EXISTÍAN. A ESO VENGO.
MARTES 1 DE MAYO DE 2012
El mito y la furia (XVI)
(Viene de aquí)
Al tomar la decisión de conocer a los padres de Adán, no podía sospechar que la visita me sirviese de tan poco. Fue Maruja la que me facilitó la dirección y la que me aseguró que vivían los dos, con buena salud, y en condiciones razonables. Ella mismo me dijo que “es buena gente, ya lo verá usted. Quizá un poco reservados, pero a la que les dé alguna señal de confianza, llegará a entender muchas cosas. Aún así, deberá hacer algunos esfuerzos. Mi suegro ha perdido mucho oído. Se pasa el día asomado a la ventana, viendo pasar la vida, en silencio. Dice que no le interesan los ruidos, que todo es ruido y que ahora entiende mejor el mundo, porque sin sonidos no hay mentiras. En cuanto a mi mi suegra, pocas veces atiende a nada que no sea la novela que esté leyendo. A veces él interrumpe su lectura y la invita a asomarse a la ventana para observar alguna escena que le haya llamado la atención. Ella musita que es como otro capítulo. Yo creo que observa la escena de la calle igual que si leyese un paréntesis dentro de la novela, con atención y, al poco, sin decir nada, se sienta y vuelve a encerrarse en el libro, sin darse cuenta de que él se la queda mirando. Da la sensación de que esa mirada viene de otro tiempo, desde muy lejos, pero al mismo tiempo es tan cercana como si la estuviese rozando.”
Gran chica esta Maruja. Hermosa y serena. Una pelirroja con un atractivo especial, rebosante de vida y de pecas, alta y voluptuosa. Sin embargo, la fortaleza de su belleza no se argumenta en sus curvas, y eso que nada más verla me dio una sensación de fiereza. A la que me alargó la mano, me saludó y me invitó a pasar, enseguida supe que era todo lo contrario. Y que no se me entienda mal. La de Maruja no es una humildad recatada, vergonzosa y mucho menos dócil. Es una manera excelsa de sencillez, de estar en el mundo; una respiración profunda y tranquila, un sosiego y una calma que transmite en el mirar glauco, en la sonrisa siempre amable, en cierta pureza romántica dibujada en las líneas alargadas del rostro conectadas a la esbeltez de su cuello. Al hablar, el matiz de su voz invita a escucharla con atención, sin necesidad de elevar el volumen, o de utilizar algún otro recurso, porque las palabras surgen de su boca naturales, con la esencia concreta de lo que significan, acompañadas de una serie de gestos pausados trazados sobre el vacío por sus manos grandes que mueve como acunando el compás a una orquesta.
Desde el primer encuentro percibí en su presencia un halo difuminado de aplomo circundando toda su figura; el cuerpo harmonioso de una composición humana que irradiaba la conciencia de su presencia plácida a todas las formas rotundas de su fisiología, más apetecibles, más deseables que las que ostentase cualquier otra mujer de sexualidad estridente.
Hay que estar muy tronado, o muy enfermo, o ser un estúpido para encontrarse en la vida una mujer como Maruja y dejarla sola después de media vida a su lado, vete tú a saber por qué extrañas razones. Yo me considero fuera de circulación. Los años, la desgana, una viudez dolorosa y, a qué negarlo, una sutil recomendación médica, son las causas principales, pero al ver a Maruja caí enamorado, al instante, rendido a sus pies, de una manera platónica, por supuesto. Lo cual no es equivalente, ni significa, ni de ningún modo debe dar pie a pensar que estoy castrado, porque tan solo es necesario que esa criatura del Olimpo me haga la más mínima señal, para que me declare para siempre su esclavo y me arrogue el derecho y el placer de ofrecerle lo mejor que pueda ofrecer el amante más sabio, sensible y delicado entre los mortales, aunque fuese lo último que hiciese en la vida.
He tenido la oportunidad de charlar con Maruja durante largas horas; un tiempo exquisito en el que la he escuchado atentamente, a veces con auténtico placer, sin dejar de experimentar todo tipo de sensaciones opuestas. De hecho, empecé a ser consciente de donde me metía desde que la escuché. Me di cuenta de que un asunto que se inició como un divertimento, como un pasatiempo, una especie de juego de detectives con el que acortar la soledad de los días, se había convertido en un compromiso que yo firmaba íntimamente conmigo mismo para devolver a la vida de Maruja la certidumbre que se merecía. Por eso, desde nuestro primer minuto de conversación, he intentado ejercer un papel racional; me he propuesto actuar y pensar fríamente, sin dejarme llevar por la vehemencia, o por la pasión, o por los afectos y los odios descontrolados, para así establecer una lógica en el comportamiento de Adan, algún elemento que me revele sus motivaciones, alguna pista que me indique su paradero y algún rastro que me desentrañe el significado real de ese puñado de hojas escritas que dejó en mi casa tan bien ordenadas, casi como si estuviesen dispuestas para encuadernarse, como si abrigase la certeza de que alguien, muy pronto, las iba a encontrar, y las iba a leer y, al hallarlas, el descubridor se haría las mismas preguntas que yo me hago, o se las haría a su mujer, porque sobre la vieja mesa de formica, al lado del paquete de hojas manuscritas, también dejó escrita en uno de esos papeles adhesivos tintados de color amarillo, su antigua dirección.
Cada día busco una escusa para verla, pero me reprimo y al final solamente la visito cuando es estrictamente necesario, cuando me devano la sesera y acabo peor de lo que empecé porque todavía hay cosas que no he podido llegar a entender. Este Adán es un caso, un tipo complejo, difícil de imaginar, o de componer, y de comprender y, por lo que estoy viendo, prácticamente imposible de encontrar. No ha quedado rastro de él. Por eso tengo que ir trazando su paso por el mundo a través de unos y de otros, sobre todo a través de la familia que le queda. He hablado con los padres, y con Maruja. Ángel, el hijo, no ha querido saber nada de mí. Para él, su padre está muerto. Su madre me facilitó el teléfono móvil y la dirección de correo electrónico. No ha contestado a mis cinco mensajes y la única llamada que me atendió no sirvió más que para confirmar lo que Maruja predijo, que Ángel se considera huérfano y que, de suceder, el encuentro tendría muchas posibilidades de acabar en parricidio.
Y claro, también he hablado con su obsesión, con la diana de todos sus planes, con la figura de sus desvelos, el hombre percutor, la motivación de sus últimas acciones, la meta de sus desvelos, de su sueño vengador, o mejor dicho, de sus últimos anhelos conocidos, porque no he podido averiguar todavía si Adán anda por ahí, en algún lugar próximo, o si está muerto, o se ha metido a fraile cratujo y se ha sometido religiosamente a los preceptos de la regla de la clausura, el silencio y la oración, a perpetuidad, que es lo que yo deseo con todas mis fuerzas.
Dar y hablar con un hombre de la celebridad y la importancia para los destinos de este país como Indalecio Bot me ha resultado más arduo que obtener de Ángel una frase con sujeto y predicado. Lo mismo me ocurrió con su guardia pretoriana: Amparo, su ama de llaves, y Jaime, su ayuda de cámara, el cancerbero fiel, secretario todo terreno. También he conseguido interrogar a Vivian, la solícita, jovencísima y experimentada Vivian, ojos de aceite y piernas infinitas, inscrita en el registro civil con el exótico nombre de Juana Castro Ruiz. Ambos, por diferentes razones y en diferentes circunstancias, tienen noticias de Adán, no demasiadas, pero quizá las suficientes como para utilizar la poca información que les sonsaqué y estirar así de la lengua a Amparo y a Jaime, que no sueltan prenda, aunque yo sé que saben más de lo que dicen saber.
(Continuará)
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