domingo, 10 de noviembre de 2013

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

MIÉRCOLES, 6 DE NOVIEMBRE DE 2013

John Reed en la noche de difuntos



Esta es una entrada revolucionaria. Quien no esté preparado para leer durante 7  largos minutos una serie de pesadas y arduas reflexiones contranatura, que actúe de manera radical y lo deje ahora, o cuando guste, igual que siempre. 

Lo primero que voy a hacer es declarar  sin solemnidades, pero con rotundidad,  que a partir de este momento quedan abolidas todas las leyes de la alteridad. Nada, o bien poca cosa de lo que aquí voy a explicar, tiene que ver con la mentalidad social, el contexto socioeconómico, y la coyuntura geopolítica del momento en que se escribió un libro cuya lectura me ha  estremecido, me ha perturbado y me ha producido tal tormenta de ideas, esperanzas,  dudas y contradicciones que me resulta del todo imposible mirar a cualquier lugar o escuchar cualquier conversación  sin relacionarlos con lo que he leído, con las ideas que desde hace años albergo, con la realidad que vivo, con la me gustaría vivir y con el futuro que yo sueño para la humanidad. 

Y todo por leer sin sentido crítico, por leer desde mi presente, con la mentalidad de mis coetáneos, como si en realidad no leyese,  como si en verdad estuviese ahora -exactamente ahora- en los mismos lugares y en los mismos momentos en los que estuvo John Reed, manteniendo las mismas conversaciones con los mismos personajes históricos, transcritas  a vuela pluma, día a día;  redactando febril y fielmente, desde la objetividad profesional  de un periodista  comunista, los fascinantes  sucesos que asombraron al mundo, que cambiaron para siempre la historia,  ocurridos en Rusia entre el 22 de octubre  y  el 18 de noviembre de 1917. Justo tal que ahora, por estas fechas, en las que aquí como  en Rusia  hemos andado todos la mar de atareados con los disfraces de Halloween.  

Porque en la madrugada del pasado 1 de noviembre  llamaron a casa, y después de dejar el libro sobre la mesa y  abrir la puerta, me vi  preguntando con simpatía impostada a cinco rostros verdosos, gomosos,  de muecas delirantes, que qué era eso de truco o trato,  mientras  los bolcheviques se preparaban para asestar al antiguo régimen y a los burgueses capitalistas el golpe de gracia con el que barrerlos para siempre de la historia, igual que una escoba se deshace del polvo, igual que yo me deshice de los niños, con 40 céntimos y un portazo. 

Diez días que estremecieron al mundo” es un de los libros más fascinantes que haya leído en mucho tiempo. Es, y al mismo tiempo no es, un libro de historia, una crónica periodística o  una apología. Es, y al mismo tiempo no es, un pedazo de la vida de alguien, el relato esperanzado, riguroso,  brillante ,y por momentos trepidante,  con que se expresa la  consciencia del autor al  saberse testigo de excepción de la historia en el momento en que ocurre, de unos hechos que transformaron el mundo y que por primera vez en la existencia de la humanidad -por primera vez desde que el hombre es hombre- propiciaron que los pobres y los desheredados, los hombres y mujeres que nunca tuvieron nada,  aplastasen a los poderosos para emanciparse y hacerse con las riendas de sus destinos. 

Esto, dicho así, de corrido, es posible que parezca la típica frase que se redacta al calor de las letras cuando todavía arden. Pero puedo asegurar que la lectura de la  obra del  estadounidense John Reed -a quien encarnó Warren Beatty en el extraordinario  largometraje ‘Reds’- no solamente me ha transportado como una máquina del tiempo a un momento de la historia insólito; no solamente me ha sacudido como sacude el jornalero la vara contra el olivo, sino que ha abierto una brecha en mi cráneo, encanecido y endurecido por los años, bajo el  que descansaban plácidamente algunas certezas sobre mí mismo, sobre mi pensamiento al respecto de mi propia  condición social, mi propio  punto de vista hacia lo que ocurre hoy, cada día, en cada momento de este desconcertante presente que vivimos.

Nunca se lo he dicho a mi confesor, porque me no me lo iba a perdonar, pero desde hace ya mucho tiempo que me considero un trabajador. Quiero decir que, independientemente de mi cuenta corriente, de mis posesiones  materiales, o de si el camping en el que paso las vacaciones es de primera especial,  no voy por ahí diciendo que soy de clase media; ni siquiera clase media-baja. Yo soy de clase trabajadora. En algunas discusiones con amigos o compañeros, si viene al caso, incluso hago ostentación de ello y me siento un Moisés  recién revelado cuando alzo la voz, dispongo el más grave de mis gestos y exclamo ante su pasmo “¡Digáis lo que digáis, yo soy un trabajador; yo tengo conciencia de serlo, y si tú y tú y tú pensaseis lo mismo, otro gallo nos cantaría!” 

Y en verdad lo soy. Sin embargo ¿Que estaría dispuesto a hacer, o a perder,  para que mis derechos se respeten? ¿Otros trabajadores en peores condiciones que las mías me considerarán su hermano; me verían dentro de su misma clase social. ¿Qué sacrificaría, contra quien lucharía, a quién o cuántos hombres mataría,  cuánto dolor estaría dispuesto a soportar y a infligir  por ver amanecer un mundo en el que mi clase aplastase a los explotadores, corruptos, y poderosos para gobernar mi destino sin temor a que nada ni nadie volviese nunca más a oprimir, engañar y esclavizar a los más débiles.? 

Si uno es más o menos condescendiente consigo mismo y lee “Diez días que estremecieron al mundo”  como quien lee un sencillo libro de historia, la primera de las tres preguntas anteriores se puede contestar con cierta comodidad, sobre todo si  tiene un puesto de trabajo con el que ganarse la vida. Con el mismo tipo de lectura -una lectura pasiva, intelectual, desde la distancia, utilizando la alteridad para comprender los hechos en su justa medida- la respuesta a las dos siguientes no tiene sentido, porque esos interrogantes no surgirían. Pero ¡ay! del insensato que se deje atrapar por el libro de Reed;  ¡ay! del pobre infeliz que imagine a los bolcheviques en procesión por las calles de su ciudad, banderas al viento, cantando La Marsellesa y La Internacional; ¡ay! de aquel  que, con una mínima conciencia de lo que ocurre hoy día, pierda el norte leyendo el libro  y  pretenda posar su existencia en  noviembre del 17 en el mismo  lugar donde pisó  cualquier ciudadano de San Petersburgo. ¡Ay! de aquel que frunza el ceño y amague con ponerse en pie, cuando lea los discursos apasionados de Lenin, y de Trostsky, imitando con su gesto el ademán más conocido de los dos líderes soviéticos... Ese pobre infeliz, insensato, y para algunos,  estúpido lector, soy yo. 

Yo he estado junto a John Reed en el Smolny, asistiendo a los apasionados debates estratégicos del Comité de Comisarios del pueblo recién constituido. Yo he estado junto a John Reed en la plaza del Palacio de Invierno, viendo cómo la masa proletaria armada  lo asaltaba. Yo he caminado por los pasillos de ese palacio, esquivando a decenas y decenas de representantes de los soviets que dormían en el suelo, rendidos, después de tres días de intensos debates ininterrumpidos. (Cuando escuchaban al orador “no se movían, dirigían sobre él una mirada de fijeza casi aterradora, las cejas fruncidas por el esfuerzo de pensar, su frente perlada de sudor, gigantes con los ojos inocentes y claros de niños y rostros de guerreros de epopeya”).  Yo he visto escribir los originales de los mil manifiestos que se publicaron en las decenas de periódicos que cada partido publicaba. Yo he sufrido junto a John Reed los rigores de “el frente helado, donde los miserables ejércitos padecían hambre y morían sin entusiasmo […] pálidos, descalzos, los hombres se consumían sobre el lodo eterno de las trincheras. Enderezándose a nuestro lado, los rostros contraídos, la piel azulada por el frío asomando por entre los desgarrones de la ropa, nos preguntaron ávidamente ¿Han traído ustedes alguna cosa que leer?”.  Yo me he manifestado en las calles, he asistido a pie de  trincheras a los combates decisivos y , sobre todo, yo he sido testigo de una audacia y una determinación que difícilmente pueda volver a repetirse en ninguna otra etapa de la historia, surgidas de una fe ciega en la victoria, de una inteligencia inaudita, el arma con la que reconocer las circunstancias  para utilizarlas de la manera más eficaz,  con el fin de  hacerse con la complicidad de los dubitativos  y  aniquilar  al enemigo.  “Así fue, entre el estruendo de la artillería, en la oscuridad, en medio de odios, del temor y de la audacia más temeraria cómo nació la nueva Rusia”, así fue cómo se cambió  la historia para siempre.

Para cambiar la historia, los bolcheviques se pasaron por el forro la  hoy sacrosanta democracia representativa y tomaron para el pueblo  lo que era suyo, el poder, y así  pudieron legislar según sus necesidades, las necesidades de los más desfavorecidos.  En función de este hecho y de la actualidad, al cerrar el libro de Reed me asediaba una tormenta de preguntas que para muchos, seguramente, son sencillamente ridículas,  de una ingenuidad chistosa, o siendo benevolentes, pasadas de moda y de respuesta más que obvia. Yo no estoy tan seguro. De hecho no estoy seguro de casi nada, por eso me pregunto ¿En el actual contexto socioeconómico, con 6 millones de parados, 2 millones de niños desnutridos,  y las grandes fortunas en auge, no hay ninguna organización política de izquierdas en España capaz de  movilizar a sus militantes para organizar al pueblo y como mínimo poner aprietos al corrupto capitalismo institucionalizado?. ¿No sería IU,  el Partido Comunista de España, sus partidos federados y los sindicatos obreros, los candidatos mejor posicionados para ponerse en la vanguardia del descontento, del sufrimiento y de la necesidad que padecen millones de personas? ¿Ha renunciado la izquierda española a luchar contra el capitalismo? ¿Qué haría yo, cómo actuaría yo  si se diese respuesta positiva a las dos preguntas anteriores? ¿Hay alguien en España  que cuestione seriamente, en su totalidad, el capitalismo? ¿Hay alguien en España que piense que el capitalismo y quienes lo promueven y lo gozan son la única causa de esta situación? ¿Ha nacido en algún lugar alguien parecido a Lenin? Si es así, ¿Cuántos años tiene ahora?. Ojalá sea un poco mayor que los niños con máscaras de  monstruo a los que despaché después de dejarles hablar, con mi mejor sonrisa, tiernamente,  utilizando buenas palabras, regalándoles un par de caramelos y  40 céntimos,  para  que no volviesen a llamar a la puerta reclamando lo que consideraban que  era suyo en la última noche de difuntos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...