jueves, 23 de mayo de 2013

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI. ESCRITOR.

JUEVES, 23 DE MAYO DE 2013


Paula K. (1)


El día 16 de febrero  de 2013, a las siete de la mañana, el despertador de Paula  se activó y mientras se esforzaba por recordar el título de la canción que sonaba, cambió de costado sobre la cama, alzó ligeramente la vista y al ver los guarismos verdes del aparato, se dio cuenta de que estaba pensando la hora en latín.
Como solía ocurrir cada día, el locutor  interrumpió los últimos acordes de la canción y, felizmente dichoso de vivir de madrugada, ufano de si mismo,   deseó a los oyentes  los buenos días. Paula despertaba a regañadientes, de la misma manera a como  suele despertar todo el mundo. Quizá por eso  tuvo la necesidad de renegar, y de clamar con su media lengua de trapo, ¡joder, menuda mierda!.
Sin embargo, lo que pensaba que decía no se parecía en nada a las imprecaciones que  profería, porque poco después de su primera frase en latín pudo oírse a ella misma decir, clara y diáfanamente, con su timbre rasgado de fumadora compulsiva, en el más genuino estilo de Cicerón “hostia puta, y además me ha venido la regla”.
Seguramente  no había despertado del todo porque, a pesar de que ya estaba sentada sobre el borde de la cama,  de que ya distinguía sus piernas desnudas colgando,  y de que casi se le desencaja la mandíbula con el enésimo bostezo, su conciencia todavía no había detectado lo extraño de aquellas  primeras  palabras que ella misma había emitido. De modo que siguió con la rutina matutina de gestos y movimientos cotidianos igual que si fuese un sonámbulo a punto echar a andar mientras contemplaba aparentemente el cielo gris, a penas iluminado,  entre los visillos de la ventana.
Pero no le fue posible posar los pies en suelo. El peso del sueño y el ambiente frío vencieron  su voluntad. Se estiró de nuevo, esta vez atravesada en la cama, y entonces vio que la sábana estaba manchada.  Chasqueó  desdeñosa  la lengua y como una niña sola que necesita el abrigo de alguien, agarró del extremo inferior la zafada y se maltapó con ella, al tiempo que daba otra media vuelta sobre el colchón. Había cerrado nuevamente los ojos, con fuerza, arrugando mucho los párpados, como si quisiese anular con su voluntad de sueño la realidad de aquel nuevo día.
Pronto se dio cuenta de que sus esfuerzos iban a ser en vano. Así que optó por  abrir nuevamente los ojos y se topó de frente  con  el autorretrato de Alberto Durero  descansando sobre el suelo apoyado contra la pared. Nunca le habían gustado los cuadros colgados. Le gustaban posados sobre la tierra, cerca de ella,  de su mirada, disponibles y dispuestos para cualquier cambio de ubicación. Durero, por ejemplo,  ya había conocido  el cuarto de baño,  la cocina y  el recibidor.  “Menos mal que tú y yo nos entendemos ”,  se oyó decir a sí misma. Esa fue la primera vez que se sobresaltó. Volvió a pensar la frase, pero no la pronunció, porque inmediatamente descubrió que  en su cabeza se había formado Bonum est te et me intellegere.
Aún así,  o quizá por ello, extrañada y alarmada como estaba, se deshizo enérgicamente de la zafada, se  levantó de un salto y, concentrándose profundamente,  acopió valor para pensar nuevamente algo qué decir, una pregunta, un interrogante, un ruego  dirigido al aire, a sí misma, o a Durero, que impasible, orgulloso y hermoso la observaba  enmarcado entre trenzas doradas. “¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué hablo así?” parecía interpelar Paula a la imagen del artista, el cual, de haber podido  oír su palabras en el caso de que las hubiese pronunciado, hubiese escuchado clara i diáfanamente  Quid enim mali est mihi? Quare sic loquitur?
Finalmente Paula no se atrevió, y aunque pensó las dos preguntas, calló. De pie en la habitación, junto a la cama, se tapó la boca y con la mano bien apretada sobre los labios empezó a girar sobre sí misma.  Parecía que así  intentaba  encontrar una explicación, o más que una explicación,  una salida, hallar el modo de librarse del aluvión de palabras extrañas que espontáneamente y en construcción gramatical perfecta  llegaban sin descanso a su mente, una a tras otra,  dispuestas a ser pronunciadas,   porque no podía dejar de girar y girar con pequeños pasos, levantando y posando torpe y atropelladamente los pies.
Sin embargo, la congoja aumentaba,  porque todo el marasmo de temor, inquietud y ofuscación que la abrumaba crecía, se formaba y se desarrollaba en latín dentro de su conciencia. El mismo fenómeno ocurría cuando a cada vuelta fijaba la atención en un elemento de la habitación y el cerebro lo tenía que definir.  En el carrusel exasperado que había iniciado y  que parecía no tener fin  Paula pudo ver todos y cada uno de los muebles y de los objetos que formaban su cuarto, y  le fue totalmente imposible no  pensarlos  en la lengua muerta.  Si veía la puerta, veía el ostium, si miraba hacia la cama veía el lectulo, cuando se fijaba en  la ventana era la fenestram y al tiritar de frío, encogida en su propio abrazo sentía frigida. Hasta que, sin motivo aparente, por fin se detuvo. Permaneció estática, en pie,  durante unos segundos y en un instante de lucidez pareció recuperar la calma.
Lo primero que hizo fue ponerse el jersey que cada noche dejaba tendido en el suelo. Después se frotó las manos denodadamente, casi  con desquicio, por ver si así entraba un poco en calor. Irguió la cabeza, se atusó el pelo y tras calzarse las babuchas de lana esbozó sin demasiado esfuerzo un gesto chulesco, como si hubiese adquirido la habilidad de expresar ese mismo ademan a lo largo de la vida, de presentarse habitualmente así ante el mundo. A través de él,  quizá pretendía informar al presunto responsable de lo que estaba ocurriendo que ella no se iba a rendir, que iba a presentar batalla,  que quien fuera que estuviese detrás de todo aquel jodido prodigio se las iba a pagar todas de un golpe porque no sabía con quién se estaba jugando los cuartos. De manera que, decidida a averiguar las causas de su tragedia y a acabar con todo aquello, Paula  se dirigió determinante hacia la puerta.
Justo entonces, en el  momento en que ya había echado mano al pomo para abrir, sonó una melodía metálica, el politono de su teléfono móvil.
(continuará)

JUEVES, 16 DE MAYO DE 2013


El rubio Sánchez




Unos años antes- antes de que ocurriese de verdad- interpreté en una película a David, un muchacho que cae perdidamente enamorado de Aurora, hermosa joven algo mayor que él. David anda loco por ella, de manera   que invierte todo el tiempo libre de que dispone en seguirla  por las calles de su ciudad, un agujero  industrial del extrarradio barcelonés hundido en humos y nieblas. Durante semanas, a diario, David vigila las evoluciones del amor de sus sueños  y siempre se detiene en la misma esquina,  desde donde puede ver sin ser visto cómo  Aurora desaparece a través del portal del edificio en el que vive. 

A partir de ese momento, a mí, o a David, no nos quedaba más remedio que asumir que nuestra hermosa y cruel Aurora destinaba cada uno de los minutos de su existencia lejos de nosotros y que  reía, hablaba  y dormía con otras gentes que no eran él. Sin embargo, lo verdaderamente terrible era que  ninguno de los dos existíamos para ella. Eso era lo que en verdad le atormentaba, lo que  le sumía en una profunda tristeza y le producía tal estado de ansiedad que no podía dejar de pensar en cómo hacer para plantarse delante de ella y decirle soy yo mi vida, soy yo quien va recogiendo como un perro  el olor del perfume que dejas a tu paso; soy yo quien vigila tus pasos, quien cree en ti, eterna Aurora, hermosa y cruel Aurora cuyos ojos  de satén gris  no se dignan en detenerse ni por un  instante ante el guardián de tu destino, ante tu noble, fiel y desdichado caballero.

Una oscura tarde de invierno -que es cuando estas cosas tienen la obligación de  ocurrir- la cámara de 16 milímetros filmaba mi cara en primerísimo plano mirando hacia el portal justo el momento en que Aurora volvía a desaparecer en el interior de su hogar.  Después, la cámara registraba  a dos tipos  apostados sobre la fachada del edificio, ataviados de cazadoras negras de cuero, vaqueros acampanados, cuello alzado y gafas de espejo. Apuran apresurados el cigarrillo que fuman, lanzaban la colilla al suelo y de inmediato fuerzan la puerta del portal donde unos segundos antes Aurora había entrado. Y, poco después, la misma cámara recogía el momento en que, rápido como una centella, yo -o el muchacho que era yo, aunque creía que era otro- cruza la calle  y sin pensarlo dos veces me abalanzo sobre aquellos dos tipos que detienen en sus manos sucias los brazos frágiles de la hermosa Aurora a quien zarandean y manosean y mancillan con  aliento maloliente  el  rostro blanco de su piel, el rostro puro de mi bella y cruel Aurora humedecido por el llanto, desencajado por el miedo, suplicante, implorando impotente ayuda, ayuda. 

De repente, yo aparecía en el plano, saltando desde algún lugar más allá de la pantalla, arrojándome sobre aquellos dos energúmenos para impedirles consumar sus deseos a base de golpes, puñetazos, y acometidas  inútiles que tan solo molestaban y entorpecían, hasta que uno de ellos  se hartó y, ya fuese por mi insistente defensa, por aburrimiento, o por temor a alertar con tanto ruido  a los vecinos, con gran destreza blandió  ante mis narices una navaja automática  y, en un instante, antes de que me recuperase de la sorpresa y fuese consciente de lo que se me venía encima,  tras un ademán ágil del brazo de mi oponente, perdí de vista el brillo resplandeciente y amenazante del palmo y medio de la hoja afilada. 

Sin embargo, allí estaba la cámara para atestiguarlo, porque en la pantalla, el día del estreno, el  público que abarrotaba la platea emitió  al unísono un expresivo aspaviento  cuando vio en primerísimo plano como la daga se hundía en mi costado derecho y la sangre oscura empezaba a manar sobre el  suelo blanco mientras Aurora, mi hermosa y cruel Aurora, se desvanecía sobre el mármol sin llegar a ver al héroe que acababa de ofrecer su vida por rescatarla de las  garras obscenas  de aquellas bestias pardas. 

Aunque esté mal decirlo, mi interpretación emocionó a propios y extraños. En un festival internacional, al que la productora  presentó el film, merecí el halago unánime del jurado y me  hice con  el premio al mejor actor. De aquella noche recuerdo el peso de la estatuilla, la alegría, las miradas de mucha gente sobre mí, algún que otro sueño de grandeza y, sobre todo, un extraño  escozor en el costado, como si la herida que nunca me hicieron se hubiese infectado, como si  los puntos de sutura que nunca me cosieron se hubiesen soltado. 

Ahora, aquí tumbado, le doy vueltas a aquella sensación y llego a la conclusión de que la verdad de aquel dolor era futura. Era muy parecido al que ahora sufro. No se calma ni con sedantes, ni con novelas ni con la noche. Es un daño que no me deja dormir y que me mantiene en vela, y  a salvo. Mi amor, ya más tranquila, me acompaña mientras puede en la habitación, mientras se lo permite el trabajo  y me dice que no me preocupe, que detuvieron al rubio Sánchez, que está a buen recaudo, en el calabozo. El rubio Sánchez: su novio hasta hace unos días,  el encargado de propinarme el navajazo, cojín y mercromina de por medio, hace unos años.  Mi amor me dice también que en cuanto me recupere buscaremos otra ciudad y otro lugar donde poder vivir, a salvo de la venganza, del cine amateur y del pasado.

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