lunes, 19 de noviembre de 2012

NEORRABIOSO





lunes, 19 de noviembre de 2012


EL HIJO DE PUSKAS: Cómo morir rodeado de todos y completamente solo



Ese silencio de piedra sin el cual no se comprende nada de mis treinta años en Lauros alcanzó su grado más alto cuando mi padre murió en el hospital de Cruces y ninguno de los miembros de mi familia consiguió ni intentó hablar con él, salvo la vez que lo hice yo en los cinco últimos días de no vida, aprovechando que se encontraba en coma.

Mi padre murió totalmente solo.

En el hospital estábamos todos los días mi madre, mis tres hermanas, Iratxe y yo, pero mi padre murió solo.

Venían a visitarle mis tías, mis tíos, mis primos y primas, hasta vecinos, pero murió solo.

Llegada la muerte de improviso, había dejado papeles sin firmar, herencias a medio hacer, cartillas del banco sin traspasar, etc. Iratxe y yo nos quedábamos todas las noches de Cruces a acompañarle, y por la mañana llegaba mi madre y siempre me decía:

–Alberto, ¿te ha dicho algo aita?
–No.

Aparecían mis tías todas las tardes y, cuando me veían aparecer sobre las nueve de la noche, se agolpaban sobre mí:

–Alberto, ¿te ha dicho tu padre algo la pasada noche?
–Nada, tías.
–¿Nada? ¿Nada del caserío, de lo que quiere que hagáis en la vida, nada?
–Nada.
–¿Nada de los papeles, de la cartilla, de la herencia?
–Tampoco.

Llegados a este punto, es que yo no entiendo nada y no sé escribirlo y qué asco de mundo y qué mierda de gente.

Vamos a ver, ¿qué es esto?

¿Qué es esto?

Mis tías, unas mujeres que eran todas de más edad que mi padre, unas mujeres que en su infancia habían lavado a mi padre, le habían quitado las cacas, lo habían vestido y llevado por primera vez a la escuela, QUE ERAN SUS HERMANAS, joder, que lo habían conocido y seguido durante sesenta y siete años, ¿no son capaces en su lecho de muerte, no se atreven a dirigirse a él y preguntarle, Nicasio, qué quieres, qué te pasa?

Mi madre, cuarenta años durmiendo con él en la misma cama, cuatro hijos juntos, toda una vida intensa y más intensa si cabe porque su matrimonio fue un contra, una apuesta contra, el amor lanzado contra unas esencias y contra un pueblo, una mujer que era SU MUJER, que pasó todos los días con él, ¿no es mi madre capaz de hacerle ni una sola pregunta a mi padre, no hay suficiente confianza entre ellos, pero qué es esto, por favor?

Joder, ama, tías, ¡que se está muriendo aita! ¡Que el hombre que hay en la cama se va a morir y lo sabe perfectamente! ¿No hay nadie que se acerque a la cama y le diga AITA, NO SABES LO QUE TE QUIERO, que le diga NICASIO, ERES EL PUTO AMO, TODO LO QUE HICISTE, nadie?

Todo es una puta mierda. En treinta y tres días en el hospital, desde su ingreso el 21 de diciembre hasta su muerte el 22 de enero, nadie le dijo nada, y él tampoco habló apenas con nadie, tampoco conmigo salvo para recordarme la misión:

–Yo no voy a salir de esta cama, pero recuerda que tienes una misión.
–Ya lo sé, aita.
–Y recuerda que en Madrid también manda el PNV.
–¿Cómo?
–En Madrid también manda el PNV. Acuérdate bien de esto.

A ese grado de abstracción había llegado aquel hombre casi analfabeto. No se había quedado en su historia pequeña de Astobieta o Lauros o Loiu, sino que había llegado a conocer tan bien a los hombres y eran tan escéptico sobre ellos que sabía que en toda sociedad dominan los transcurriendos, las clases medias, los seres del pájaro en mano, los partidarios de una vida sensata al lado del fogón, los seguidores del no te metas en líos y pasemos la tarde jugando a cartas. En Madrid manda el PNV y también en Quito y en Pekín: el planeta Tierra entero está y estará siempre gobernado por el PNV.

Ahí empecé a destruirme. Me puse sombrío.

Tantas noches pensando, treinta y tres noches de Cruces pensando, doce horas cada día, casi cuatrocientas horas dándole vueltas y más vueltas, viéndolo morir a cada segundo sin poder hacer nada, sin poder decirle nada, comenzaron a hacerme daño.

No es que mi padre estuviera muriendo solo, es que me di cuenta de que había vivido solo.

Como un loco, le habíamos tratado como un loco o como un caso imposible. Como alguien al que mantener lejos.

Y no podía decir nada. Nada. Mi padre, como la mayoría de los padres de los caseríos, son como los emperadores del Japón, mantienen una distancia sobre ti que es infranqueable. Yo podía discutir con mi padre sobre Tyson o sobre los pelotaris y hasta podía faltarle el respeto en esos asuntos, pero, ¿decirle a mi padre que le quería? ¿decirle a mi padre algo íntimo, afectivo, cercano?

Aún sucedió un acontecimiento ultimísimo que vino a confirmar este retrato. El médico nos comunicó que las dosis de morfina que suministraba a mi padre, que eran cada vez más grandes, le estaban empezando a hacer delirar y que, por tanto, le iba a dar una cantidad tan alta que mi padre iba a entrar en coma.

–Se la voy a suministrar dentro de veinticuatro horas. Hasta entonces vuestro padre seguirá consciente.

Aquellas veinticuatro últimas horas fueron las más duras para mi padre, pues además de recordar continuamente sus tiempos en Toki-Ona, comenzó a sentir dolores cada vez más fuertes. Más tarde supimos que el médico le había bajado la dosis de morfina y mi familia montó en cólera:

–Lo que no le perdonamos a usted son los dolores que sufrió nuestro padre el último día –le dijo una de mis hermanas­.

–Miren –respondió él–, esto se hace con todos los enfermos. Se les rebaja la dosis de morfina para que puedan estar conscientes esas veinticuatro últimas horas y los familiares puedan despedirse de él. Sí, es cierto que el enfermo sufre un poco más, pero ese sufrimiento queda mitigado porque está hablando con sus familiares.

Nos dejó atónitos. ¿Despedirnos de él? ¿Hablar con nuestro padre? ¿De qué? Aquel pobre médico lo había hecho con toda la buena voluntad pensando que nosotros éramos una familia normal, pero es que nosotros no éramos una familia normal. Y fue de ver las caras que pusimos todos, el médico tomándonos por locos a nosotros y nosotros tomándole por loco a él.

Así fue que mi padre entró en coma sin que nadie le diera un beso, ni un abrazo, ni un te quiero, ni un qué ejemplo me diste, aita, ni un nada. Murió rodeado de gente y totalmente solo. Mientras, yo me destruía, ya no lo soportaba, ya no podía sufrir esta cara mía de cobarde.
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