sábado, 12 de abril de 2014

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

VIERNES, 11 DE ABRIL DE 2014

Jariguay



Tengo entendido que Marcel Proust dio con la clave de su destino literario -y por tanto personal- cuando mojó un bollo en el té humeante de su taza durmiente. El aroma y el sabor  le llevaron en volandas hacia la creación de una de las obras capitales de la literatura occidental, inaugurando además una técnica narrativa que  utilizarían profusamente los autores posteriores.

Este quizá sea uno de los inicios más sosos y comunes que yo haya sido capaz de escribir, pero no me ha quedado más remedio; necesitaba hacerlo así para situar un poco mis dudas. Y es que de la misma manera que nadie conoce la naturaleza real del bicho en el que aquella mañana aciaga Joseph K. se transforma, pocos saben a ciencia cierta si lo que mojaba el narrador  de “Por el camino de Swan” en el té de su burguesa infancia apacible era, literal y concretamente,  una magdalena, un bollo o un sucedáneo de ambos horneado a la manera de Combray.

La cosa es que mientras Proust se devanaba los sesos intentando hallar un motivo que espolease su potencia creativa y le revelase el objetivo de su vocación y de su talento, el aroma del té y el sabor del dulce actuaron  de estímulo definitivo, de chispa creativa que desencadenó la escritura de una obra monumental compuesta por siete libros que desde hoy mismo me propongo leer, uno tras otro, pacientemente, que ya va siendo hora. 

Siempre he pensado que ese famoso pastelito  liberador, capaz de explosionar la memoria de toda una vida y desencadenar las evocaciones  del autor alumbrando un narrador eterno, y que ha sido capaz de engendrar una obra tan universalmente  influyente,  es muy parecido a la agonía de los hombres: ese momento de lucidez íntima, previo al último suspiro, en el que aparecen mágicamente, diáfanos, con una luminosidad asombrosa, los recuerdos y las vivencias esenciales que han forjado nuestra existencia. 

Los escritores frustrados como yo, vírgenes editoriales (electrónicos y celulósicos),  quienes muy probablemente mantendremos la castidad y  la pureza  hasta el último día de nuestras vidas, buscamos con verdaderas ansias, angustia  y  obsesión nuestra primera vez, nuestro ‘momento magdalena’, bollo o lo que quiera que sea que provocase en Proust tamañas consecuencias; algún desencadenante en nuestra estéril sesera, instigador de la fiebre creadora que nos eleve a los altares del Parnaso póstumo o, sencilla y llanamente, a la estantería más alta de una librería. 

El otro día creí por fin se hacía justicia. Por un instante feliz y dichoso albergué la esperanza de que lo que me estaba  ocurriendo era, ni más ni menos, que una variante contemporánea de la celebérrima y deseada magdalena de Proust.

Comía opíparamente en mi masía de cabecera carne a la brasa, pan con tomate y all i oli  casero. Era viernes. Los viernes, si puedo, me regalo un premio: almuerzo como un señor y bebo como me gusta beber, como un plebeyo, en porrón. Siempre pido vino tinto de la tierra, a granel, del que tiñe los labios, refresca el gaznate y enciende la mente. Cuando el camarero lo deja sobre la mesa examino la anchura del orificio. Esto es sumamente importante porque para disfrutar plenamente  de cada trago es fundamental un escancie adecuado, precipitando el vino en parábola libre hacia la boca gracias al ángulo brazo-antebrazo, que no debe ser inferior a los 45 grados ni superior a los 90. Del mismo modo, el pitorro no debe ser ni demasiado ancho ni demasiado estrecho. Si veo que el diámetro del agujero es el correcto procedo a empuñar el tubo decantador, lo levanto, lo inclino y entonces, cuando el líquido se precipita hacia mi boca, lo que realmente me gusta hacer es alargar y acortar a mi antojo el chorro púrpura  y dejar que vaya cayendo, un poco directamente dentro de mi boca, y otro poco sobre la comisura del labio superior, para que después se vaya deslizando hacia la lengua y goce al mismo tiempo del aroma y del sabor. Esta técnica tan depurada es muy arriesgada para los legos y también para los cobardes, que beben en vaso por no aventurarse a  una mancha. Yo jamás me mancho. Llegar al virtuosismo del que alardeo me ha costado muchas heridas en la pechera. Riesgo y audacia, éstos son los tres requisitos, pero sobre todo, una vocación temprana hacia las tabernas.

Creo que la primera vez que bebí en porrón tendría unos 11 años. Un tío mío nos llevaba a mí,  a mi hermano y a mis primos  a una tasca después de ayudarle (o de molestarle) a acarrear el forraje que comían sus vacas durante los veranos que pasábamos en el pueblo. Él pedía cerveza y para nosotros un porrón colectivo de jariguay, un refresco carbónico de naranja, barato barato, que no llegaba a la categoría de una Fanta pero con pretensiones de Mirinda. Durante los meses de julio y agosto de aquel año tomé tanto jariguay en porrón que me convertí en un virtuoso precoz del comprometido arte del chorro controlado. 

Una de los grandes placeres del porrón consiste en ver precipitarse el morapio desde el pitón mientras uno bebe. Esta costumbre, además, es muy útil, porque permite concentrar toda la atención. Sin embargo, hace unos días -no sé bien por qué motivo- olvidé por un momento el vino y alcé la mirada más allá, hacia el cielo, hacia  la boca decantadora, hacia  la abertura de la empuñadura por donde se llena el recipiente y entonces, durante unos segundos, mientras tragaba tinto, me llegaba en tropel el olor de la alfalfa recién segada;  aromas a bodega,  jamón y cecina curada al pimentón; fragancias evocadas de animal impregnadas en el sudor de la ropa; efluvios de tabaco negro, calor de alquitrán,  risas de críos y voces de hombres, tintineo de esquilas, tufo a boñiga, monedas estallando sobre el  mostrador, bromas procaces y un cansancio extraño,  reconfortante y agotador, que arrastrábamos durante todo el día pero que no nos impedía salir de casa nada más comer para caminar campos adentro, buscar nidos, lanzar piedras, trepar rocas, refugiarnos en nuestra cabaña de palos y fumarnos unos Jean a escondidas. 

Pensé que había llegado mi momento. Dejé el porrón sobre la mesa y esperé. Sin embargo, más allá de unas pocas sensaciones, no parecía que fuese a ocurrir nada extraordinario. Solamente se me ocurrió una estupidez, algo así como  que un porrón es la vida misma, lleno de jariguay en la infancia, de cerveza en la adolescencia, y de vino en la madurez. Terminé de comer, tomé café, y con el whisky concluí que casi lo mejor es desistir, seguir virgen, puro, ignorante y torpe en el deseo. Hay que ser muy francés para morir con un bollo, hay que beber demasiado para morir.

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