miércoles, 24 de julio de 2013

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

MARTES, 23 DE JULIO DE 2013

Tirar el pantalón



Ya no recuerdo el año en que Miguel Indurain ganó su quinto Tour. Tampoco el año en que se retiró. Sé que a partir de entonces, paulatinamente, mi interés por la carrera francesa fue menguando. Aun así, siempre que puedo, veo los últimos kilómetros de alguna de las etapas alpinas y las que discurren por los puertos pirenaicos. Me da la sensación de estar haciendo el canelo, pero yo erre que erre. Soy consciente, igual que la mayor parte de la audiencia y de los aficionados que se agolpan en la carretera, de que, como mínimo, los diez primeros de cada etapa y de la general van puestos  hasta las trancas de cualquier sustancia más o menos invisible  que les permita correr más alto, más fuerte, más rápido. Aun así, año tras año, todos pegados a la tele, a esperar conocer el nombre del ganador para después, a las pocas semanas, certificar, como viene siendo habitual, que fulano de tal,  ese esforzado héroe de la carretera, referente de sacrificio y trabajo honesto, hizo trampas para ganar. De hecho, desde Indurain -y ya ha llovido- no ha habido edición de la mejor carrera de bicicletas del mundo  en la  que el pódium no haya dejado rastro de doping. Debe de ser rentable.

 
La primera bicicleta que yo  tuve era comunitaria. Nos la compraron nuestros padres a mi hermano el pequeño, a mi hermana la mayor y a mí cuando yo tenía 10 años. Me parecía enorme, pero era mediana tirando a pequeña, de color azul, sin barra en medio, con guardabarros plateados. Sobre el delantero lucía un pequeño faro circular que funcionaba con dinamo. La cubierta de las ruedas era blanca. Era una bicicleta de niña, digámoslo claro. Sin embargo soñaba con ella, sobre todo las primeras semanas. No había otra. Lo que más gustaba de esa bicicleta era la forma del manillar-igual que la cornamenta  de los mansos-  y los accionamientos de los frenos, que forzosamente debían ir  justo bajo las empuñaduras del manillar,  dispuestos hacia dentro.
 

Los tres hermanos aprendimos a montar con ella. Papá se pasó algunos domingos completos corriendo detrás de nosotros esquivando los hoyos y las piedras que salpicaban, como un campo minado,  un solar de RENFE que había enfrente de casa. Papá sudaba la gota gorda agachado, a paso ligero, sujetando el sillín con la mano derecha y aguantando nuestro cuerpo con la izquierda cada vez que perdíamos el equilibrio y nos íbamos al suelo. No obstante, a papá le costaba más gestionar los turnos que evitar nuestras caídas. Como no teníamos reloj, después de la tercera vuelta reclamábamos, exigíamos indefectible y enérgicamente nuestro turno de biciescuela. No perdonábamos una. Si después de tu tanda de tres vueltas habías conseguido rodar unos metros sin ayuda, mejor para ti. Si no, a matar hormigas.

 
Pocos años después empezaron a proliferar las BH con luz y poco antes de vestir pantalones largos, los dos chicos  tuvimos una cada uno, de color rojo. Mi hermana nunca reclamó la suya. Seguramente ya tenía cosas más importantes en qué pensar. La roja fue mi segunda bici. Cuando íbamos de vacaciones al pueblo no podíamos llevarlas, porque facturarlas en 'El Borreguero' costaba una pasta. De manera que para rodar por los montes, los campos, las peñas, aplastando boñigas de vaca,  arreglamos la que tenía mi abuelo Vicente abandonada en la cuadra, una astifina negra  de hierro colado que pesaría bien, bien, unos 25 kilos, marcada en la frente, bajo el manillar, con una chapa roja de plomo gravada,  fechada poco antes   a la Guerra Civil

 
Aunque aquella  bicicleta  en realidad parecía un toro de lidia,  la bautizamos como La Burra. Una vez limpia y enjaezada, parecía confortable a primer avista,  mansa, porque todavía conservaba la piel marrón del sillín triangular, amortiguado en su parte inferior con muelles de acero, del que colgaba  una pequeño  maletín, también de piel, que se cerraba con dos hebillas, donde se guardaban las cubiertas de repuesto, los parches, el pegamento y dos pequeñas  llaves inglesas. Las ruedas de La Burra  debían medir más de un metro de diámetro y la dinamo que iluminaba el faro  cónico  era tan grande que cuando la activábamos sonaba como si fuese  una pequeña central eléctrica, o como si mugiese bravamente.
 

Unas cuantas  veces me dejé los huevos  pegados a  la barra del cuadro haciendo el  cabra por aquellas calles transitadas  más por  el ganado que por  las personas, pero es que pedalear y gobernar  aquel semental de acero, de piel y de caucho, era realmente arduo, solo apto para iniciados, para hombres hechos y derechos con arrestos suficientes como para sostenerla sobre la vertical de la tierra. Por eso, quizá, me sentía tan bien cuando la montaba. Papá la solía coger a primera hora de la mañana, inmediatamente después de desayunar. Decía: “¡Me voy a tirar el pantalón!”, lo cual venía a significar, poco más a menos, que se iba al campo a cagar.

 
Hace muy poco volví a verla. Bueno, volví a ver lo que queda de ella. El cuadro y el manillar, de cuyas horquillas descuelgan los guardabarros, sobreviven al tiempo, colgados en la pared de la misma cuadra, entre babas del diablo, telarañas, cubierta de polvo, sin maletín de piel, sin manillar, y lo que es peor, sin ruedas. Verla así, crucificada y olvidada sobre la piedra, con los guardabarros vacíos igual que si fuesen  cuencas sin ojos,  me hizo recordar el esqueleto del  animal que muere solo  en el corazón  de un páramo yermo; el cuerpo inerte de un caballo amputado; su cráneo blanco,  víctima él y su dueño de criminales anónimos.

 
Las dos BH’s pasaron también a la historia. Finalmente una año pudieron viajar al pueblo, no recuerdo cómo, y allí se quedaron, conviviendo y compartiendo espacio con La Burra.  Es curioso, pero por la roja no siento nostalgia alguna, aunque rodé mucho y bien con ella. La utilizaba cuando salíamos de excursión  toda la cuadrilla,  por ejemplo a las piscinas heladas de los pueblos limítrofes, o al  Colgao, un pequeño paraíso, un auténtico lugar ameno, remanso de paz, agua, y oquedades  fantásticas  donde Eduardo Chillida disfrutaba junto a su familia numerosa de su  Molino restaurado, en el que se escondían del mundanal ruido. Ese lugar ya no existe. Ha sucumbido bajo las palas excavadoras para la construcción de un embalse que se proyectó hace más de un siglo, en tiempos de Alfonso XIII. Pero esa es otra historia. La cuestión era que la BH roja pesaba menos, y era más moderna, y por tanto podíamos hacer mejor el cabra y lucirnos ante las chicas que formaban parte del pelotón. Ni siquiera esos recuerdos  me han provocado una mínima  preocupación por su último destino. La pobre se fue al otro barrio sin letra mayúscula con la que ser bautizada. Seguramente, yo por aquel entonces también tenía cosas más importantes en qué pensar.

 
Desde entonces, pasó mucho, mucho tiempo hasta que tuve otra bicicleta, una de montaña. Me la regaló un buen amigo, un consumado ciclista aficionado, auténtico fanático de las dos ruedas. Sacó un cuadro de aquí, un manillar de allá, unas buenas amortiguaciones, trasplantó y encajó a la perfección  todos y cada uno de  los demás elementos procedentes de bicis muertas y me fabricó con sus manos un auténtico bólido con el que transitar por senderos, trialeras,  cortafuegos y todo tipo de caminos,  por muy abruptos que fuesen. Me compré todo el equipaje: casco, mallot, guantes, mochila, y unas gafas de línea aerodinámica  que me dotaban de un sorprendente rostro de velocidad, con las que me sentía todo un campeón.  Yo he sido fumador compulsivo y esa bici me fue muy útil para dejar los dos paquetes de Ducados diarios. Me motivaba comprobar cómo cada día que rodaba con ella, tosía y escupía menos, avanzaba más rápido y subía mejor cuestas cada vez más empinadas. Un día se me ocurrió pensar que podría hacer con ella el camino de Santiago. Por supuesto, me rajé. Quizá por eso, desde entonces, descansa plácida en una habitación de casa, como un perro viejo, a salvo de la calle salvaje,  con las  dos ruedas deshinchadas, medio volcada y apoyada contra la pared.

 
Y la última, rutilante, hermosa y provocativa bicicleta de mi vida es un regalo de mi amor. Una bici de paseo, plegable, de ruedas pequeñas, manillar estrecho  y sillín alto. Es negra. La marca está rotulada sobre la diagonal  del cuadro con letras verdes en redondilla.  Tiene un pequeño  timbre, muy agudo, que  suena igual que una campanilla de hotel. Me desplazo con ella a través del  paseo marítimo. Me gusta sentir la brisa fresca a primera hora de  la mañana mientras pedaleo tranquilo,  miro hacia la playa todavía desierta y me dirijo al bar más madrugador, donde puedo aparcarla tranquilamente y sentarme una cuantas horas a leer. El bar es bastante cutre, pero en su terraza  sopla siempre el aire y se ve el mar enmarcado por una hermosa bóveda. Lo regenta una familia franco árabe,  buena gente: cada día me saludan  muy amablemente y me dejan tranquilo, sin decir ni mu, con un par de  cortaditos y un agua fresquita hasta casi la hora de comer. Ya no hay bares así en la costa.

 
No, ya no hay bares así en la costa, y ya tampoco existe el Colgao, ni mi roja. Sobre la pared de piedra, en un rincón de la cuadra vieja,   los huesos de La Burra soportan la tortura del tiempo. Todo eso ya es historia, pura y doliente nostalgia, como la que emerge con rabia cuando uno se pone delante del televisor para ver sin ilusión como una cuadrilla de tramposos escala el Tourmalet. Y aún así, insistimos, y nos ponemos frente al televisor adoptando  una experimentada desidia de telespectador escéptico con la que camuflamos  el deseo de que este año sí, este año será limpio. Se parece todo un poco a nuestro presente de peatones andantes. Por eso el próximo Julio volveré a ver el Tour y en las próximas elecciones seguramente volveré a votar.

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