EXISTÍAN. A ESO VENGO.
JUEVES, 7 DE JUNIO DE 2012
Mamá en la distancia (Para Leonor)
Éste que se lee a continuación es un cuento que envié al concurso "La maleta del tío Paco", organizado por la casa rural "La Chamba" . El jurado lo ha clasificado en 10º lugar, entre los 12 finalistas que escoge, de un total de 250 participantes. Estoy muy contento, así es que me apetece compartirlo.
Ahora pienso que este texto lo podría haber escrito Adán, en una de sus noches de insomnio melacólico, recordando -a veces nostálgico y otras rabioso- los mitos sobre los que se ha ido construyendo su vida.
La recuerdo como si la viera. Yo era testigo de lo que hacía, de sus trajines, de su ir y venir, porque era viernes y me dejaba ver la tele hasta más tarde de la hora acostumbrada. Se sentaba a la mesa del comedor con un suspiro. Casi se dejaba caer sobre la silla. Después depositaba a un lado seis o siete pares de calcetines negros, con rombos o de colores, y al otro una pequeña carpeta azul, sobre la que colocaba un bolígrafo.
Con paciencia y meticulosidad, ovillaba los calcetines: los estirazaba bien y los revisaba concienzudamente, por si había que zurcir alguno. Se aseguraba que a cada unidad le había correspondido su emparejamiento correcto y con tres movimientos diestros convertía cada par en una bola. Finalmente, apartaba todo el conjunto hacia un rincón de la mesa, cuidadosamente, como si en vez de manipular algodón se tratase de porcelana y durante unos breves segundos miraba el resultado final de la última tarea del día. Yo notaba que en ese intervalo había algo indefinido, entre la desconfianza y la corroboración; una especie de vigilancia autoimpuesta, o la necesidad de una autoafirmación responsable del deber cumplido.
Luego permanecía sentada y parecía que veía la televisión. De hecho su mirada se dirigía hacia la pantalla, pero yo la observaba sin que se diese cuenta, medio recostado en el sofá, y en realidad mamá miraba lejos, muy lejos, no sabía bien a donde; se quedaba unos instantes in albis, como ella me decía cuando me sorprendía en las musarañas en lugar de estar concentrado en los deberes.
De repente, de la misma manera que se había cobijado en la ausencia, volvía en sí y musitaba algunas palabras mezcladas con algún suspiro y con el esbozo de una mueca que no supe nunca si era de cansancio o de satisfacción. Tampoco llegué a entender nunca lo que susurraba. Era un bisbiseo, suaves sonidos de aire que transportasen palabras sin posibilidad de materializarse, o quizá deseos, anhelos camuflados entre los labios y la inconsciencia temerosos de convertirse en realidad. ¡Qué iba a saber yo.!
Lo que sí sabía era que no tardaría mucho preguntarme si tenía sueño. Ella misma respondía a la pregunta de manera afirmativa y a continuación emitía una opinión desdeñosa sobre el programa que estaba viendo. Yo disimulaba y casi sin mirarla, para aparentar el máximo interés, protestaba refunfuñando y le argumentaba que mañana no había que madrugar. Ella no me respondía. Su consentimiento se expresaba a través de un lamento dramatizado, exageradamente artificioso, casi cómico; una extraña interjección de desacuerdo con mi petición, que en realidad significaba que podía quedarme.
Ese modo paradójico de darme el permiso se solapaba con su incorporación porque, mientras me autorizaba a permanecer en el comedor, ella se levantaba, se dirigía hacia a la ventana, ajustaba las persianas y corría las cortinas. Después se acercaba a mí, me tocaba la frente, me atusaba el flequillo con su mano fría y me besaba. Yo volvía a rezongar, porque ya me consideraba con edad suficiente como para estar recibiendo mimos.
Al sentarse de nuevo, mamá miraba la carpeta azul. Permanecía varios segundos así, sin hacer otra cosa que observar fijamente la carpeta azul, con el bolígrafo en la mano, con el que aprovechaba para rascarse levemente la cabeza. A fuerza de ver cada semana repetirse el mismo ritual, acabé por alimentar la hipótesis de que esos dos gestos formaban parte de una misma cosa; que uno y otro eran necesarios para acometer después la tarea que se disponía a realizar:
Tomaba la carpeta en sus manos, desligaba las dos gomas y cuando escuchaba el latigazo previsible al chocar con el cartón, parpadeaba cerrando casi por completo los ojos, como si se hubiese asustado. En seguida, extraía unas cuantas cuartillas de esas que están rayadas con líneas de color azul, muy finas, que es por donde discurren las palabras. Humedecía ligeramente el dedo índice con la lengua, cogía la primera y la colocaba sobre un periódico que le servía para amortiguar la escritura y hacerla más agradable. Después de tantos años he llegado a pensar que de esa manera atenuaba la nostalgia y la soledad que produce la lejanía; que mitigaba el sentimiento de desarraigo que provoca vivir entre personas que ni siquiera hablan el mismo idioma. Creo que disponía el periódico bajo las cuartillas porque narrar directamente sobre el contrachapado de la mesa una cotidianidad casi impuesta, o la añoranza acumulada durante toda la semana, le recordaba en la dureza de cada trazo algo parecido al transcurso de cada uno de los días que llevaba vividos en aquella ciudad extraña, tan lejos de los suyos.
Una vez acomodada, se tomaba un ligero respiro. Volvía a rascarse la cabeza y durante unos instantes miraba hipnotizada la luz tenue de la lámpara. Le quitaba la caperuza al bolígrafo y dibujaba con él, justo en el centro de la parte superior de la primera hoja, una cruz que presidiría la carta desde aquel preciso minuto hasta el día en que el tiempo, o sus destinatarios, o el olvido la destruyesen.
A continuación mamá escribía con sumo esmero, regodeándose en cada rasgo con su letra pulcra, apaisada, y casi sin faltas de ortografía la frase “Queridos todos. Al recibo de esta espero que esteis bien. Nosotros bien, a Dios gracias.”
Lo sé porque en ese momento yo ya estaba de pie, a sus espaldas, observando por encima del hombro, y podía leerlo. La interrumpía para decirle que si no la iba a ver, yo mismo desconectaba la tele, que el programa ya había terminado y que me iba a dormir.
- Sí mi cielo, yo me quedo aquí, escribiendo a los abuelos, y también a los tíos y a tus primos- me contestaba ella.
Antes de que yo pudiese ir hacia mi habitación, ella emparedaba mi cara entres sus manos frías, me atusaba de nuevo el flequillo y venciendo mi resistencia me besaba otra vez en la frente.
Yo me metía en la cama a toda prisa, porque solamente había una estufa para toda la casa en un extremo del pasillo, justo al lado de la puerta que daba al comedor. Cuando por fin entraba en calor, arropado hasta la nariz bajo la frazada, no tardaba en quedarme dormido y a menudo soñaba con los olores lejanos a trigo, a leche recién ordeñada y a sopas de ajo que flotaban en el aire remoto de los veranos de la casa donde nació mamá.
PUBLICADO POR EL POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI
Que bonito. un abrazo.
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