jueves, 7 de marzo de 2013

RAFAEL REIG en DIario Kafka.


La beldad de su mentira

Hermanos Argensola
Hermanos Argensola
Los hermanos Argensola suelen ser vistos, con razón, como inclinados a lo clásico. Eran aragoneses. Sin embargo, su obra más conocida, un soneto, bascula hacia lo barroco. Lo que no sé (ni creo que nadie sepa) es cuál de los dos hermanos escribió ese poema, que siempre se atribuye “a uno de los Argensola”. Ahora se suele atribuir a Bartolomé, pero con razones estilísticas tan vagas que igual podría ser de Lupercio, el mayor.
Qué curioso, hoy podrían presumir de que Cervantes elogia a Lupercio en el Quijote y a Bartolomé en La Galatea, pero entonces a quién se le iba a ocurrir vanagloriarse de las alabanzas de un tipo como Cervantes, el presidiario, el “poetón viejo”, el que dedicó su ancianidad a escribir una novela chistosa y superficial.
Los Argensola en cambio siempre fueron estrellas bastante rutilantes de los cenáculos literarios. Lupercio se fue a Nápoles en 1610 como secretario del nuevo virrey, el conde de Lemos, y allí formó parte de la Academia de los Ociosos, un grupo poético subvencionado por Lemos que reunía a escritores españoles e italianos, desde Villamediana a Giambattista Marino. En 1613 murió repentinamente en Nápoles.
Bartolomé, el pequeño, también tuvo mucho éxito y gozó de protección y patrocinios. El conde de Lemos, cuando era presidente del Consejo de Indias, llegó a encargarle una historia de La conquista de las Molucas, y le nombraron Cronista Mayor de la Corona de Aragón.
Ya hemos dicho que eran aragoneses, de Barbastro, así que solían rechazar las innovaciones. Ni el teatro vanguardista de Lope ni la poesía espectacular de Góngora les hacían gracia. Ellos se dejaban de chiquilladas y se atenían a Horacio y a Marcial, al orden y al propósito moralizante.
Las vueltas que da la vida: hoy en día casi el único rastro que queda de los dos hermanos es un soneto (y ni siquiera sabemos de cuál de los dos es). En cambio, cada papel escrito por Cervantes se sigue leyendo casi de rodillas.
grabado Manolo Valdes
Grabado de Manolo Valdés
Ahí va el soneto, que es en verdad digno de ser recordado:
Yo os quiero confesar, don Juan, primero, 
que aquel blanco y color de doña Elvira 
no tiene de ella más, si bien se mira, 
que el haberle costado su dinero.
Pero tras eso confesaros quiero 
que es tanta la beldad de su mentira, 
que en vano a competir con ella aspira 
belleza igual de rostro verdadero.
Mas ¿qué mucho que yo perdido ande 
por un engaño tal, pues que sabemos 
que nos engaña así Naturaleza?
Porque ese cielo azul que todos vemos, 
ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande 
que no sea verdad tanta belleza!
Si un motivo hay barroco es el desengaño, por eso digo que se inclina hacia lo barroco. El proyecto moral de la literatura barroca es forzarnos a dejar de engañarnos y ver las cosas como son.
No nos engañemos: no somos tan buenos ni tan inocentes como nos gusta creer. No nos engañemos: tras la sonrisa está la calavera; tras el amigo, el interés; bajo el delicado amor, la sexualidad más grosera; bajo el esfuerzo intelectual, la vanidad apenas encubierta. No nos engañemos: esta vida que llevamos es una corteza tenue y breve, que debemos romper para ver lo único que de verdad contiene: la severa eternidad.
Argensola (cualquiera de ellos) expresa el motivo (desengaño) a través de un asunto atractivo y corriente en la época: la censura a las mujeres que se maquillan demasiado.
Desengáñate, don Juan, la belleza de Elvira es, diríamos hoy, puro diseño. El último verso del primer cuarteto casi parece de Quevedo: lo único suyo de su belleza es que le ha costado su dinero. Corrijo: Quevedo quizá diría que le ha costado tu dinero, don Juan. Para ese gran misógino de Quevedo, era inconcebible la posibilidad de que una mujer se gaste un duro si puede sacárselo a algún hombre.
Hasta aquí el soneto, si bien con mucha gracia, se mantiene en los confines previsibles de la sátira de costumbres.
“Pero tras eso confesaros quiero”, es aquí donde (algún) Argensola comienza a agitar las aguas para que veamos un fondo distinto.
Es tanta “la beldad de su mentira” (no me parece un desatino suponer un intencionado juego de palabras: la verdad de su mentira) que supera a cualquier otra beldad que sea verdad.
Es este un ámbito diferente: el de la clásica y duradera equivalencia entre verdad y belleza. La convicción de que lo bello es verdadero nunca nos abandona y es tanto una cuestión grave y filosófica como una experiencia cotidiana. Por ejemplo, no hay mes que no leamos en algún periódico un reportaje que demuestra que las personas atractivas obtienen mejores empleos. Confiamos a nuestro pesar en la belleza, qué le vamos a hacer.
Esto parece decir (uno de los) Argensola en el primer terceto: ¿cómo voy a desengañarme yo, si este engaño forma parte de la Naturaleza y de mi naturaleza?
Estamos en el Renacimiento y el estudio de la naturaleza avanza a toda velocidad (aunque tropezando con los obstáculos habituales, es decir, la Iglesia). De hecho, estamos en Nápoles, donde los pintores estudian muy en serio el color. La astronomía y la óptica han cambiado la visión de la realidad: ni el cielo es azul, sino que el azul que vemos es el resultado de la combinación entre la luz solar y la atmósfera; ni es cielo siquiera, en el sentido clásico de una bóveda hueca (el caelum latino y el koilon griego, que designaban eso: un hueco).
Por supuesto, entre paréntesis, esto toca a otros asuntos tan controvertidos como la oposición entre materialismo e idealismo: ¿las cosas son como son o como las percibimos? La tal Elvira, ¿es guapa si así nos lo parece o seguirá siendo sin remedio fea por mucho que nos guste?
Un juvenil Borges, idealista a ultranza, usaba en “El cielo azul, es cielo y es azul” este soneto para negar el materialismo (en una prosa casi delincuente, previa a la que le hizo justamente famoso):
Un placer, por ejemplo, es un placer, y definirlo como la resultancia de una ecuación cuyos términos son el mundo externo y la estructura fisiológica del individuo, es una pedantería incomprensible y prolija. El cielo azul, es cielo y es azul, contrariamente a lo que vacilaba Argensola.
Como se ve, al agitar el remanso del soneto, (cualquier) Argensola remueve mucho mar de fondo.
El último terceto da un cierre magistral y titubeante al gran poema. ¿Por qué? Porque le hace traición.
Creo que, cuando un poeta se sienta a escribir con una idea, si tiene suerte, le sale al paso la poesía y le desvía de su camino: escribe lo que no quería decir.
Jorge Manrique
Jorge Manrique
Cuando Rafael Sánchez Ferlosio analiza, en un estudio memorable y magistral, la poesía de Jorge Manrique, enfrenta en un café de Sevilla a Machado y a Menénedez Pelayo. El “polígrafo montañés” afirma que las Coplas son un “doctrinal de cristiana filosofía” que opone los “valores” (perdurables) a los “bienes” (efímeros).
Machado, como de costumbre, tiene siempre a mano y en la punta de la lengua un “y sin embargo”.
¡Ay, sin embargo!
Y sin embargo, las Coplas aciertan como poema solo en la medida en que fallan como doctrinal.
Para expresar el desprecio a los bienes perecederos, ¿qué escoge Manrique?
Pues lo más hermoso y conmovedor, lo más delicado y frágil que encuentra: ese “rocío de los prados” y esas “verduras de las eras”, que serán fugaces, bienes perecederos, pero que siguen conmoviéndonos aún ahora al verlos en la página.
La inesperada aparición de ese rocío y esas verduras, entre paramentos, cimeras, torneos y tocados, es el centro de gravedad del poema, el momento de máxima intensidad: es la irrupción de la poesía saboteando un doctrinal de cristiana filosofía.
¿En qué queda la doctrina cristiana, si solo con mencionar esas verduras de las eras se le quiebra al poeta la voz y se le empañan los ojos al lector?
Puede que Manrique se hubiera sentado a escribir para desengañarnos de los bienes mundanos, estériles y perecederos como rocío o como hierbas en una era. Pero su propio poema le ha hecho traición, le ha salido al paso, como un salteador de caminos, para llevarle a donde no quería ir y para decir lo contrario de lo que pretendía.
A menudo la poesía es eso, esa semilla de contradicción en el interior de un discurso, que estalla de pronto y lo vuelve del revés.
Creo que eso es lo que le pasa a (no importa cuál) Argensola, cuando suelta el lamento, casi sollozo, del último terceto: ¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!
Puede que (algún) Argensola, al tomar la pluma, hubiera diseñado un soneto sobre el desengaño. A mitad de camino la poesía dio un golpe de mano contra el diseño y lo hizo añicos.
Una verdadera lástima, pero así es nuestra vida: no hay quien nos desengañe.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...