miércoles, 18 de enero de 2012

Rafael Reig, escritor, última entrada, blog amigo.

Don Carlos Pujol

Leo otra vez:
-¿Y si no nos muriéramos nunca? -dije en un susurro.
Por unos instantes sopesé aquella idea tan prometedora.
Así comienza una novela de Carlos Pujol, El lugar del aire.
Excepcional, como todas las suyas.
En los dos sentidos. Porque  sus novelas son una excepción, algo que no ocurre casi nunca, y porque son mucho mejores de lo que es común, de lo que se publica y nos resignamos a leer.
A las cinco de la mañana acabo de enchufar el cacharro y leo en internet que ha muerto Carlos Pujol.
Ha desechado la prometedora, pero cándida idea.
Tanta insistencia (o contumacia: obstinación en el error) le habrá parecido una grosería innecesaria al escritor más alegre, amable, discreto y educado que había en millas a la redonda.
Era mi amigo, aunque apenas nos hemos visto: teníamos una amistad epistolar. Le escribía cartas a máquina a su Avenida de la República Argentina, en Barcelona, y él me contestaba a mano a mis sucesivas direcciones.
Una amistad del siglo XIX, laboriosa y a la vez irónica.
Y por supuesto muy desigual: él era un maestro y yo un piernas, aunque me esforzaba por aprender de él.
A veces me llamaba por teléfono, creo que a él le gustaba hablar por teléfono, aunque yo detesto el teléfono y prefiero las cartas.
Yo le solía llamar en las cartas  cher maître y él me lo consentía porque se lo tomaba a broma.
Como todo o, mejor, casi todo.
A mi me da que a don Carlos casi nada le parecía demasiado serio, lo miraba todo desde otro sitio y con benevolencia (no exenta de sorna, eso sí).
Siempre le pedía permiso para enviarle mis manuscritos.
-Si no hay más remedio -me decía entre risas.
A la semana como mucho, recibía una carta o una llamada con sus comentarios. Siempre era agudos, inteligentes y certeros, con lo que él decía se podría escribir una novela mucho mejor.
Con lo que él decía y algo que a mí me falta: su talento.
Carlos hacía como si no se diera cuenta de esa pequeña diferencia y se tomaba la molestia de enviarme sugerencias que de sobra sabía que sólo estaban a su alcance.
 A un saco rato le escribía y lo sabía.
Estos envíos, dicho sea entre paréntesis, eran al amigo y lector, jamás al editor. Nunca tuve el más mínimo trato con el Carlos Pujol editor, pero admiraba al autor y quería al amigo, y sabía que sus consejos siempre eran generosos y sabios.
Éramos amigos por correspondencia y creo que Carlos no se aburría jamás.
Él era demasiado buena persona y demasiado inteligente para aburrirse.
Los demás, para no aburrirnos, tenemos un recurso infalible: sus libros.
La culpa de mi adicción la tuvo, como de costumbre, Antonio Orejudo.
Orejudo ya había leído antes a Carlos Pujol.
También había estado antes allì.
Un día estábamos en un bar, creo que el de Araceli, teníamos dieciocho años, y llega el Orejudo y, como un traficante de drogas, se baja la cremallera de una cazadora de aviador que solía llevar y me entrega un libro con tapas de color verdoso.
-Toma, lee -me dice-. Te va a fastidiar mucho: nosotros no sabíamos que se podía escribir así, ¿verdad?
Fue mi primera dosis de Pujol.
La pujolina es muy peligrosa, es una espiral, un caballo que se desboca.
Ya no pude dejar de leerle.
Esa novela, Jardín inglés, sigue siendo mi favorita de las suyas.
He leído todo lo que he podido de Pujol.
No es fácil. Ha escrito muchísimo, sin parar, y todo es bueno.
Un prólogo suyo (hizo cientos) vale por un libro entero de otro autor. Una opinión suya a pie de página basta para cambiar la forma de leer, pongamos, a Ronsard.
Carlos Pujol lo había leído todo. Leía con violencia indiscriminada, venga de donde venga. Hasta el extremo de que leyó una de mis novelas. Un amigo me lo dijo y me dijo que no le había disgustado. Hablamos por teléfono.
-Lo que no me gusta es que el protagonista se rinda para salvar a su hija -me dijo.
-¿No te parece un buen motivo?
–Es un poco aburrido. ¿No sería más divertido buscarle alguna otra razón?
-¿Como cuál?
-Por dinero, por ejemplo. Eso sería más interesante, ¿no crees?
Claro que sí: tenía razón.
La novela, sin embargo, ya estaba publicada y  no había nada que hacer.
Además, como ya he dicho, esa otra novela, mucho más sutil, estaba fuera de mi alcance.
Tendría que haberla escrito él.
Así empezó nuestra correspondencia.
Un día le conocí, sería el año 2003. Era un tipo alto y distinguido, demasiado elegante para llamar la atención. Se daba un aire a Jeremy Irons interpretando al Humbert Humbert de Nabokov.
Sonreía de medio lado, con cara de travieso y una expresión que recordaba un poco a Voltaire. Los trajes los llevaba como Voltaire se ponía la peluca, siempre un poco descolocados.
Hablamos un poco de Jardín inglés.
Le dije que me parecía que había escrito la guerra civil española como si fuera la Pimpinela Escarlata contada por P.G. Woodehouse.
-Claro, es exactamente eso -me dijo-. Es obvio, ¿verdad?
-Bueno, se nota un poco, sí.
-Debe de ser demasiado obvio, porque eres la primera persona que me lo dice.
-Es que debo de ser  un poco zafio.
Yo me partía de risa, él sonreía.
Nos vimos otras veces, siempre cinco minutos en algún cóctel, y nos seguimos escribiendo cartas, aunque algunas se perdían, a causa de mi propensión a cambiar de domicilio.
Esa propensión que  me impide tener libros en casa.
Pero en cuanto abra la biblioteca pública, a eso de las diez, voy a irme a leer de nuevo Jardín inglés.
No conozco otro modo de llorar la muerte de un novelista y de un amigo.
En mi opinión se ha muerto uno de los grandes novelistas españoles.
Ya sé que soy zafio y por eso sólo digo lo obvio, lo que no se debe decir por obvio.

2 comentarios:

  1. Homenaje y recuerdo de Rafael Reig a Carlos Pujol, al cual se suma este blog. Que recuerdo más bonito, le gustará desde donde poder leer esto, seguro que lo lee.

    ResponderEliminar
  2. Precioso homenaje, me encanta su mirada, desafiante, triste, bondadosa...junto a una firme sonrisa.

    ResponderEliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...