miércoles, 23 de julio de 2014

LA MONSTRUACIÓN.

El lustre azulado de mis sandalias crocs, a pesar del tiempo que ha pasado desde que fueron compradas, contrasta vencedor sobre el gris ceniciento del ventilador. En el filo de sus aspas, descansan entremezclados con el polvo y la sangre, restos orgánicos de algo que ninguno de los que estamos allí nos hemos molestado en limpiar. No en vano, con aquel ventilador, Serapio se ha triturado la mano derecha hace escasamente un par de horas. Y si me fijo un poco, puedo observar multitud de restos de cartílago destrozado, pegados a lo largo y ancho de la hélice. Serapio jura y perjura que nunca más volverá a acercarse a ese ventilador. Que lo que le ha sucedido no es, ni mucho menos, un desafortunado accidente surgido del más calamitoso despiste, sino que ese cacharro tiene vida propia o está maldito. Lejos de dar crédito a semejante delirio, entiendo su tajante negativa a poner en marcha el ventilador. No así a cómo ha podido ocurrirle tan sangrante infortunio, habiendo como hay, una reja protectora para evitar tan brutal amputación. Ya lo haré yo, pienso, mientras me repongo del susto sin dejar de mirar el electrodoméstico ensangrentado.


Es un verano de aquellos que, según dictaminan los meteorólogos, va a convertirse en la experiencia más traumática e inolvidable de nuestra vida. O al menos, los que lo sobrevivan. No es un verano normal. Las temperaturas alcanzan cotas excepcionales nunca antes registradas. Salir a la calle supone una muerte segura si se hace en las horas en las que el sol desata todo su enorme poder calorífico, y el índice de suicidios ha aumentado exponencialmente desde la primera oleada de calor. Sin motivo explicable, el astro rey ha pasado de ser fuente de vida, a convertirse en el más eficaz y productivo asesino en serie de la historia: quemaduras de primer grado al primer minuto de exposición; ampollas generalizadas al minuto siguiente, y combustión espontánea como atroz final a dos minutos de soleada agonía. Nadie se aventura a salir si no es por extrema necesidad, y cualquiera con un mínimo de juicio, lo hace cuando esa colosal bola de fuego está oculta y su poder destructor es menos letal.


No sé explicar muy bien lo sucedido con Serapio. Salí de la habitación dirección a la nevera para beber agua (de hecho, es lo único que hacemos en todo el día desde que empezó este verano rusiente: beber agua y salir a comprar más cuando se agota y el sol ha desaparecido), cuando lo oí chillar como nunca antes lo había hecho. Ahora está ahí, sentado en el suelo con las piernas estiradas, la espalda apoyada en la pared y el mentón apuntando a su pecho, inerte como un títere con los hilos cortados. Creo que está sumido en un duermevela ocasionado por la pérdida de sangre, apenas interrumpido por débiles balbuceos que me suenan a algo así como "hospital... hospital...". Y vuelvo a reparar en su mano brutalmente cercenada, envuelta en un paño sanguinolento, descansando inmóvil sobre su regazo.


Todavía faltan tres horas para que esa hercúlea estrella de fuego sea devorada por el horizonte. Hasta entonces, no podré llevar a Serapio al hospital. Lo único que puedo hacer es poner el ventilador en marcha y evitar que muramos de deshidratación. Estamos tan empapados de nuestro sudor desde que se paró el aire, que parece que el infierno se ha mudado de sus profundidades para instalarse aquí dentro. Me incorporo trabajosamente y miro por una de las rendijas de la persiana parcialmente bajada, a través del cristal de la ventana. En la carretera principal y en el parquin del supermercado de enfrente, varias personas arden y se retuercen de puro tormento. Pobres almas desgarrando sus gargantas en un coro espantoso de alaridos afilados como estiletes. Veo a otras tantas que se arrojan al vacío desde ventanas y balcones. En su mortal trayectoria alcanzo a ver que algunas de ellas presentan horribles mutilaciones en los pies o en las manos. Me pregunto qué o quién les ha empujado a tan terrible destino. Qué clase de poderosa desesperación se adueña de la conciencia de alguien para abrazar tan atroz final.


Me doy la vuelta y lentamente, abatido, me dejo resbalar por la pared hasta sentarme en el suelo. Hundo la cabeza en mis manos y me pregunto cuándo se va a acabar toda esta pesadilla de mierda. Luego pienso que tengo que poner el ventilador en marcha o Serapio y yo terminaremos siendo dos muñecos de paja o moriremos de un golpe de calor. Con las pocas fuerzas que me quedan, me acerco al maldito trasto para ponerlo en marcha. Parece un ojo inyectado en sangre mirando con odio. Alargo el brazo y sonrío estúpidamente. ¿Por qué coño me tiembla la mano? Ese puto cacharro no va a hacerme nada, joder. Giro el botón a máxima potencia y antes de que el ventilador barra la habitación de izquierda a derecha a pleno rendimiento, retrocedo gateando hacia atrás con gestos apresurados sin perderlo de vista hasta chocar con la pared. Relajo mis músculos y miro alrededor avergonzado. ¡Qué gilipollas! ¿Qué coño pensaba que iba a ocurrir?


No sé cuánto rato llevo aquí dentro. Estas paredes me parecen una trampa que a cada minuto que pasa se hace más pequeña. Y la gente de allí fuera no para de gritar. Callaos de una vez, joder; no dejo de sentirlos aunque entierre la cabeza en los brazos. Como no se callen... yo... me voy a volver loco. Y Serapio sigue sin moverse, sentado en un charco de sangre que antes no estaba. Está tan quieto... tan quieto...




Publicado Por Cabronidas @

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