miércoles, 17 de julio de 2013

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI. ESCRITOR.

MIÉRCOLES, 17 DE JULIO DE 2013

Poética de la mentira



En la memoria habitan en armoniosa vecindad la verdad y la mentira, lo real y lo falso, los recuerdos y la imaginación. Se pasan la sal, se piden un huevo y de vez en cuando quedan para tomar café y poner a caldo a quien se les antoja. Son así de caprichosas, de frívolos y  despreocupadas. Por eso se llevan tan bien. Forman, entre todos, una comunidad ejemplar. Viven y dejan vivir. Ni las más recalcitrantes comunidades hippies experimentaron tal nivel de tolerancia recíproca, amor fraterno, sexo sin fronteras, libertad y cooperación colectiva en aras del individuo. 

Ahí tenemos a nuestro presidente, más mentiroso que el alma de judas. Sin embargo, luce el aspecto más creíble de sinceridad seria y responsable que nadie,  en ningún lugar del mundo, podría ofrecer. Este hijo de la gran puta es capaz de presentarse delante de un micrófono, ante toda la opinión pública, y esbozando el semblante más serio que jamás se haya visto, decir con la naturalidad propia de un hombre de Estado, igual que un Churchill declarando la guerra a Hitler, que los mensajes de ánimo  que le envió a Bárcenas demuestran que nunca cedió ante chantaje alguno.  

Después Mariano baja del atril y mientras camina erguido, digno, reflexivo  hacia las cortinas que le harán desaparecer de nuevo durante días,  piensa “que les den a todos por el culo”.

Ya  en la Moncloa, en la intimidad del hogar, se dispone a disfrutar de ese momento que todo hombre se merece después de una dura jornada. Se sirve él mismo un brandy en semejante  copa globo, se sienta en el sofá  a ver el Tour y mientras observa cómo Froom se come a Contador, teclea con sus pulgares de pajillero precoz  el penúltimo sms diciendo: “Luis, sé fuerte, un añito pasa rápido. La bolsa está a buen recaudo. Te envío unos cigarrillos”. 

La cuestión es que yo quería elucubrar sobre la memoria. Sobre  cómo los recuerdos se convierten, con el paso del tiempo, en pura fantasía, en complejos y elaboradísimos artefactos narrativosproducto de una curiosa capacidad  innata que todos atesoramos y que nos posibilita mentir como bellacos al respecto de nosotros mismos y de  los demás, al respecto de  todo lo que existía en el lugar y el momento, de manera que al evocar o recordar, lo que en realidad estamos  haciendo  es ejercitar la mentira, ficcionar y reconstruir unos hechos en función de nuestros intereses presentes.  

Lo divertido de la cosa es que el presente desde el que reinterpretamos el pretérito a menudo también se desentiende de lo verdadero, porque a la hora de observar la realidad,  o bien no somos sinceros con nosotros mismos, o bien nos escondemos en el caparazón, como las tortugas, que saben que algo sucede allí afuera, pero se niegan a comprobarlo por sí mismas. Así es que, tal y como me enseñó un profesor de matemáticas, menos por menos es igual a más. Más de todo. Más mentira, más imaginación, más falsedad, más diversión, más literatura, más mierda, más pobres, más cínicos, más cobardes ¿Más libres? 'Libertad para qué'. Si no recuerdo mal, eso lo dije yo mismo poco después de asaltar el Palacio de Invierno.

MARTES, 9 DE JULIO DE 2013

Morir dos veces



El lugar donde nací y me crié está atrapado entre montañas viejas, carreteras, líneas de ferrocarril, ríos tóxicos  y fábricas. Tenía calle Mayor, campo de fútbol,  iglesia de hormigón, y dos cines: el cine Nuevo y el cine Viejo. Las fábricas ahora se han multiplicado, son más pequeñas, están dispuestas en naves alineadas en polígonos industriales, a la vera de la riera,  y se construyeron durante el tiempo  de la reconversión industrial sobre tierras  que fueron huertos. Aquellos años,  Felipe González  cambió el tejido industrial del país a base de dinero europeo, despidos y jubilaciones anticipadas hasta que cumplió con la promesa de hacer de España  una completa desconocida para  la madre que la parió. 

Antes del desmantelamiento de toda una época, en el lugar donde yo nací  había cinco grandes fábricas dentro de la ciudad en las que trabajaba casi todo el mundo. Todos vivíamos a expensas de los sonidos de las sirenas, que marcaban los turnos de entrada y salida. Entonces  las calles olían a cemento, disolvente y taladrina y los monos azules ondeaban tendidos en los alambres de los balcones de los bloques de pisos esparcidos aquí y allá alrededor del centro. La fábrica estaba tan presente en la cotidianidad  y en el aire que respirábamos que en algunos casos incluso la marca de la empresa bautizaba con su mismo nombre el barrio donde estaba ubicada y en su área de influencia el aroma ambiental  era exclusivo y endémico.

Por eso las huelgas de los años setenta se vivieron con gran intensidad. Estaban lideradas por auténticos valientes, héroes audaces, íntegros, que defendían lo suyo, lo de su familia y lo de todos, aunque al final quienes rentabilizasen los resultados fueron otros, aquellos que finalmente idearon y ejecutaron la ínclita reconversión. 

En casa, delante de mí y de mis hermanos, nunca se hablaba de eso. Yo nunca le oí a mi papá decir las palabras lucha, comunista, sindicatos, convenio, pero sí que supimos lo que era una huelga: negarse todos los trabajadores a la vez, al mismo tiempo, a trabajar como método de protesta porque les pagaban poco, porque estaban muchas horas dentro de la fábrica y porque querían negociar las condiciones de trabajo; también significaba que  dejaban de trabajar para conseguir que les pagasen más por trabajar menos horas, aunque las consecuencia mientras mantuviesen la huelga eran que  no cobrarían nada, de modo que mientras durase la huelga no podríamos comprar comida, ni ropa,  seríamos cada día  un poco más pobres y además papá podría ser despedido, quedarse sin trabajo para siempre e incluso ir a la cárcel. 


Aquella gran huelga en los estertores del franquismo se mantuvo durante tres meses, hasta que los trabajadores consiguieron la totalidad de las reivindicaciones y readmitieron a los cabecillas -a los que por supuesto habían despedido-y lo único que nos dijeron papá y mamá directamente sobre el asunto era que los sábados no podían darnos la paga semanal que nos servía para ir al cine. Delante de nosotros jamás nos dijeron nada y si sabíamos o imaginábamos algo era a través de conversaciones cazadas de manera subrepticia, casi clandestinamente entre tabiques de yeso y puertas entreabiertas. Quizá, por todo ello, ahora  pienso que de alguna manera yo aprendí lo que era luchar y jugársela, casi sin querer, solamente viviendo.

Después de aquellos sucesos  España se convirtió en un país normal, si por normalidad entendemos que murió Franco, que llegó la democracia, que por mucho que lo pedía no me querían vestir con pantalón largo  y que mi hermano y yo  empezamos a compartir tardes enteras de domingo en el cine,  aventuras excitantes que luego hacíamos realidad en tremendas luchas onomatopéyicas, hasta la muerte, con espadas de madera, sombreros de plástico, cuerdas de tender la ropa y los sillones desvencijados de casa a falta de los parapetos naturales que ofrecían  las montañas del Diablo o los árboles del bosque de Sherwood.  

Las mejores películas eran las que proyectaban en el cine Viejo. Además, era más barato que el cine Nuevo, enmoquetado de rojo con asientos de  fieltro verde, muy moderno, pero la entrada costaba 10 pesetas más y de las dos películas que  proyectaban, una de ellas no solía interesarnos, porque los protagonistas hablaban de cosas que no entendíamos, o porque todo el rato aparecían tipos bajitos y feos haciendo muecas muy poco graciosas detrás de señoras vestidas solamente con el  sujetador y las bragas. Por eso casi siempre íbamos al cine Viejo. Nos costaba 15 pelas, nos sobraba para comprar pipas y cromos al día siguiente y además -y no menos importante- podíamos poner los pies en el respaldo del asiento de delante, que eran de madera vieja.

El programa era de lo más completo: sesión continua desde las 4 de la tarde hasta las 9 de la noche, con dos películas, por lo general una del oeste con El Zorro, los hermanos Trinidad, un espagueti western,  y después una de Godzilla, King Kong, o cualquier otro monstruo colosal aplastaciudades.También eran habituales las de romanos, las de caballeros medievales de las cruzadas,  de ladrones buenos de prodigiosa puntería con el arco y las flechas, que dejaban siempre en ridículo a reyes malos con cara de lobo, abusadores de la plebe y usurpadores de tronos. Fumanchú, Fantomas y Louis de Funes nos hicieron pasar igualmente muy buenos ratos. 

El cine Viejo ofrecía, además, un valor añadido: la repetición de la cartelera, lo cual ya era el colmo de la felicidad, porque entonces sí que disfrutábamos la película de verdad: nos avanzábamos todo el tiempo a los acontecimientos y disfrutábamos con el privilegio de prever todas las escenas, de modo que sabíamos perfectamente el momento en que, por ejemplo, el gordo abría la mano y de un tremendo sopapo  derribaba al sheriff corrupto; o cuando iba a producirse la muerte de Godzilla fulminado por el estallido de un volcán, o  la llegada de la caballería, o de las legiones, o de las huestes de Ivanhoe, y entonces prorrumpíamos y saludábamos a los buenos cabalgando al galope  con una buena salva de aplausos,  vítores y manotazos en los asientos.

Al acabar la sesión mi hermano y yo pasábamos unos minutos en shock. Primero teníamos que  acomodar nuestra vista a la luz de la calle, ya fuese de las farolas o del atardecer. Después nos mirábamos y sin decirnos nada ya sabíamos uno y otro qué personaje queríamos interpretar. Cuando coincidíamos, se imponía  mi criterio, que para eso yo era el mayor, a no ser que mi hermano insistiese. En ese caso negociábamos y si me tocaba ser el malo le tendría que matar dos veces y después el bueno resucitaría en mi cuerpo, de manera que los dos, a menudo, acabábamos interpretando los dos papeles. De hecho, en el camino, antes de llegar a casa, ya empezábamos a actuar, apareciendo y desapareciendo entre las esquinas o los dinteles de los comercios y los portales con las manos enlazadas formando la silueta de una pistola. Al cruzar la puerta nos sometíamos al fastidio de la cena, un intermedio impostergable, pero después, antes de ir a dormir, atravesábamos el piso de Norte a Sur y de Este a Oeste unas cuantas veces, al galope, camuflándonos debajo de las camas, tras los armarios, o parapetados entre las sillas y el sofá  del comedor y luchábamos, moríamos y matábamos unas cuantas veces, hasta la extenuación, hasta que ya no nos quedaba saliva de tanto imitar el sonido de los disparos, el choque de las espadas o el golpe del puño en la cara; hasta  que mamá se hartaba y nos enviaba a la cama porque papá quería ver tranquilamente el parte. 


Entonces nosotros no lo sabíamos -  era una cuestión que nos importaba bien poco- pero si había algo que nos enseñaba el programa del cine Viejo es que en la vida había buenos y malos y que los buenos se la jugaban siempre para ganar a los malos, aun con riesgo para sus vidas que, por supuesto, nunca perdían, pero que tenían que poner en juego si querían conseguir que la justicia se alzase con la victoria. Porque si no era así el mundo dejaba de tener sentido. Incluso en el más exagerado  argumento de animales monstruosos asolando ciudades enteras, pobladas por miles de almas, (o no tan increíble, porque al fin y al cabo qué es, si no, un bombardeo)  acababa por  imponerse el bien, porque alguien decidía comprometerse y  actuar con valentía, audacia e inteligencia para restablecer la paz. 


La estrategia de la memoria es impredecible. De repente te llegan recuerdos como éstos, sin venir a cuento, sin tener ninguna relación  con  lo que uno piensa, con lo que nos inquieta. Y en qué va a estar uno  pensando  si no es en el presente, y en aguantar, y en contrastar día a día la integridad de nuestra situación, y en estirar y retractilar la cabeza como una tortuga, y en caminar despacio, muy despacio, mirando y comprobando con suma atención dónde ponemos los pies a cada paso. 

Han pasado cerca de 40 años desde los tiempos grises de la huelgas, de aquel  tiempo en que los derechos y la libertad se ganaban en la calle, y en la cárcel,  a riesgo seguro de la integridad física y económica; a riesgo, muchas veces, de la propia vida. Han pasado cerca de 40 años y  en mis recuerdos mis héroes todavía pisan el suelo de la casa donde nací, se revuelcan, luchan y agonizan sobre el terrazo resbaladizo, gritan con voz aguda soflamas de victoria, justicia y sacrificio, se intercambian los papeles, y siempre, siempre, el bien vence al mal,  aunque sé -ahora que asumo mi cobardía, ahora que incluso he renunciado a hacerme el valiente con la grandilocuencia de los gestos y de las grandes ideas en los bares, ahora que soy incapaz, siquiera, de participar en una manifestación- ahora sé  quién fue realmente  el único héroe que pisó  ese mismo suelo que todavía, de vez en cuando, transito de la manera más parecida a la de un pusilánime que camina hacia su destino.

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