viernes, 24 de mayo de 2013

UNO NORTE. SARCO LANGE.




- Dónde vas Sarco con esos ojos pintados, hijo de puta!
- Voy al cementerio mamá...
- Deja a los muertos tranquilos por Dios!
- Dile eso mismo a ellos...


En los años 90 hice del cementerio mi segundo hogar y mi primera y gran única patria. Antes de partir a pisar esos suelos sagrados me pintaba los ojos con el delineador negro de mi hermana, luego me echaba saliva en los dedos y me los restregaba, entonces quedaban como lágrimas funerarias y yo me sentía un poco más feliz.
Estaba gran parte del día, y las primeras sombras de la noche, paseando por las catacumbas del Cementerio Católico, sito en calle Valdivieso esquina Recoleta. Me llevaba en la mochila una botella de algo y un verde que era mi propia hechicería para hablar con los difuntos (recuerdo esa pared del lado norte en la que cierto día un camarada alucinado pintó un grafiti que versaba "los muertos no mueren, los mata el olvido". Si alguna vez tengo un hijo quiero llevarlo a ver esa declaración de principios frente al desastre póstumo de esta absurda desaparición).
Fueron días felices, en donde todos éramos una pieza fundamental en la maquinaria demente que luego nos arrebataría el porvenir. Pienso que desde ya, en ese tiempo, me estaba anticipando a nuestra futura muerte mi amor, asistía al monólogo vidente en el entierro vanidoso de dos almas a las que les faltó, quizás, algo de cuerpo y mucho de arrebato. Sólo que en ese minuto no lo sabía, no te sabía, pero en mi vida nunca ha existido el azar. Y como tal, nos condenamos sin habernos nunca tragado la mirada.
También recuerdo a esa mujer que limpiaba los maceteros de las tumbas, que barría los mausoleos, la que ayudaba a los deudos con los bidones de agua y de la que al final me hice su mejor amigo, la misma que una tarde me dijo ven por favor, ven Sarco, sígueme un minuto....y me llevó a una galería subterránea y se puso a gritar NIÑOOOS....NIIIIIÑOOOOOOOOOS....LOS VIENEN A VEEEERRRRRR!!!....Se llamaba Regina, la Loca del Católico.
Una vez te dije que mientras tú estabas recién aprendiendo a caminar, y aún te peinaba tu mamá, yo ya estaba escribiendo los borradores de los poemas que te iba a escribir más adelante, 20 años después. Pues bien, en mis correrías por el Católico también escribía poemas y eran los relativos a nuestro perecer, entre mares, vientos y amuletos. Primero escribí muchos en la sala bautismal que se generó en el sudor de habernos amado tanto. Luego el flash, el déja vù que nos azotó una tarde de marzo de un año del que prefiero no acordarme, y de nuevo para atrás, a nuestra cruel jubilación. Hoy me doy cuenta que esas visitas al camposanto de los años 90 eran el anticipo amargo de un velorio en que el amor se vistió de soledades y que, de pasada, también nos desvistió de primaveras.
Porque la muerte es un asunto que se sabe mucho antes de enamorarse, mucho antes de ver crecer el árbol y fecundarlo como nube primordial de un verso enloquecido. Yo lo supe caminando día tras día por sus galerías oscuras y repletas de telarañas, y drogándome y alcoholizándome en los jardines de ese divino antro de muerte, que de alguna manera nos vio nacer, y partir al mismo tiempo, de la mano de las almas que nunca pudieron creer en sus atroces profecías.
Fueron tardes gloriosas, repletas de humo, de visiones, de tu pelo que se confundía con el viento y flameaba cual bandera de lucha sobre el edificio más alto de nuestro querer. Fueron jornadas repletas de tu nombre, intoxicadas del aroma a vainilla que emanaba de tus poros y de tu lejanía, de tu delicada mano tan desconocida para mí, como mano, como extensión fundamental de tus once dedos, uno por cada milenio de los que te pensé mientras volaba debajo de todos los mares.
Fueron tardes gloriosas, te digo, y tan familiares a la hora de revivirlas que me arañan la pausa mientras escribo esto. Y ahora, mirando a través de la ventana hacia la calle, me pongo a recordarlas como la cuna maravillosa de lo que alguna vez triunfó bajo nuestros corazones y su fatal eternidad.

S.

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