jueves, 23 de abril de 2015

LA MONSTRUACIÓN

JUEVES, 23 DE ABRIL DE 2015
No es que el bar de Sito fuera único. De hecho, existe en cualquier parte del mundo, un bar para cualquier tipo de persona. Incluso para tarados mentales clínicamente diagnosticados y por tanto, medicados, y demás fauna de adicciones destructivas proclives al caos y al desorden. Como ya sabéis, algunas de las criaturas bastardas del señor que padecen dolencias mentales, permanecen recluidas en manicomios bajo sedación, o dándose de cabezazos contra paredes acolchadas. Pero hay otro gran número de dementes, quién sabe si evaluados o no, por algún dudoso profesional cuyo título para ejercer fue obtenido en algún campeonato de petanca, que campan libres a lo largo y ancho de los cuatro puntos cardinales. Si a estos últimos los juntamos con las ovejas descarriadas que decidieron (decidimos), abocarse a la perversión del alma, la deformación del espíritu, y al consumo etílico y de estupefacientes diversos, obtenemos la clientela selecta del bar de Sito. Y por mucho que yo haya campado por esta extravagante viña del señor, no he vuelto a ver otros renglones de Dios tan torcidos.


Como primera muestra, los camellos.


Dos camellos de reconocido prestigio urbano, en cuanto a la calidad del material que manejaban, sentaron su centro de operaciones en el bar de Sito. Uno de ellos, dadas sus enormes y redondeadas proporciones, le apodamos La bola. Con el tiempo y pese a su juventud, disminuyó en altura de forma inexplicable y sus antaño sólidas redondeces, se reblandecieron y tornaron grasientas y correosas, hasta tal punto que más que andar, reptaba, con lo que lo rebautizamos como Jabba El Hutt. A toda esa monstruosa estampa de no menos monstruosa cabeza rapada al cero, había que añadirle un carácter de animadversión superlativo respecto a toda la humanidad: pasada y presente. De vez en cuando estaba de buen humor y se dignaba, incluso, a dirigirte la palabra. Si a modo de saludo le preguntabas qué pasaba, él te respondía un apático tú sabrás. Si lo veías masticar y le decías que aproveche, te contestaba que para eso lo hacía. Y si le deseabas buenos días, te correspondía con un serán para ti. Tanto fue así, que se convirtió en una especie de juego, el utilizar con él las supuestas normas básicas de educación para jactarnos de sus agrias réplicas. Aunque dada la predisposición con la que te presentaba a los cinco en un puño, aquella era una puerta a la que mejor no llamar; no fuera que se abriera. Las pocas veces que lo vimos reír, aunque siempre que lo hacía era con todas las ganas, era cuando contaba ese tipo de chistes que explotan con total desvergüenza el dolor y la muerte ajena. Siempre tenía un chiste para todas y cada una de las personas que conocía. Una tarde de tantas, se dirigió a mí de esta guisa:


—Eh, Cabrónidas, a ti que te molan los conciertos, ¿cómo es que no fuiste al festival de música que se hizo el otro día en el campin de Biescas?
—¿En el campin de Biescas? ¿Quién toco? —pregunté con extrañeza.
—¡Coño, quién tocó! ¡Si llevan tres días sacándolo por la tele! ¡Los del Río, Aguaviva y Sepultura!


Y estallaba en sonoras carcajadas hasta el lagrimeo. Chanzas sangrantes aparte, Jabba apreciaba hasta lo hiriente y como ninguna otra persona que yo haya conocido, la gracia en la desgracia de cualquier índole. Las veces en las  que reunía un grueso importante de color, con insultante autocomplacencia y voz sibilina, susurraba a los oídos de Sito sobre sus compradores: "¿Ves a esa panda de miserables? Pues esa panda de miserables son mis esclavos. Sí, Sito: mis esclavos. Porque trabajan para mí. Muchas veces se enfadan y me dicen que no van a volver. Pero siempre vuelven, Sito. Siempre vuelven". Después de tres años de encarcelamiento, él también volvió, pero a currar en el restaurante de unos familiares. Mucho se habló cuando lo detuvieron por tráfico de dama blanca: que si hubo un chivatazo, que si lo habían vendido... El caso es que tenía, y ganados a pulso, unos cuantos enemigos. Llevo años sin verlo y sin cruzar palabra con él, aunque me han dicho que actualmente sigue en el negocio más Jabba El Hutt que nunca: más obeso e insufrible.


Por el contrario, el otro camello del bar de Sito llamado Joan (de la ribera como mote añadido), salvo en el sentido del humor, mostraba enormes diferencias respecto a su compañero de profesión. En lo corpóreo, era más estrecho que un silbido y más largo que el cuello de una jirafa con hambre. Su cabeza, pequeña como si se la hubieran reducido los jíbaros, presentaba, más que una calva, una pequeña tonsura perfectamente circular y visible, del tamaño de la esfera de un reloj de pulsera. Su cara siempre exhibía un incomprensible gesto de alerta, incluso en los momentos en los que no había razón alguna para ello, y solo cuando bebía o fumaba, sus rasgos se suavizaban. Buen conversador y gran lector de libros de historia, cuando lo conocí, era ya un excocainómano reciclado a traficante, y me explicó que de nada sirvieron sus reclusiones en centros de desintoxicación. Su verdadera sanación fue gracias a su padre, madre y hermano mayor, que lo secuestraron en la casa de payés donde se crio, y en la que actualmente vive con sus progenitores. Allí, en aquella casa enorme alejada del mundanal ruido, aledaña a una cantarina ribera y rodeada de bosque en el que se perdió, bajo vigilancia familiar, las veces que consideró menester, Joan de la ribera consiguió salir del pozo. Después de casi un año de aislamiento y sin poder recibir visitas, el Joan de la ribera retomó su contacto con la civilización, curado: solo fumaba mucho hachís y bebía en exceso. Y aquellos que lo conocieron antes de su degeneración, se alegraron mucho de que siguiera conservando su cínico sentido del humor, aunque a mí, particularmente y pese a que me caía bien, la mayoría de veces no me hacía ni puta gracia.


Un día de aquellos, Sito fue a meter su Renault 25 en el garaje como en otras incontables ocasiones. Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Cuando sentimos el primer bramido de dolor, Sito ya había arrancado y movido el coche marcha atrás tres metros. Los suficientes para aplastar el abdomen de la pequeña Lúa, que a saber por qué, estaba agazapaba como una falca en una de las ruedas traseras del coche. Tan profundamente agónicos fueron sus aullidos, que parecieron perdurar en el aire durante días. Aquel fue uno de los días más negros y jodidos en el bar de Sito. Un capítulo condenado al olvido, si es que eso era posible, que debió continuar cerrado desde el mismo momento en que sucedió, de no ser porque el Joan de la ribera lo reabriera un mes después:  


—Sito, ¿te acuerdas aquel viernes cuando fuiste a meter en el garaje el Renault 25 y reventaste a la Lúa?
—Sí, qué.
—Que hoy también es viernes y tú no mataste a la Lúa, Sito. La Lúa se suicidó.
—Mira, Joan, me voy a cagar en...
—La Lúa se suicidó, Sito, ¿sabes por qué? Porque estaba hasta los cojones de todos nosotros.


Sito cerró mucho los puños; los tenía encima de la barra e iba a decir algo, cuando la señora Tere, como si se desplazara sobre railes, apareció por la puerta de siempre y sentenció: "Joan, eres un desgraciado. Este fin de semana no te alejes mucho del lavabo, que lo vas a necesitar más de lo acostumbrado". Todos miramos a Joan con un "uuuuuuuuuuuuuuuuy" colectivo que se perdió hasta el techo. Pasado ese momento y cuando nos dimos cuenta, la señora Tere ya había desaparecido. Para cuando llegó el martes, el Joan de la ribera explicó que fue víctima de una diarrea venida de otro mundo.





Regurgitado por Cabronidas @ 

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