miércoles, 22 de abril de 2015

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

VIERNES, 17 DE ABRIL DE 2015

Elegía



Para Carmen, César y el pequeño Jon, que me acompañaron
Para MªJesús y Víctor que se quedaron en casa cocinando pastelitos de naranja y chocolate
Para Leonor y Consuelo, que compartieron conmigo el calor del fuego de la gloria

Buscaba la gran sabina fosilizada. También trilobites, estromatolitos, eucariotas y procariotas. No sabía lo que eran, y tampoco cómo se llamaban, pero cuando dije que saldría en busca del gran árbol de piedra me dibujaron sus formas y me escribieron sus nombres. 

Tardé en llegar al yacimiento unas dos horas. El paseo fue legendario. Creo que lo recordaré mientras viva. Solamente se oían mis pasos sobre el sendero  que cruzaba un inmenso campo verde, humedecido todavía por las últimas nieves ya derretidas.  Era de  una infinidad tan imponente que  cuando perdimos el pueblo de vista me detuve y grité con todas mis fuerzas, para que mi voz humana se expendiese hasta las mismas laderas de la sierra azulada, todavía coronada de blanco.

A medida que avanzaba iba dejando atrás árboles que viven en soledad,  separados los unos de los otros  como si hubiesen tenido la voluntad de crecer y vivir así, igual que ermitaños en medio de la vasta pradera. A veces me demoraba y hacía una alto en el camino, porque amo los árboles  sin hojas, sobre todo si son como los que me encontraba, antiguos, inmemoriales,  germinados muchísimos años  antes a mi concepción,  mostrando toda la hermosura de su larga vida en sus ramas vacías, en la belleza  irregular de sus formas que parecen querer imitar seres extraños aún por descubrir. 

El cielo era primaveral, empedrado por nubes voluminosas, redondas y hermosas, blancas y grises, igual que las que dibujábamos cuando éramos  niños. El sol lucía y desaparecía al capricho de ellas y a veces caían algunas gotas, pero esos conatos de lluvia nunca llegaban a materializarse. Cuando parecía que quería arreciar, me detenía y, entonces, en medio del silencio del viento frío de la sierra, podía escuchar nítidamente cada  gota caer sobre el camino, sobre la hierba y sobre alguna peña que salpicaba el campo infinito. 

Finalmente llegué al destino. Efectivamente, allí yacía el gran árbol de piedra, tendido en el fondo de un leve foso, prisionero de los siglos y de  una cárcel fabricada por los hombres a base de barrotes oxidados de encofrado que al mismo tiempo sostenían un tejado metálico. Como la luz llegaba hasta el árbol a través de las barras, su líneas se dibujaban a lo largo de todo el tronco y  conferían al fósil gigante  el aspecto de un reo. De hecho, para poder verlo bien había que aplastar el rostro contra los hierros, de manera que, a pesar de que me encontraba en medio de un gran espacio libre, en realidad  parecía que yo era el preso.

Allí estuve unos minutos, observando aquel gigante del tiempo. Circundé la jaula unas cuantas veces, me senté a contemplar, y a pensar, y entonces me acometió un vértigo extraño, la sensación vívida de un caída hacia el vacío ignoto de  lo antaño, hacia el lugar y la edad de donde todos surgimos, el espacio perdido de nuestra filiación colectiva, el punto de encuentro donde comparten barro  el origen y el fin.

Una leve racha de viento ahuyentó mi ensoñación y entonces recordé mi segunda misión. Si no quería que me sorprendiese la noche, inmediatamente tenía que empezar a buscar  pequeños fósiles.  Próximo a la fosa donde descansa el árbol, fluye un hilo de agua, un pequeño arroyuelo de aguas limpias y frías. Los expertos aconsejan escrutar en las orillas, porque parece ser que es el lugar donde en mayor número se encuentran.

Saltaba de un lado a otro del arroyo, siempre mirando hacia abajo, discriminando piedras, desencajándolas del suelo y limpiando la parte inferior de  insectos que viven en ellas, eliminando el barro y  la humedad del tiempo. Una tras otra las lanzaba al agua, interrumpiendo y modificando su curso, disfrutando del sonido del chapoteo al caer. A veces creía haber logrado algún hallazgo, pero no era más que una confusión, pura especulación de formas, la ilusa alegría del explorador bisoño al confundir pequeñas marcas en las rocas y en las piedras, que no eran más que cicatrices de la erosión con vocación frustrada de espiral o de espiga,  de la vida extinta de pequeños artrópodos prehistóricos que probablemente merodearían las oquedades del árbol cuando todavía regalaba sombras sobre los pastos.

Las nubes empezaban a convertirse en una amenaza. Poco a poco se unían y se compactabanen grandes masas  grises y negras.  El sol declinaba y el cielo se oscurecía, de modo que decidí volver. Desandando el camino tuve que abrigarme porque el viento soplaba del Norte; un viento frío procedente del pulmón helado de la sierra que estaba dejando a mi espalda y que de algún modo me custodiaba, me vigilaba o quién sabe si me  empujaba hacia el lugar de los hombres, donde hay casas, calles  y luces; donde el fuego calienta  los hogares y el humo del roble  brota de las chimeneas.

En un par de horas, cuando ya caía la noche, divisé los primeros tejados y la ermita sobre la colina, y pude escuchar el eco de las campanas de la torre tocando a vísperas. Fue entonces cuando reparé que al día siguiente, en el mediodía del domingo,  le daríamos descanso; que reposaría para siempre en el lugar donde le gustaba estar, junto a las gentes con las que reía, y que de algún modo compartiría la misma tierra bajo el mismo cielo de abril que el árbol de piedra, en la libertad de mis recuerdos, donde no hay cárceles en las que proteger a la muerte.

1 comentario:

  1. Vim de outros blogs, que são seus seguidores, e espero voltar mais vezes.
    Parabéns por seu belo texto.
    Abraços.

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