E NO EXISTÍAN. A ESO VENGO.
VIERNES, 3 DE ENERO DE 2014
La tierra, la música y las palabras
Desconozco las razones por las que a menudo suelo encontrar relaciones entre personas que jamás se conocieron, o similitudes entre cosas dispares. Frecuentemente hallo coincidencias, equivalencias o complicidades disparatadas entre, por ejemplo, un lugar con una canción, una canción con un libro, un olor con un recuerdo, un recuerdo con algún suceso que sé que ocurrirá pero que todavía no ha ocurrido y que probablemente tiene muchas posibilidades de que jamás ocurra. Aun así, en éste último caso, suelo convencerme de que la memoria y el hecho abortado han tenido lugar gracias a conexiones insospechadas a las que no hallo explicación.
Por ejemplo. Estoy convencido de que el escritor Francisco Casavella y el cantante y compositor Miguel Ángel Hernando Trillo, alias El Lichis, son hermanos, o mamaron la misma leche, o se conocieron un día, en un bar, bebiendo y fumando, compartiendo grandes ideas hasta caer borrachos, y de esa noche surgió la obra de cada cual, y desde entonces ninguno de los dos sabe nada del otro. De hecho, si el encuentro no permanece en su recuerdo no es debido a que Casavella ya hace seis años que no está entre nosotros, o a la ingente cantidad de alcohol que bebieron, sino porque jamás se vieron; el encuentro no existió más que en mi imaginación pero, estoy tan seguro de que en verdad ocurrió, que después de que leo a Casavella pongo a sonar una canción de Lichis, y cada vez que escucho a Lichis, veo a Casavella tumbado en su sofá, con el cigarro en la boca, leyendo un libro bajo una montaña de otros libros que le esperan o que ya habrá leído, por ahí, donde esté.
Algo parecido me ocurre no ya con las personas sino con la literatura, con los lugares y con las canciones. La tierra, la música y las palabras forman en mi mente, inexplicablemente, mundos indisolubles, sólidos, en los que habitan al mismo tiempo un libro, una canción y un rincón del planeta, con sus nubes, sus soles, y sus ríos; los árboles cimbreándose, el viento silbando, la brisa sobre las olas, el color de las piedras, una colina, el horizonte rasgado, el atardecer lejano y púrpura, los vencejos, el desierto silencioso y quieto, el humo de una fábrica, el sol o la noche entrando por la ventana del salón de mi casa, y una frase, un personaje, un momento preciso en el estado del alma junto a los acordes tristes, o el punteo de una guitarra, la miel de una trompeta, el fragor de la orquesta en el último estertor de una sinfonía.
He leído hace un par de horas la última página de “Kaputt”, de Curzio Malaparte. Es un libro que corta la respiración, absorbe el aliento, encoje por dentro. En cada página el autor parece querer decir, déjalo, deja de leer, no sigas, te vas a arrepentir, pero uno comete la insensatez de continuar porque, a pesar de todo, es bello, extraordinariamente bello. Y ahora me siento igual que un nazi. Lo he leído en las fiestas de Navidad, en el salón de mi casa, mientras sonaba Brahms, y Rachmaninov, y también Billie Holyday. Incluso he llegado a leer las páginas más terribles de ''Kaputt'' escuchando, conscientemente, el lamento derrotado de los violines que agonizan en ''La lista de Schlinder'' Himmler no podría haberlo hecho mejor que yo. "¡Han ganado las moscas!"
PUBLICADO POR EL POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI
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