IR PERO QUE NO EXISTÍAN. A ESO VENGO.
JUEVES, 23 DE ENERO DE 2014
Misa cotidiana
Mi vida era de lo más normal, tirando a anodina, sin sobresaltos. A lo largo de los años me he dejado llevar por la cotidianidad. Yo creo que ese es uno de los motivos por los que me sentía razonablemente feliz. Ahora, casi sin darme cuenta, de repente las cosas han cambiado. Los vecinos me miran mal, en la panadería no me devuelven las buenas tardes y el cura gira la cara cuando nos cruzamos, como si estuviese en pecado mortal. Debió ser el otro día, en misa. Todos los domingos asisto. Es la costumbre. Desde pequeñito acompañaba a mis padres y al hacerme mayor me ha dado pereza cambiar la rutina de tantos y tantos años.
Hace tres semanas, aproximadamente, el cura dijo en misa “¡Visca Catalunya!”, y entonces la iglesia se expresó como un todo, igual que un ejército en formación ante la batalla inminente, porque el estruendo de una voz única atronó contra las bóvedas, al unísono: “¡¡¡Visca!!!”, prorrumpió la concurrencia.
Después, cinco parroquianos subieron al altar y colocaron bajo el Sant Crist que me vio bautizar -el que preside, doliente, mi parroquia - una bandera catalana de las que llaman estelades. Dos personas se encargaron de colgar la bandera al clavo negro que crucifica a Cristo por sus pies torturados, de manera que éstos, los pies del santísimo, se vieron cubiertos, inopinadamente, por una estrella blanca alojada en un triángulo azul. Otros dos hombres dejaron debajo de la imagen,semi inclinada sobre el suelo y con gran reverencia, una corona de flores tejida por el florista a base de rosas amarillas y rojas. El quinto hombre solamente observaba las evoluciones de sus compañeros, dispuesto en el centro de la escena, como si fuese el comandante de la misión.
Finalizada la tarea, el grupo se apartó a un lado, y entonces pude distinguir quienes eran: cuatro concejales del equipo de gobierno y el alcalde. Al colocarse a un lado del altar se santiguaron. Allí permanecieron firmes, inmóviles, con una postura entre devota y marcial. En aquellos cinco tipos, tan comunes y cotidianos para todos, esa pose artificiosa me resultaba hasta graciosa, de una impostura teatral aunque-para qué negarlo- todo en misa tiene algo de dramatúrgico.
A continuación empezaron a sonar las primeras notas del himno “Els Segadors” y todo el mundo se puso de pie, cantando sin reservas, con lágrimas en los ojos, el corazón henchido y la emoción desbordada. El mosén abría los brazos hacia sus hermanos en Dios con la misma eficacia que si lo hubiese hecho un profeta de la Biblia. Sin duda, conoce bien el efecto mesiánico que confiere la casulla a la estampa orante de los curas oficiantes.
Durante los pocos minutos de cántico patriótico vi como algunos feligreses levantaban el brazo extendido escondiendo el pulgar, mostrando solo cuatro dedos, igual que lo levantaban los falangistas en el transcurso de la misa -según me contó decenas de veces mi abuelo- pocos días después de que Franco entrase en Barcelona.
Creo que aquéllos, los de antes, alzaban el brazo con la mano totalmente abierta, con los cinco dedos bien juntos, como si fuese una flecha. Por tanto, en relación a lo que yo veía en ese momento en la misa cotidiana del domingo, había un dedo de diferencia, además de la separación de los otros cuatro. Lo hacen así para simbolizar las cuatro barras encarnadas de la senyera catalana.
Ese detalle no me tranquilizó porque la cosa no quedó ahí. De hecho empezaba a sentirme inquieto. El abuelo me había explicado tantas historias de hacía 70 años que me invadió una especie de vértigo, un tipo indefinible de angustia, como si en el estómago me estuviese creciendo un gusano que en realidad no es ningún gusano, porque es el miedo que empieza a retorcerse dentro de uno; un miedo que todavía no es miedo, sino el avance de lo que será el miedo de verdad.
El himno finalizó, los brazos descansaron y entonces creí que todo volvería a la normalidad, al guión previsible de la celebración de la segunda parte de la liturgia, la Eucaristía. Esperaba que el mosén empezase a evocar el sacrificio del Señor y a convocar la comunión de los parroquianos. No fue así. De las primeras filas de bancos salieron tres mujeres de mediana edad, vestidas muy discretamente. (Ahora que lo recuerdo, caigo en un detalle: las tres lucían el pelo corto y blanco, un blanco agrisado, de plata , muy característico, y su rostro era el rostro de la buena educación, de la exquisitez de las formas, tan bondadoso, que si uno se fijaba bien en ellas, en realidad, en el fondo de los ojos encontraría una inquisidora.)
Tanto da. Seguro que esto no tiene la menor importancia. Lo que sí que es importante es el motivo por el cual salieron de sus asientos. Dos de ellas se dirigieron a los laterales y la tercera tomó el pasillo del centro. Paso a paso, igual que monaguillos con el cepillo, mostraban uno a uno a todos los presentes unas hojas cuadriculadas y requerían de cada cual que escribiese su nombre, el número del Documento Nacional de Identidad y finalmente la firma.
Al llegar a mí quise leer para qué se solicitaba mi rúbrica. Eché mano de mis gafas de cerca y al ponérmelas y percibir que, efectivamente, yo iba a proceder a la lectura de aquello para lo que se me pedía la firma, la voluntaria me susurró unas palabras. No la entendí bien, de modo que se vio obligada a levantar un poco la voz. “És per demanar la Independència i la llibertat del poble de Catalunya”*, me dijo. Yo la miré con respeto y timidez, casi pidiendo permiso para hacerlo. El matrimonio que tenía a mi lado había dejado de seguir al mosén y los dos estaban pendientes de lo que yo iba a hacer, de mi actitud dubitativa ante la naturaleza de la petición y del desenlace respecto a mi decisión final. Ante la persistencia imperativa y silenciosa de la mujer, claudiqué definitivamente mis ojos y, sin levantar la cabeza, como reo que reconoce una culpa, entregué al esposo la hoja sin firmar.
Se miraron los tres: el matrimonio y la voluntaria. La esposa chasqueó discretamente la boca, el hombre frunció el ceño y movió levemente la cabeza hacia un lado y la peticionaria no dijo nada; solamente mantuvo fija su mirada sobre mí hasta que finalmente el matrimonio firmó y ella continuó con la cuestación en el banco posterior. Mientras, el organista interpretaba algunas canciones sacras mezcladas con algunas otras de carácter patriótico, como por ejemplo La Santa Espina, el Virolai, La Cançó de l’Emigrant o El Cant de la Senyera.
Cuando las tres señoras finalizaron su tarea, el mosén prosiguió con la liturgia, introduciendo sin demora la fase de la Eucaristía. Consagró la Sagrada Forma, recitó los ensalmos pertinentes y convocó a toda la iglesia a la comunión. Al salir al pasillo central para caminar hacia él y poder comulgar, esperé pacientemente mi turno detrás del matrimonio. Vi que en la fila hablaban los dos, pero no le di la menor importancia. Se preguntarían si habían confesado, o si estaban en ayunas, o intercambiarían un par de palabras de admiración para compartir las emociones vividas esa mañana dominical.
De vuelta a la bancada oramos todos en silencio, el mosén nos dio la bendición y se despidió de todos nosotros, ufano y dichoso por habernos alimentado un día más con el pan de la Palabra y de la Eucaristía.
Y así finalizó la misa de hace tres semanas. Desde entonces, en mi pueblo, soy como un cero a la izquierda. Si no fuese porque he visto como algunos vecinos hablan entre ellos a mi paso, hubiese llegado a creer que he adquirido las propiedades de la invisibilidad. No me va a quedar otra opción que enfrentarme a los hechos; voy a verme obligado a preguntarles qué es lo que ha pasado, si he molestado a alguien, o si existe alguna posibilidad de que algún día todo vuelva a ser como antes, tranquilo, anodino y cotidiano.
* "Es para pedir la independencia y la libertad del pueblo de Catalunya”
PUBLICADO POR EL POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI
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