jueves, 12 de junio de 2014

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

JUEVES, 5 DE JUNIO DE 2014

Las balas de la conciencia


Vivo encima de 'La Caixa', literalmente. Duermo, amo, como, leo, sueño, escribo, limpio y defeco sobre 'La Caixa' a diario. Algunos días se me ocurre que si abriese un butrón en cualquier parte de mi casa, podría hacerme con un  buen botín. Calculo que entre el grosor de mi suelo, la bovedilla y el techo de la sucursal, lo que me separa de la caja fuerte de  ‘La Caixa’  vienen a ser unos treinta o cuarenta  centímetros de espacio vacío, no más. Después del golpe, citaría en secreto al director y con su ayuda, a cambio de un porcentaje razonable, colocaría el dinero en un paraíso fiscal.
Mi sucursal de 'La Caixa' está muy bien dotada. Tiene a disposición de sus clientes cuatro cajeros automáticos distribuidos a lo largo de los bajos de la fachada del edificio que compartimos. Junto a los cajeros hay siempre grandes fotografías impresas en vinilo pegadas a las cristaleras en las que se pueden ver  jóvenes, viejos y niños de raza blanca reclamando nuestro dinero con su sonrisa saludable y su optimismo inalterable. A veces me da la sensación de  que esos  modelos son más familiares y próximos a mí que mis propios vecinos de escalera, mucho más feos, gordos y achacosos, con los que difícilmente intercambio los buenos días.
Ahora que llega el buen tiempo, el mecanismo de los cajeros automáticos necesita mantener una temperatura estable  porque, si no, podrían producirse averías y seguramente -digo yo- podría incluso llegar a arder el dinero. Por eso cuentan con un sistema de refrigeración que les mantiene frescos las 24 horas. Ese atemperamento  no es inocuo. Durante el día, el fragor de la calle camufla el ruido de la ventilación y prácticamente no se percibe, pero llegada la noche, el animal que descansa del trajín financiero, el monstruo ahíto de intereses, comisiones, preferentes y rentabilidades respira profundamente su digestión. Es, de hecho, un monstruo rumiante, provisto de cuatro estómagos  con los que  urde y transforma en la nocturnidad estival la presencia humana del día  en forma de puntos porcentuales y expectativas de futuro. Por eso necesita respirar, llenar sus células de oxígeno y también evacuar los gases producidos en el proceso salivar,  regurgitante, absorbente y  reticular que se lleva a cabo  en el interior de su compleja fisiología gastrointestinal.
Todo esto lo sé porque soy testigo directo y lo padezco a diario. Hasta ayer mismo he estado sufriendo en silencio mi insomnio todas y cada una de las noches, calladamente, pacientemente,  con absoluto y venerable respeto  a causa de la respiración constante, monótona,  y machacona de los cuatro cajeros automáticos. No es un ruido en absoluto escandaloso. Es un rumor pertinaz que actúa como un fluido gaseoso, casi transparente, que flota en el ambiente a media altura impregnando la atmósfera con su fetidez sutil y discreta y que termina por humedecer los olores y los aromas de toda la estancia con su tufo. Así es el runrún de los cajeros de 'La Caixa', una cadencia parsimoniosa cuyo ronquido mecánico se filtra entre los tabiques de mi casa hasta apoderarse de ella como si fuera un zumbido canceroso. Y así no hay quien pegue ojo, un día, y otro día y otro día, con la expectativa cotidiana de que mañana será igual al anterior.
De nada han servido protestas intempestivas, instancias compulsadas y amenazas de demandas . El descanso y la buena digestión del monstruo es una cuestión de Estado y nada ni nadie puede poner en riesgo su salud, de manera que no me ha quedado otra opción que pensar en una solución radical.
Ayer por la  tarde pasé por  la farmacia más próxima y  compré una cajita con dos tapones de goma para colocármelos en los oídos. No lo puedo negar: el posible efecto del remedio por el que había optado me mantuvo expectante, casi diría que impaciente,  y por eso me fui a dormir antes que cualquier otro día. Me desvestí aprisa y abrí la cajita con cierta ilusión, como si fuese un regalo. Son como dos pequeñas balas  9 milímetros de color anaranjado, y tienen propiedades fosforescentes, para poder dar con ellos más fácilmente en el caso de que durante la noche se desprendan del interior de la oreja y se extravíen entre las arrugas de las sábanas . Al cogerlos pensé que están diseñados con mucho tino porque se fabrican con un material gomoso que  se deforma a voluntad, como un pequeño pedazo de plastilina. Cuando se encajan en el orificio del oído se expanden como si fuesen un cono espumoso, de modo que así   bloquean casi  estancamente  el paso de cualquier sonido que se produzca. Me los coloqué, apagué la luz y a dormir.
¡Milagrosos! ¡Resultaban milagrosos!. ¡No oía absolutamente nada.! Por fin iba a poder dormir plácidamente después de semanas de insomnio; por fin podría olvidarme de la obsesión casi patológica que empezaba a producirme cierta percepción malsana de la realidad.  Pasaban los minutos y solamente escuchaba mi respiración, el aire entrando a través de la garganta, de los bronquios, hinchando los pulmones y el vientre, exhalado por el mismo trayecto en dirección inversa; un proceso mecánico y espontáneo por el que yo no hacía el menor esfuerzo, sincronizado con los latidos intensos y acompasados del corazón retumbando dentro de mí como tambores aporreados por mazas.
Era yo por dentro. Estaba asistiendo inopinadamente al espectáculo de mi organismo vivo en pleno funcionamiento. Un carraspeo se convertía en una convulsión, un bostezo en un huracán y el acto de tragar saliva me inquietaba especialmente  porque se amplificaban dentro de mí -como en una caja de resonancia- los matices sonoros más perturbadores que podríamos atribuir a repulsivos seres inexistentes. Sin embargo, tras los primeros  sobresaltos, poco a poco fui acostumbrándome a respirar en compañía de mí mismo,  identificando y aceptando todas y cada una de las acciones fisiológicas de mi organismo con su correspondiente gama sonora. Y cuando ya había conseguido más o menos tener bajo control la sorpresa de tan extraño descubrimiento , el cerebro -para el que no hay descanso- empezó a mostrarse celoso, o cuando menos, parecía reclamar su parte de  protagonismo en el acontecimiento porque simultáneamente había filtrado muy oportunamente una idea que poco a poco fue tomando peso y que, definitivamente, ponía en riesgo el sueño reparador, tan prometedor hacía apenas unos minutos.
Y es que estaba secuestrado. Acabé por creer que los dos tapones en realidad actuaban como balas que amenazaban a mi conciencia, que me apuntaban directamente hacia lo más recóndito, hacia el lugar profundo, más allá de los ecos orgánicos, donde se elabora nuestros pensamientos oscuros, los deseos inconfesables, las ideas que albergamos en secreto y que nunca expresamos por temor a ser considerados unos monstruos. Estaba secuestrado porque los dos inofensivos tapones se habían transformado en dos balas que habían bloqueado toda escapatoria y me mantenían dentro del zulo que formaba mi propia materia, mi propio cuerpo, y ahí no hay escapatoria posible.
No sabía qué hacer. Mantenía cerrados los ojos para ver si caía dormido y se diluía la pesadumbre del encierro, la amenaza persistente de mis remordimientos. Intentaba también redirigir mis pensamientos, filtrarlos o empujarlos hacia afuera. Creo que de ese modo conseguí -o en ese momento creí conseguir- una victoria parcial, porque percibí a lo lejos, una leve reverberación mecánica, la reminiscencia vaga de la respiración de mis cuatro cajeros automáticos que continuaban oxigenando, absorbiendo y exhalando los gases de su digestión plácidamente, sin ningún tipo de desazón o desasosiego, con plena y sosegada asunción de su función en la vida, y entonces sentí una profunda nostalgia de la noche anterior, y de la anterior, y de todas las otras noches que acompañaron mi insomnio libre de toda culpa.
Me despertó la música de la  radio  a la hora que habitualmente se conecta automáticamente. Me incorporé y en los primeros gestos de desperece vi asomar entre las arrugas de las sábanas los dos tapones anaranjados, fosforescentes. Los cogí y los coloqué cuidadosamente dentro de su cajita.

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