jueves, 11 de julio de 2013

RAFAEL REIG. ESCRITOR. DE SU BLOG.


Manuel Fernández Cuesta

No se puede decir nada.
O como el arcipreste: ¡Ay muerte, muerta seas!
Así estamos todos, sin palabras. Tantos queríamos tanto a Manuel: hoy nos hemos llamado, como nos cogeríamos de la mano después de un temblor de tierra.
Como decía Unamuno, la muerte no es ni justa ni injusta; sólo la vida de algunas personas, muy pocas, hace que su muerte sea una injusticia. La muerte de Manuel es una injusticia.
Le conocí hace años, me lo presentó Carmen de Eusebio, y Manuel me invitó a comer una fabada para convencerme de que escribiera un libro que me publicó tiempo después: Manual de literatura para caníbales.
Me convenció, porque Manuel siempre ha tenido autoridad moral sobre mí.
A veces, años después, cuando éramos ya muy amigos, me decía: eso no lo puedes hacer. ¿Por qué? Porque no se debe hacer eso, me decía, y tú lo sabes. Siempre le hacía caso, porque, estando de acuerdo en el objetivo estratégico, Manuel (como buen leninista) conocía mucho mejor las complejidades tácticas.
El libro lo preparamos los dos en la terraza del Cabreira, en la plaza del Dos de Mayo, durante largas tardes inolvidables.
Manuel era una de las personas más cordiales que he conocido. tenía esa “abundantia cordis“, la abundancia del corazón de la que, en él, no sólo hablaba la boca, sino también su inteligencia y su voluntad.
A Manuel, a quien llamábamos Comandante, le quería mucho.  Éramos muchos los que le queríamos mucho.
Hoy no tengo ganas de evocar a Manuel.  Sólo de tomarme una copa y cerrar los ojos.
Ahora quiero recordarle así:


Estamos en La Habana, en el año 2008. Manuel Fernández Cuesta es el primero por la izquierda.
A su lado, compartiendo alegría: Begoña Huertas, Eduardo Vilas, Violeta y yo, y Miguel Roig.
Los mismos que ahora estamos cogidos de la mano, como después de un temblor de tierra, muy solos y sin saber qué decir.
¡Ay muerte, muerta seas!

Librerías

Mi amigo Eduardo Gómez de Enterría, el librero de Cercedilla, está de viaje y nos ha dejado que nos ocupemos un poco del negocio.
Pocos lugares habrá tan acogedores como una librería y pocos trabajos tan agradables.
Claro que no se hace dinero, como sabe todo el mundo, pero se está tan a gusto que pretender además ganar dinero sería avaricia, ¿no te parece?
Violeta y yo, impecables, desprendidos sin remedio, nos hemos puesto a pensar en hacernos libreros, como Eduardo.
Por mi parte no sería más que la aplicación del consejo de Samuel Beckett: fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Tras arruinarme como novelista, como escritor de artículos y hasta como corrector de pruebas (lo fui de joven), ya sólo me queda intentar arruinarme como librero y como editor. Convertirme en el tipo que ha pinchado en hueso en todos los eslabones de eso que llaman “la cadena del libro”.
He aquí lo que llaman “un proyecto vital”.
En ello estamos.
Tal que así nos encontró el otro día nuestro amigo Ricardo Gómez, tan tranquilos tras el mostrador:


Aunque, por supuesto, nos bastó oír el clic de la cámara para adoptar una rigidez cadavérica:


Por eso hay que preguntarse siempre cómo será uno cuando nadie le ve.

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