jueves, 21 de febrero de 2013

NEORRABIOSO. EL HIJO DE PUSKAS.


jueves, 21 de febrero de 2013

En la iniciativa "Versos de pizarra", de ANA LAGOS y CYSKO MUÑOZ


Los creadores de "Versos de pizarra", Ana Lagos y Cysko Muñoz, vinieron a Madrid el viernes pasado junto con Ferran Barber y nos invitaron a Giovanni Collazos y a mí a participar en la iniciativa. He aquí una de las fotos de nuestras andanzas. La galería completa se puede verAQUÍ.










jueves, 21 de febrero de 2013


EL HIJO DE PUSKAS: Ni tréboles, ni grillos, ni manzanas


La primera ocasión en que noté que las personas de núcleos urbanos como Sondika, Derio, Mungia o Bilbao, aunque tienen los ojos justo en la parte de los ojos, la nariz en el lugar de la nariz y las orejas en las orejas, eran personas tan diferentes a nosotros como las alubias son diferentes a las vainas o los cerdos a los jabalíes, fue cuando Rubén consiguió ser el más popular de la clase el día en que llegó al colegio con un trébol de cuatro hojas.

–Qué tontería –le dije yo–. Si quieres, mañana vengo con diez.
–Calla, envidioso.
–Apuesta.

Se piensan los de ciudad que un trébol de cuatro hojas es difícil de conseguir y hasta lo consideran una señal de buena suerte, pero qué suerte ni qué carneros si los hay a miles en las campas de Lauros. Por eso, cuando al día siguiente me presenté en mi colegio de Larrondo con veinte tréboles de cuatro hojas, mis compañeros abrieron mucho los ojos y alucinaron hasta el culmen cuando vieron que traía dos aún más especiales:

–¡No puede ser! ¡Dos tréboles de cinco hojas!

El impacto que causaron mis tréboles de cinco hojas eclipsó a los otros veinte y, luego de que se demostrara que eran reales y no había pegado sus hojas con supergén, como me acusaron al principio los más suspicaces, propiciaron que pudiera hacer uno de mis discursos jactanciosos, pues la gente de ciudad sólo sabe de aparatos con botones y del resto hay que andar siempre explicándoles todo. Rodeado por un enjambre de compañeros, expuse triunfal que en los alrededores de Astobieta y de otros caseríos había campas enteras de tréboles, miles y millones de tréboles, y aunque el 95% de ellos eran de tres hojas, bastaban unos cuantos minutos de búsqueda para encontrar alguno de cuatro, y se podía encontrar alguno de cinco si uno tenía paciencia para mirar durante unas horas entre aquella marabunta de tréboles.

–Entonces..., en Lauros todos tenéis mucha suerte...
–No, –contesté–, porque en Lauros los tréboles de cuatro hojas son más comunes que las abejas y la verdadera suerte es encontrar un trébol de seis hojas.
–¿De seis? ¿Existen los tréboles de seis?
–Yo nunca me he encontrado ninguno, pero mi hermana Lourdes se pasa tardes enteras mirando tréboles y ya ha encontrado dos que tiene guardados en un libro.
–Flipa.

Ahí me di cuenta de que uno de los defectos de la gente de ciudad es que no tienen paciencia para nada. Van a toda velocidad y todo tiene que ser ya. Si encuentran un trébol de cuatro hojas, se dan por satisfechos y no avanzan hacia el más difícil de los tréboles de cinco o hasta seis hojas. De esto pude darme cuenta de nuevo cuando comenzó la temporada de grillos y la mayoría de mis compañeros, que en su mayoría procedían de Derio y Sondika, se lanzaron a cazarlos en la campa que existía al lado del colegio, que en primavera se inundaba de sus cantos.

Para coger un grillo basta con observar las costumbres del grillo y procurar que no se meta de culo en su madriguera, pues si lo hace ya puedes llamar al ejército porque lo tienes casi imposible. Ocurre eso por una razón elemental:  si el grillo comienza a salir de su escondrijo con los ojos hacia el exterior y ve que allí está un renacuajo humano de siete a diez años esperándole, lo habitual es que cambie de opinión y se vuelva por donde solía. Este detalle no parecía entrar en la cabeza de mis compañeros, que recurrían a diversos métodos, desde el más fino de la pajita de hierba hasta los más brutos de inundar de agua los agujeros o venir con un palo o con una azada a destruir la madriguera. En la mayor parte de los casos no conseguían nada y sólo en algunos conseguían algún “trozo”:  

–Mira qué grillo he cogido, Alberto.
–Macho, pero si tiene las alas rotas y sólo tiene una pata.
–Bah, no importa.

Les arrancan las patas, les aplastan las alas, los ahogan, pisotean sus agujeros, los parten, arruinan sus casas: de las barbaridades que hacen los niños con los grillos podría escribir un capítulo entero y aún hoy me sorprendo de que haya personas que sigan sosteniendo que los niños son mejores personas que los mayores, opinión que sólo se puede sostener si uno se ha olvidado de sus tiempos de niño o nació con cuarenta años de edad. En lo que a mí respecta, las cazas de grillos de mi infancia las recuerdo como un espectáculo de crueldad supina, y la razón por la que no voy a exponer en este capítulo la manera efectiva y respetuosa por la cual se pueden coger diez o quince grillos en una tarde sin necesidad de lastimar al insecto ni a su escondrijo, es porque a la hora en que escribo esto tengo 38 años y mi opinión actual es que la única manera “respetuosa” de cazar un grillo es no cazarlo. No vaya a ser que este libro caiga en manos de un niño de ciudad y aprenda lo que por sí mismo no aprenderá en su vida, esto es: que para coger un grillo basta con ponerse a pensar como un grillo.

Con estos sucedidos de tréboles y de grillos comencé a fortalecer mis reticencias hacia las gentes urbanas, reticencias que venían precedidas por las enseñanzas de mi padre y de mi tío Hilario, habitualmente reluctantes a la “gente de Neguri”, pues así llamaban a cualquier influencia que viniera de la ciudad, fuente para ellos de todo esnobismo, corrupción y tontería.  Pero el suceso que más me marcó contra los urbanitas fue el de la manzana reineta de mi prima Ángeles, cuando mi tío me llevó a una comida familiar en Erandio.

Aquella era la primera vez que entraba a un piso: la primera vez que subí en ascensor o me senté en un sofá. Todo era nuevo para mí. Parecía todo más limpio, más ordenado, más adrede. ¡Y cuántos espejos por todas partes! Comí como un gladiador romano, pero a la hora del postre, mi prima, que compartía mesa con nosotros, dividió su manzana en dos y dijo:

–Esta mitad la dejo para la noche.

Quedé muy impresionado. En Lauros nunca había visto algo semejante. Cuando volví a casa lo conté:

–¡No digas tonterías! –decía mi madre.
–Que sí, ama. Se comió una mitad y la otra la dejó para la noche.
–Bah, estaría golpeada o tendría bicho.
–Que no, estaba perfecta.
–Pues estará haciendo dieta. Esa gente es muy fina.
–Pero si está delgadísima.

Fue la primera vez que oí pronunciar la palabra dieta. Más tarde fui descubriendo que, al otro lado del monte, en Sondika, en Derio, en Erandio, en Bilbao, existían personas con unos problemas diferentes a los nuestros, algunas de las cuales estaban obsesionadas con su imagen o acudían a médicos de la cabeza porque padecían un tipo de enfermedades, estrés, depresión, bulimia, anorexia, que entonces no lograba comprender.

Aquellas gentes de asfalto que vivían en casas amontonadas eran distintas, pensé. No me daban buena espina: ¿cómo amistarse con personas que se entusiasman al encontrar algo tan ordinario como un trébol de solo cuatro hojas, habiéndolos de cinco o de seis? ¿Cómo creer en gente que celebra la caza de un grillo a pesar de haberle amputado varios de sus miembros? ¿Cómo fiarse de personas que no son capaces de comerse una manzana entera?

Sigo sin fiarme de ellas.


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