sábado, 30 de noviembre de 2013

NEORRABIOSO

sábado, 30 de noviembre de 2013

Los pelícanos


Adónde pelícanos ibas con una mujer girasola
que tenía portaaviones de pájaros en la cabeza,
tú que te acercas sin documentos ni ascensores 
a las verjas electrificadas de los cuarenta años,

tú que sigues cultivando en macetas diagonales
las mismos nilos y las mismas calas enfermas,
adónde pelícanos ibas, qué pasó por tu cráneo
de afónica cilindrada e ignorancia sin lagunas,

cuántos errores de cepa tierna y globo de helio
crearás de nuevo y de nuevo lucirás orgulloso,
cuántas veces caerás y recaerás en tus jaguares
de algodón adolescente, cuántos crisantemos

llevarás al nicho de los amores descuartizados
si no rectificas, si no abandonas para siempre
a tus pelícanos y no metes, dejas ya de meter
tus torpes dedos en los interruptores del viento.

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TROYA LITERARIA (602): Dalí contra Breton y los surrealistas


[Breton y yo] nos habíamos conocido en 1928, presentados por Miró, durante nuestra segunda estancia en París.

Inmediatamente, lo miré como a un nuevo padre. Pensé entonces que se me ofrecía algo así como un segundo nacimiento. El grupo surrealista era, para mí, una especie de placenta nutricia y creía en el surrealismo como en las tablas de la ley. Asimilé con un apetito increíble e insaciable toda la letra y todo el espíritu del movimiento, que, por otra parte, se correspondía exactamente a mi íntima manera de ser y que yo encarnaba con la mayor naturalidad. En verdad, la mascarada de ese proceso era tanto más paradójica cuanto que, sin duda, yo era el más surrealista del grupo -el único, quizá- y sin embargo, me acusaban de serlo demasiado. Unos clérigos, prisioneros de la escolástica, intentando refutar a un santo... ¡Historia tan vieja como las religiones!

Lo que Breton no me perdonaba, en primer lugar, era haberle aplastado ya de entrada: mi forma de distribuir los billetes a los chóferes de los taxis sin esperar el cambio -porque yo no sabía nunca la propina que exactamente debía darse-, el desatar la risa con mis astracanadas, romper los más serios discursos con chistes enormes, provocar verdaderas alucinaciones con mis dichos y mi comportamiento, minar su autoridad; toda mi actitud era contraria a sus reflejos de hombre ordenado, meticuloso, contable hasta de sus humores, pues aunque pregonara el delirio y la libertad, Breton era, ante todo, razonador y burgués.

Nuestro primer choque tuvo lugar a propósito de mi pintura Juego lúgubre. Se veía a un hombre de espaldas cuyos calzoncillos dejaban filtrar unos excrementos perfectamente moldeados. Gala, cuando me preguntó si yo era cropófago, no hizo sino traducir el estado de espíritu del grupo. La verdad, ya se sabe, era que yo debía obedecer necesariamente a mis impulsos inconscientes para liberarme de mis terrores, pero para Breton esta explicación era insuficiente. Declaró que había quedado realmente perplejo ante aquella imagen y me exigió que afirmara que ese detalle escatológico era un falso pretexto. Yo me reí, y le dije que la mierda trae felicidad y que su aparición en su obra surrealista era un signo de un valor nuevo para todo el movimiento. Además, la literatura antigua es rica en alusiones a los excrementos, desde la gallina de los huevos de oro al divino cólico de Danae. Pero desde aquel día comprendí que me encontraba frente a revolucionarios hechos de papel higiénico, acogotados por los prejuicios pequeño-burgueses y a los cuales los arquetipos de la moral clásica habían sellado con unas marcas indelebles. La mierda les daba miedo. La mierda y el ano. Sin embargo, ¡qué cosa más humana y más necesaria para trascender! Desde aquel instante, decidí obsesionarlos con lo que ellos más temían. Y cuando inventé los objetos surrealistas, tuve el íntimo y profundo regocijo, mientras los amigos se extasiaban ante su funcionamiento, de decirme que esos objetos reproducían muy exactamente las contracciones de un culo en acción y que lo que ellos admiraban era su propio miedo.

Al comienzo de mis relaciones con el grupo había deseado servirme de él como trampolín, pero pronto comprendí lo limitado de sus dogmas. Vacilé un momento ante la idea de tomar el mando, pero la perspectiva de batirme para ser cola de sardina cuando podía ser cola de león no iba conmigo. Me contenté con provocar algunas trifulcas en el Café du Commerce, donde se celebraban las sesiones de la revolución surrealista.

Era justamente lo que Breton me reprochaba ahora con la vehemencia de un Savonarola. Aproveché para descalzarme de nuevo, quitarme el abrigo, mi chaqueta y mi tercer jersey. Tenía fiebre y permanecí sin chaqueta ni abrigo, solamente volví a calzarme mis zapatos. Resoplé un poco con el termómetro en la boca, cosa que provocó un nuevo estallido de risas.

Cuando digo que los surrealistas compartían todos los tabúes pequeño-burgueses, lo demuestro: hablaban del sexo en forma simbólica y ni siquiera los padres de la Iglesia hubieran censurado sus discursos. La mayor audacia de Argon fue haber escrito Le con d´Irène, una obra erótica laboriosa pero dentro del espíritu del grupo; ni la sodomización ni los fantasmas anales se cotizaban en su bolsa amorosa, como tampoco la pederastia ni el misticismo. Me asombré mucho al constatar que Breton imponía una verdadera jerarquía de valores en relación a los sueños. Estaba estrictamente prohibida cualquier alusión onírica. Lo consideraban de mala educación y peor gusto. Desgraciado también aquel que no respetara el código de la fidelidad amorosa: ¡soplarle la mujer a un amigo o hasta engañarle con su amante! Con el deseo y la lujuria tampoco se bromeaba. La libertad estaba reservada a las grandes aventuras teóricas y platónicas.


SALVADOR DALÍ, Confesiones inconfesables, recogidas por André Parinaud, Bruguera, Barcelona, 1975, págs. 165-167, traducción de Ramón Hervás Marco
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