lunes, 4 de noviembre de 2013

LA MONSTRUACIÓN.

Lunes, 04 De Noviembre De 2013
La última mujer a la que amé me dejó porque ponía la música a un volumen desorbitado. Demasiado alta en el coche; demasiado alta en casa; demasiado alta en cualquier lugar. Según ella, aquel compendio caótico de estridencias disonantes, voces guturales y trémolos exasperados, mermaban su sistema nervioso y la conducían a un estado de paroxismo rayano en la locura. Así que con gesto compungido en el semblante, me dio a elegir entre ella o aquella bola de ruido que yo tanto disfrutaba. Obviamente, como atesora entre muchas la calidad de insustituible, elegí la música. Con el trascurrir cotidiano, la soledad invadió mi espíritu y sentí la necesidad de llenar aquel vacío creado en su ausencia, y sabiendo entonces que elegí bien por lo fácil de su sustitución, llegó el momento de comprar un animal de compañía.


Estuve unos días debatiéndome entre comprar un perro o un gato, y aunque me gustan de diversas razas, tamaños y pelajes, son animales que no se corresponden con mi carácter y mi forma de ser. Hasta que un día, en una de mis incursiones por el campo en busca de esporas, moho y hongos para mi colección privada, topé con un cabrerizo al que le quise comprar una de sus cabras. El cabrero, experto cual Dr. Doolittle sobre el misterioso mundo del lenguaje de los animales, me regaló una cabra enana marrón que no me quitaba ojo de encima, lo que según él significaba que en lugar de elegir yo a la cabra, la cabra me eligió a mí. Además, era la mascota idónea que necesitaba por afinidad y asombrosas similitudes de comportamiento.


Para mi dicha, pronto descubrí que aquella cabra escondía ciertas habilidades que la hacían sumamente especial. No es que hablara, como la famosa mula Francis, aunque el cabrero me aseguró que sí, solo que debería pasar mucho tiempo antes de que yo fuera capaz de entenderla. El caso es que cada vez que reproducía música en el tocata, la cabra se alzaba sobre sus cuartos traseros mostrando su quijada en una amplia sonrisa; volvía a tocar el suelo, giraba sobre sí misma incesantemente y cabeceaba junto a mí siguiendo el ritmo. En los acordes más duros y desenfrenados, nos montábamos pequeños pogos por el comedor que acababan en carcajadas y palmadas en el hombro. Sin duda, estábamos hechos el uno para el otro.


La vez que supe sin atisbo alguno de fisuras que nuestra amistad era inquebrantable, fue cuando salimos de un concierto de Napalm Death. Andábamos algo ebrios por el adoquinado de una de las brumosas callejuelas de la ciudad, cuando mi cabra se paró a mear toda la birra ingerida al lado de un contenedor. En ese momento tan íntimo, un cuarteto de emos muy a disgusto con la vida, quisieron reducirme y apalizarme en cuanto leyeron lo que había escrito en la camiseta que vestía: "cuando sepas de algún emo que quiera suicidarse, ¡ayúdale! El mundo te lo agradecerá". Pero allí estaba ella, mi cabra, mi amiga; la parte que faltaba del rompecabezas para completar la plenitud de mi existencia. Con decisión y energía, embistió inmisericorde el escroto de dos de aquellos desdichados. Los otros dos, boquiabiertos y los ojos como platos, vieron como la cabra se elevaba del suelo en cámara lenta como hiciera Neo en Matrix, y los coceó enérgicamente empotrándolos contra la pared enladrillada más cercana. Me acerqué a mi cabra y palmeé mis manos con sus pezuñas como cada vez que hacíamos un buen trabajo; primero arriba y luego abajo, ¡plas!, ¡plas! Como dos auténticos colegas, como el equipo invencible que éramos cuando nos marcábamos un tanto.

Sin casi darnos cuenta nos hicimos inseparables. Las primeras vacaciones estivales que pasamos juntos fue en Marrakech. Nos encantaba pasar las tardes en cualquier terraza de cualquier bar, contemplando a la gente con la mirada oculta tras nuestras gafas de sol. Yo miraba a las mujeres e imaginaba que me acostaba con ellas y ella, que era un poco pervertida, mientras bebía de su pajita a grandes sorbos, imaginaba que sodomizaba a los carneros que por allí pululaban como parte normal del paisaje. Ha pasado el tiempo y ahora entiendo muchas cosas. Siempre he creído que los animales son mejores que las personas, y ahora entiendo esa profunda tristeza de quien llora la muerte de su mascota más que la de cualquier ser humano.


Por eso ya he vuelto a modificar mi testamento y he dejado reflejado claramente que ella debe ser la máxima beneficiaria.




Publicado Por Cabronidas @ 12:46

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