidaré nunca.


Jesús y yo, pese a lo funesto de lo ocurrido escupíamos nuestro júbilo, aborrecibles y miserables, en sonoras carcajadas preñadas de alcohol y desvergüenza. Los guardias de seguridad nos echaron y dijeron que teníamos la entrada prohibida de por vida. Supongo que los mismos, o no, puesto que nunca lo supe, llamaron a los servicios médicos para que se ocuparan de Magdalena. Pasada una semana y habiendo recuperado algo de dignidad, Jesús y yo resolvimos hacer acopio de valor y personarnos en casa de Job y Magdalena para pedir disculpas aun en caso de tener que afrontar una comprensible denuncia. Job nos abrió la puerta y nos recibió un rostro demacrado. Ese tipo de rostro cuyas prematuras arrugas concentran toneladas de sufrimiento, de vida sin vida. Nos dijo que Magdalena ya no vivía aquí (con él). Explicó que se estaba divorciando y que por una vez estaba bien que fuera ella la que llorara, que él ya había llorado bastante. Debo decir que al igual que Jesús, me sentí bastante aliviado (creo que incluso por Job también) y aunque no crucé palabra alguna con mi amigo mientras Job nos decía hasta luego y cerraba la puerta, estoy seguro de que pensó lo mismo que yo: "pues vale, que le den por culo a la zorra".


Ha llovido mucho desde entonces. El domingo pasado, padre y madre me dijeron que vieron a Job comprando en el Carrefour de Tarrasa. Presentaba una calvicie incipiente e iba acompañado de una mujer y un niño de unos siete años. Mis padres presuponen por los ademanes que observaron, aunque con reservas porque realmente no lo saben, que eran su mujer y su hijo. Quién sabe. El caso es que nada había de aquella expresión taciturna y ausente con la que antaño vestía su rostro un día tras otro. Parecía estar bien. Bien de verdad. Y me alegro por él conociéndolo tan poco como lo conocí. Y por qué no, quiero pensar que en algún lugar del mundo, Magdalena, que por lo visto nunca llegó a denunciar, también está bien. Que es feliz a su manera, sin que por ello tenga que ser aquella adúltera mezquina y despreciable que una vez fue.




Regurgitado por Cabronidas

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