viernes 23 de marzo de 2012
ANECDOTARIO DE POETAS (370): El emperador Adriano pregunta al Oráculo de Delfos sobre la existencia de Homero
La mayoría de los clasicistas están de acuerdo en que, al margen de que hubiera un Homero individual, los poemas homéricos son producto de la tradición oral o de la herencia colectiva de muchos cantores-poetas oaeidoi. La obra homérica es un conjunto de transmisión oral más tarde fijada por escrito, patrimonio de la tradición. Otra explicación acerca de la autoría de la obra homérica es plantearse una hipótesis: los poemas fueron dictados por Homero. En asunto fue de inmenso interés y curiosidad en la Antigüedad, tanto que el emperador Adriano quiso saber de boca del Oráculo de Delfos sobre la existencia de Homero, y el oráculo le aseguró que tuvo existencia real y que escribió los dos famosos poemas. En la Antigüedad hubo consenso al respecto de que Homero no sólo escribió esas obras, sino que la Odisea y la Ilíada son las referencias conservadas más antiguas del alfabeto griego.
¿Por qué se ha dudado de que Homero escribiera la Odisea y la Iliada? Una de las razones que más han podido pesar al momento de atribuir a un solo hombre la creación de poemas de tal extensión confiándolos sólo a la memoria se basa en que parece imposible recordar los 15690 versos de la Ilíada y los 12000 de la Odisea. Pero no era imposible; ni siquiera muy difícil. Los judíos memorizaban por entonces sus libros sagrados; los musulmanes son capaces de memorizar el suyo; yo he conocido personas capaces de recitar varios capítulos del Quijote de memoria; los juglares medievales podían recitar el Poema del Mío Cid sin apenas recurrir a otro recurso que su memoria; en tiempos de Lope de Vega existían los llamados memoriones, que con asistir dos o tres veces a una representación memorizaban la comedia entera. Estas cosas están documentadas. Además, hay que tener en cuenta que los poemas homéricos están destinados a su recitación y dramatización por profesionales, caso de los aedos, y no sorprende que estos actores-cantores-juglares-rapsodas, que de todo eso tenían, fueran capaces de manejarse con soltura mediante claves mnemotécnicas, como se deduce de las fórmulas repetitivas. Milman Parry, gran conocedor de la obra homérica, grabó en 1934 una serie de poemas de bardos yugoslavos que no sabían leer ni escribir y cuyo recitado duraba varias semanas, y comprobó que no era una interpretación al azar, sino que se requería una técnica rigurosa y fórmulas como las que aparecen en los poemas de Homero utilizadas por los aedos, que contenían repeticiones y estructuras determinadas para facilitar al poeta o al rapsoda el recordar los hechos narrados.
PANCRACIO CELDRÁN GOMARIZ, Quién fue quién en el mundo clásico, Planeta, Barcelona, 2011, págs. 263 y 264
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TROYA LITERARIA (396): Leonardo Sanhueza contra Benedetti
La muerte de Mario Benedetti ha dejado una estela unánime de panegíricos y reverencias. Las necrológicas, sin embargo, parecen escritas en serie. Es muy curioso que un escritor extremadamente prolífico, conocido en el mundo entero, famoso como ningún poeta hispanohablante vivo, un poeta cuyas obras –junto a las de Joaquín Sabina– son un pilar financiero de la editorial de poesía más importante de España, quede reducido, en la hora de su muerte, a dos poemas citados al tuntún (uno de ellos, “Te quiero”, ha salido hasta en la sopa, siempre casi cantado, como imitando a Sandra Mihanovich y Celeste Carballo) y al título de una novela (La tregua).
Esa frugalidad en el balance literario de Benedetti esconde cierta hipocresía de los intelectuales. Hasta hace unos días, podía decirse que el autor uruguayo estaba tachado del panorama poético latinoamericano. Se le consideraba, a lo más, un letrista. Yo mismo, más de una vez, he usado su nombre como sinónimo de mala poesía. Daba la sensación de que Benedetti encarnaba una injusticia, la de alzarse por medios extraliterarios desde su medianía a los lugares más vistosos de los escaparates. Al respecto, si de Uruguay se trata, resulta incomprensible que Benedetti haya sido más conocido, divulgado y reconocido que la poeta uruguaya Idea Vilariño, que a todo esto murió hace dos o tres de semanas. Ambos no sólo eran coterráneos, sino que pretendían con igual entusiasmo la simpleza de los temas y las palabras, pero un solo poema de Vilariño pesa muchos de Benedetti, entre otras razones porque ella nunca cayó en las trampas de la complacencia con el lector: más bien, allí donde Benedetti apuesta, por ejemplo, por anular la soledad humana a punta de buenos deseos y mensajes esperanzadores, Vilariño se remitió a ser sencilla para explicar los enmarañamientos del yo en relación con los otros. Como narrador, en tanto, su novela La tregua no le daba el ancho para aspirar a compararse con Onetti, por nombrar otro compatriota coetáneo suyo. Como ensayista, aunque sus textos críticos son, a mi juicio, lo más interesante y valioso que escribió, sería una maldad ponerlo a lidiar con otro compañero de generación: Ángel Rama.
Pero Benedetti era bueno. Era bueno de cara, de andar, de saludo, de ideas y de todo. Hasta de bigotes era bueno. Su bondad traspasa las fotografías. Su voz es acogedora, por decir lo menos. Su biografía es la de un hombre perseguido y libre. Por eso es muy difícil hacer su balance literario póstumo, porque hay que ponderarlo por sus medallas al mérito.
Yo tenía diecinueve años cuando Benedetti vino a Santiago y leyó sus poemas en la Estación Mapocho. Por supuesto, hice lo que pude para entreverarme y verlo de cerca. Era el poeta de las cosas sencillas, pero también una especie de fantasma político, una visita ilustre para el Chile postdictatorial. Como resultado, la ovación fue total. Ni siquiera el Colo Colo del 91 se llevó tantos minutos de aplausos. Es una pena que ahora no recuerde absolutamente nada más: sólo aplausos. Tal vez ése era el destino de los poemas que leyó Benedetti esa noche: ser aplausos y nada más.
LEONARDO SANHUEZA, Bueno hasta los bigotes, Las Últimas Noticias, 19 de mayo de 2009 (AQUÍ)
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