lunes, 28 de octubre de 2013

NEORRABIOSO

lunes, 28 de octubre de 2013

EGOLATRÍAS (1): Giovanni Papini



Comenzaba a lograr todo esto y sentía que no me bastaba, que no me habría bastado jamás. ¿Qué me importaba ser o llegar a ser un filósofo "brillante", un escritor "muy conocido en el mundo literario", un fabricante y vendedor más o menos afortunado de palabras y pensamientos? ¿Dónde iba a acabar? Poco se requería para saberlo. Aun mirando adelante con toda la locura permitida a los mediocres, sólo veía esto: mis obras impresas en Tréveris, profesor de la universidad, académico, y finalmente, siendo ya un viejo decrépito y alelado, conseguir el premio Nobel.

¡Y nada más! Yo sentía haber nacido para otras cosas, anhelar otros fines. No era ambición, no era vanidad, sino soberbia, soberbia del mejor estilo, soberbia diabólica, soberbia divina. Quería ser verdaderamente grande, épico, inconmensurable; quería lograr algo gigantesco, inaudito, que cambiase la faz de la tierra y el corazón de los hombres.

Si no, prefería la nada. Prefería pudrirme en el ocio cretino del funcionario o embrutecerme en cualquier trabajo manual, o, solución ideal, ahogar mis sueños fallidos y el peso de mi cuerpo en las aguas amarillentas del Arno.

Necesidad antigua y continua de ser jefe, guía, centro, pero especialmente inquietante en aquel tiempo de subidas y de deseos animosos. Lo confieso: no me importaba gran cosa el porqué, sino que los ojos de todo el mundo estuvieran clavados en mí -¡al menos un momento!- y que los labios de todos repitieran mi nombre.

Fundador de una escuela, iniciador de una secta, profeta de una religión, descubridor de teorías y de admirables ingenios, capitán de un nuevo partido, redentor de almas, autor de un libro de cien ediciones, maestro de un cenáculo: cualquier cosa, pero siempre el primero, el más célebre, el más grande en algo.

Ser uno de aquellos que dan el nombre a una idea, a una multitud de hombres; que revelan una verdad nueva, imprevista, valiente; de aquellos que todo el mundo debe conocer y juzgar; a quien se debe un capítulo, un párrafo en las historias, y que poseen su propio dominio, su campo aparte, su bandera reconocida.

No me importaba el porqué, no me importaba el cómo; pero no quería permanecer aparte, en segunda o tercera fila, entre las personas sencillamente interesantes, sencillamente curiosas y cultas e inteligentes. Incluso una necedad, incluso una locura; ser el inventor de esta necedad, el héroe de esta locura.

[...] Quería actuar pero no actuar humanamente, como los demás, como todo el mundo. Había que obrar de otro modo y nadie no la advertía. Vivir, sí, pero no la vida monótona y habitual de siempre. Actuar, sí, pero no por motivos trasnochados. Mi paso por la tierra debía dejar una huella más profunda que una revolución o un cataclismo. Quería, en suma, que comenzara conmigo, por obra mía, una nueva época de la historia de los hombres.

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GIOVANNI PAPINI, Un hombre acabado, Argos Vergara, Barcelona, 1977, págs. 126, 127 y 130
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TROYA LITERARIA (589): Umbral contra Sampedro


Don José Luis Sampedro, segundo por la izquierda, es un economista superado y un escritor aficionado. Es, ante todo, un hombre que tiene un problema con su barba: dejársela o no dejársela. Las crisis de barba son siempre crisis de personalidad. El que se la deja y no se la deja, el que se la pone y se la quita, como si fuera postiza, es que no está contento consigo mismo. En la foto, Sampedro aparece rasurado. Pero ha tenido épocas de larga barba ojival que, pese a sus esfuerzos, no conseguía recordar a Valle-Inclán: era como un fax de Valle, con un brazo de más y sin sentido en la prosa, o con una prosa sin sentido. Me ganó ampliamente el cuponazo de la Academia porque era el candidato de la Moncloa.


FRANCISCO UMBRAL, Crónica de esa guapa gente, Planeta, Barcelona, 1991, págs. 93 y 95
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