domingo, 16 de diciembre de 2012

EL POBRECITO HABLADOR SIGLO XXI. ESCRITOR


DOMINGO, 16 DE DICIEMBRE DE 2012

Un beso


Tengo la necesidad de confesarlo: soy un besucón. Desde que era bien pequeñito me ha gustado repartir besos en toda ocasión, aquí y allá, indiscriminadamente, sin distinción de edad, sexo, razón o  condición social. Soy, lo que se dice, un besucón democrático, y lo soy de tal manera que incluso llego a tener memoria del sabor del casco blanco de un guardia urbano al que besé cuando nos rescató a mí, a mi hermano pequeño y a mi mamá de perecer extraviados en pleno centro de Barcelona una tarde en la que papá nos quería fotografiar junto a las palomas de la Plaza de Catalunya.
Otro día explicaré los motivos por los que durante unas horas mi familia se desgajó en dos mitades en pleno centro de la capital catalana. Ahora, lo que me de verdad me apetece es explicar que, años después de aquel suceso, igual que todo hijo de vecino, pude experimentar a menudo las excelencias de lo que llamamos un  buen morreo expresado en toda su extensión labial, lingual y salival. O la sensación imborrable del beso sucedido al amparo del amor-dulce, tierno, eterno- capaz de unir para siempre el destino de dos existencias.
Yo he besado hasta la extenuación a  mis padres, a los amigos de mis padres, a los hijos de los amigos de mis padres,  a mis abuelos, a mis tíos, a mis primos a mis hermanos, a mis vecinos, a mis compañeros de trabajo, a los compañeros de trabajo de mi amor, a  mis suegros, a  mis camareros,  a mis jefes, a  mis cuñados, a mis amigos, a los hijos de mis amigos, a mis conocidos, a mis libreros, a mis sobrinos  y, tal y  como se consigna en  la Biblia, he besado hasta a mis enemigos  que, de todos los besos que uno pueda dar,  es el  que más sabor tiene; no el que mejor sabe-repito- sino el que más sabor tiene.
Si tuviese que hablar de besos ajenos,  habría algunos que sería  preceptivo recodar, como el que  Judas le dio a  Jesús por puro imperativo legal, porque si alguien amaba a Jesús ese era Judas, quien ostenta el honor apócrifo, jamás reconocido, de ser el primer mártir de la Historia católica.
Otro beso llamativo, antológico,  fue el que se estamparon en los morros Leonidas  Breznev y Erich Honecker cuando tocaba a su fin la década de los setenta. Ya hubiesen querido algunos directores de Hollywood para sus actores tanta pasión y tanta entrega.  El escorzo inclinado de las dos cabezas, los ojos cerrados  como solamente los cierran dos amante apasionados, y las miradas esquivas y pudorosas de los miembros del séquito, hacen pensar en una verdadera historia de amor, y  no en un beso de la Historia.
Luego hay besos   duros, secos y blandos; besos fraudulentos; besos cinematográficos y al mismo tiempo pedagógicos; besos húmedos y envolventes; besos profesionales, eclesiásticos y pornográficos; besos de la muerte y del consuelo; besos racheados; besos  urgentes y besos nostálgicos; besos que se dan con las mejilla, y besos que jamás debieron rozar la piel; besos esperanzadores, o besos incomunicados; besos sin ruido, y besos sonoros, como remolinos de hojas secas o como papel de caramelos; besos de preso, y besos al aire; besos que se lanzan desde la palma de la mano, y que nadie recoge, porque no son besos; besos en la cruz después de besar a un niño; besos de la victoria, sobre la piel sangrienta de la pieza muerta; besos de la fortuna; besos de puta, besos de monja, besos de mano, besamanos,  besos de caballero sobre la falange blanca de la dama de blanco…
Pero el beso que me gustaría dar y que probablemente nunca daré lo dejaría suave y respetuosamente   sobre el hueco heroico del espacio que  tapa pudorosamente Esther Quintana, donde hasta hace unas semanas lucía uno de sus ojos. Con ellos, Esther  observaba estos tiempos de tiranía, de  injusticias, hasta que una tarde de lucha, un padre  de familia, quien seguramente besó en la frente a sus hijos después de su jornada, disparó contra conciudadanos suyos por orden de Felip Puig, otro padre de familia, amantísimo esposo, cuyos besos olerán siempre a podrido, al aliento hediondo que expelen los tiranos, los hipócritas, los villanos, los fariseos, los terroristas, al menos hasta que a Esther le nazca de nuevo el ojo sacrificado y pueda ver, frente a frente, tal y como nació, el rostro  de su verdugo.

1 comentario:

  1. Los besos me gustan privados, bajo las edrdones, en los lugares más salados de los cuerpos. Besos de besar sobre mojado, entiéndeme. Nunca me gustan los besos inocentes. Debe ser, por eso, que beso poco, y poco a poco.

    Lu.

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