viernes, 9 de mayo de 2014

LA MONSTRUACIÓN

Subo al púlpito de los jactanciosos y me alzo ante un vulgo cómodamente sentado. Tengo que vomitar un discurso y hacer que se les meta en la cabeza, pero el nerviosismo hace que las palabras se atropellen en mi garganta y tengo la impresión de que sus oídos están saturados de mierda naranja. Así que me imagino a toda esa agrupación de oyentes, desnudos. Al cabo de pocos segundos, muertos; y finalmente desnudos y muertos. Entonces empiezo y las palabras se liberan, fluctuando en un capricho imprevisible por toda aquella aula abarrotada, a medida que voy sumergiéndome en mi propia cadencia discursiva. No recuerdo qué perorata vertí sobre ellos cuando finalicé y volví a emerger a la realidad. Y ahí seguía toda aquella numerosa caterva de oyentes como si fueran maniquíes; no muertos pero sí desnudos e inmutables, en un silencioso escenario donde el tiempo se ha detenido.


Veo al fondo a la derecha a una chica que hace pompas de jabón. Algunas están a mitad de su proceso de desintegración y otras, desordenadas e inmóviles, rodean a la chica como si estuviera atrapada en una especie de constelación jabonosa. Al lado de ella hay un joven que lanza una pequeña pelota de goma al aire, quedando paralizada por encima de su cabeza, con la mirada entornada hacia ella y la mano abierta esperando un descenso que nunca se produce. Delante del joven hay una obesa saltando a la comba, suspendida en el aire en un salto inacabado con sus dos largas trenzas apuntando al techo. Más a la izquierda hay una mujer que se está corriendo, desaguándose en un potente y arqueado chorro eyaculatorio, que queda interrumpido a pocos centímetros de la espalda de un anciano que se encuentra cuatro metros alejado de ella. El anciano, a su vez, manipula una baraja de cartas que hace correr en el aire como un abanico de izquierda a derecha con la habilidad de un ilusionista. Junto al anciano, un hombre de mediana edad tropieza hacia delante con un gesto eterno de sorpresa en el rostro, con los brazos extendidos en un intento instintivo de evitar la caída y permaneciendo su cuerpo en una inclinación imposible. A la izquierda del tipo que se precipita, una bella adolescente escupe una flema del tamaño de una nuez dirección a una de las ventanas abiertas, quedando ingrávida a medio trayecto y bañada por la luz del día confiriéndole el aspecto del más exótico de los diamantes. Hay un adulto cerca de la puerta de entrada, que...


No me pregunto en ningún momento a qué se debe la desnudez de los oyentes ni el porqué de la detención del tiempo. Sino que me esfuerzo en recordar, sin conseguirlo, qué arengué a toda esa turba de estatuas humanas para que estuvieran haciendo cualquier otra cosa menos escucharme. De pronto, a la izquierda y en el punto más alejado desde donde estoy, percibo un movimiento: es una niña de unos seis años que se acerca a mí a la pata coja como si apenas hubiera gravedad; a veces con la izquierda y otras con la derecha, como si lo hiciera en una secuencia lógica sobre las casillas de un diagrama imaginario que solo ella ve. Tiene el cabello muy largo y rubio como el trigo, sujeto con una diadema elástica que hace que caiga tras su espalda más allá de los hombros como una cascada, alterando su uniformidad a cada salto. Lleva una blusa de algodón de manga corta, por la que asoman unos bracitos que semiflexiona para aguantar el equilibrio. Sobre la blusa, luce un sencillo vestido a media pierna de un azul eléctrico, que ondea como una suave brisa a cada movimiento. Sus pequeños pies, vestidos con calcetines de seda, calzan unos lustrosos mocasines de charol de un brillo tal, que el sol parece estar atrapado en ellos.


Izquierda, izquierda, derecha, derecha y alto. Derecha, derecha, izquierda, izquierda y alto. Y de ese modo, sorteando personas desnudas con su propio espacio-tiempo congelado, llega a mi encuentro. Alto: la niña está a medio metro de mí. Su semblante es serio, casi solemne, y me mira desde abajo con sus grandes ojos verdes durante un minuto. Gradualmente, con lentitud, la comisura de sus labios empieza a curvarse hasta que su cara se inunda en una gran sonrisa. Trascurren unos dos o tres minutos en los que no aparta su mirada de la perpleja y expectante de la mía, hasta que, con una vocecita dulce y llena de aplomo, sentencia: "Un buen discurso, capullo". Y acto seguido, da un saltito dándome la espalda y se aleja de idéntica forma a como se acercó. Para cuando reaccioné y quise preguntarle sobre el discurso, no pude más que despertar.




Tags: Sueñooníricodormir
Publicado Por Cabronidas 

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