lunes, 5 de mayo de 2014

NEORRABIOSO

lunes, 5 de mayo de 2014

ANECDOTARIO DE ESCRITORES (706): Un grupo de falangistas da una paliza a Gamoneda cuando era adolescente


En una de las ocasiones en que mi madre me envió a casa de Ubaldo había tomado ya el camino de regreso y, en las cercanías de la plaza de Santo Domingo, tenía que cruzar la calzada para orientar mis pasos hacia la calle del Padre Isla, de la que, quinientos metros más arriba, la calle Particular era una transversal con escaso vecindario.

Salí de la acera a la altura de la casa de Botines dejando a mi espalda la que llamaban plaza de las Palomas y, en aquel momento, vi que, sobrepasando la calle Ancha, se acercaba, cantando y en formación, un grupo numeroso de jóvenes falangistas disfrazados con las boinas rojas. Yo estaba a veinte o veinticinco metros de la cabeza del desfile. No me detuve y crucé. Inmediatamente (está claro que era una consigna o un hábito que llevaban consigo) salieron cuatro mozos -creo que los que marchaban al final del grupo-, me alcanzaron con facilidad y me rodearon aplastándome contra la pared del que, entonces, era edificio del casino y ahora lo es de una entidad bancaria, una casa de ladrillo bellamente movido que ha de ser obra de un arquitecto interesante.

Dos cadetes me sujetaban y otros dos me golpeaban con el puño en el rostro y el estómago. Uno de ellos me pateó los testículos. Me dejaron caer y, en el suelo, volvieron a patearme los costados y la cabeza. Me golpeaban con habilidad profesional. Que yo cruzase veinte metros por delante de la formación implicaba, al parecer, una falta de respeto o un acto antipatriótico que ellos entendían como causa suficiente para ejercer el derecho y el deber del castigo.

Los agresores me dejaron tirado en el suelo. Nadie se acercó a mí. Me levanté con dificultad y, también con dificultad, empecé a andar hacia mi casa.

Le conté lo sucedido a mi madre, que poco podía hacer aparte de llorar. Me mandó que me acostase y, en la pequeña fábrica de gaseosas que funcionaba en el patio contiguo, pidió o compró hielo que, envuelto en pequeños lienzos -rompió una sábana para conseguirlos-, me aplicó en las zonas más visiblemente machacadas. Entre sollozos, me ordenó que no dijese a nadie lo sucedido, orden que yo debí de cumplir a medias, ya que, aunque pasé tres o cuatro días sin salir de casa, las magulladuras, la torpeza de mis movimientos y mi estado de ánimo ponían muy claro que había recibido una seria paliza.


ANTONIO GAMONEDA, Un armario lleno de sombra, Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores, Barcelona, 2009, págs. 221-223

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