jueves, 22 de mayo de 2014

LA MONSTRUACIÓN


Doña Miconio, que contaba cerca de setenta y siete años de edad, se despertaba temprano y se levantaba con el sol. Después de hacer la colada y al tiempo que tarareaba para sí canciones populares escandinavas, tendía la ropa en el balcón de su modesto piso de sesenta metros cuadrados. Justo cuando acababa de pinzar su faja donde cabría sin dificultad el Increíble Hulk, se detuvo a observar a las ordinarias de abajo que parloteaban a viva voz mientras transitaban de un lado a otro por el mercadillo. Aquella aglutinación de verduleras se desplazaba sin orden ni concierto por el resbaladizo adoquinado de la plaza como una indisoluble, compacta, y correosa plaga de cucarachas: gritaban con estridencia, se daban codazos, manoseaban las piezas de fruta, desplegaban la ropa de sus tenderetes para luego no comprarla y dejaban todo hecho una santa mierda. Respiró hondo y exhaló con lentitud, como si al hacerlo admitiera, a desgana, reconocerse en aquel tumulto vociferante. Se dio la vuelta y asió los calzoncillos de su marido y los tendió junto a su faja, haciendo desaparecer de su campo visual aquel sol que recién despuntaba en toda su plenitud. Corría una fresca brisa que hacía ondear con reverencial majestuosidad aquellas prendas íntimas como lo hicieran siglos atrás los imponentes estandartes romanos. Doña Miconio se metió dentro del piso y al cabo de pocos minutos volvió a salir con un moderno catalejo entre las manos. Lo colocó sobre su trípode con ademanes hábiles, muestra inequívoca de que lo había hecho otras muchas veces, y se dispuso a otear todo aquello que desde su balcón se le ofrecía.


Doña Clitoria, de setenta y nueve años de edad y en consonancia con muchos de sus coetáneos, también amanecía con el sol y el trino bello y musical de los pájaros, que contrastaba con la sonoridad de las flatulencias que dejaba escapar como recibimiento al nuevo día. Siguiendo su propio ritual, mientras la lavadora empezaba a trabajar a horas tempranas, doña Clitoria llamaba a su gato con leves siseos sabiendo que no aparecería hasta que el hedor de las ventosidades se disipara. De hecho, no en vano lo bautizó con el nombre de Homero, pues ella tenía la firme convicción de que el gato consideraba que sus malolientes pedos, que producían un sonido semejante al desgarro de una sábana, eran originarios del inframundo. El mecanismo de la lavadora se detuvo, se apagó la lucecita roja que indicaba que el programa seleccionado había acabado, y empezó a tender la ropa ante un esplendoroso sol recién nacido. Le encantaban aquellas mañanas de sábado en las que poder asomarse al balcón, y ver el mercadillo abarrotado de gente y su frenética actividad. Pequeñas corrientes de aire le traían, ahora sí ahora no, aquel olor inconfundible y característico del detergente y el suavizante que desprende la ropa recién lavada, y eso la hacía sentir especialmente feliz y satisfecha. Pero no tanto como lo que estaba a punto de hacer. Doña Clitoria entró en su piso y al momento apareció con unos magníficos binoculares que también servían para visión nocturna, que colgaban de su nuca hasta la boca del estómago. Se los llevó a los ojos con gesto acostumbrado, expertamente colimó los prismas hasta obtener una definición óptima, y empezó a observar todo cuanto tenía a su alcance con un rictus de concentración.


Quiso el destino en uno de sus caprichos, que la vida de estas dos venerables ancianas, antes de ser ancianas y ni siquiera señoras, se cruzaran cuando tan solo eran dos jovencísimas señoritas con todo por aprender y experimentar, dando inicio a lo que acabaría siendo una larga y sólida amistad hasta los días presentes, de tal manera, que se casaron en una boda doble y fueron a vivir a la misma zona residencial. Aquel complejo urbanístico en el que echaron raíces, consistía en un gran bloque rectangular de diez plantas más el dúplex, flanqueado en ambos extremos por una torre de veinte, construidas en diagonal casi como si se miraran la una a la otra. Quién sabe si por lo privilegiado de las vistas, por su posición estratégica o por alguna singular razón que solo ellas conocían, doña Miconio optó por la torre de la derecha y doña Clitoria por la de la izquierda. Y al poco de vivir allí, ambas desarrollaron una afición que han ido perfeccionando con el trascurrir de los años hasta el día de hoy. ¿Para qué instalar un caro y complicado sistema de alarma en aquella gran comunidad, en un intento de preservar la seguridad y evitar posibles robos? Aquellas dos inofensivas ancianitas, formaban un dúo de vigilancia no remunerada de una efectividad y fiabilidad impecable. Durante todo el año y las veinticuatro horas del día, alternándose o simultáneamente, observaban desde sus atalayas con disciplina militar, todo lo que acontecía en un radio de dos kilómetros a la redonda. No existía sobre la faz de la tierra un sistema de vigilancia como aquel. Nada, absolutamente nada, escapa a los ojos avizores y escrutadores de aquellas dos centinelas de la tercera edad.


Tanto es así, que una vez el resto de numerosos habitantes de aquella zona residencial entre los que me cuento, superamos lo que creíamos una despiadada intromisión a distancia de nuestras vidas e intimidad, un control opresivo de nuestros movimientos, tuvimos a bien el nombrarlas La Vigía y La Corresponsal. Y no hace falta que Iker Casillas me diga lo que ya sé: con doña Miconio y doña Clitoria barriendo el perímetro donde vivo como dos radares incansables... me siento seguro.




Publicado Por Cabronidas 

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