Batania - Neorrabioso

domingo 15 de abril de 2012

Noviciado, domingo, 16:00

Nada me define mejor que mi manera analfabeta de jugar al ajedrez. Apenas ha comenzado la partida y ya me siento incómodo: ¿a qué tantas piezas, por qué tantos cuadros, a quién se le ocurre tantos esguinces? Aquí hay demasiada gente, me digo, y para solucionar semejante cafarnaúm empiezo a ofrecer suicida y por sistema el intercambio de piezas. No llevo diez minutos y ya estoy triunfando: gracias a mi estrategia picapiedra las piezas huyen y empiezan a aparecer claros en el tablero. Comienzo a sentirme feliz y ni siquiera me molesta el pequeño detalle de que mi rival vaya ganando. Cinco o diez minutos después mi felicidad es completa: he conseguido perder en menos de media hora. Miro a mi contendiente y noto su mueca de disgusto, pero la culpa es suya porque ya le advertí de mi temperamento de trinitrotolueno. Él quería durar, reflexionar, profundizar, plantear nuevas variantes, etc. El ajedrecista puro, igual que el intelectual francés o el filósofo alemán o el poeta hermético, no juega para el resultado y hasta se frustra en el caso de conseguirlo. Lo suyo es un mariposeo/balanceo especulativo sobre el tablero, una búsqueda de dificultades que acaban en nuevas dificultades y más dificultades. Pero la partida ha acabado y mi rival se siente triste, como diciendo “qué hijoputa, qué poco me ha durado”, y yo me voy con alivio, pues esta raza de personas decadentes, si te descuidas, son capaces de tenerte cinco horas ante el tablero mientras en la tele emiten el Gran Premio de Bahrein. Lo siento mucho pero no estoy diseñado para hierbas ni círculos o demoras propias de budistas y homo sapiens 2.0. A mí se me nota demasiado que provengo del mono: yo sólo me apasiono con la carne y vértigo de la línea recta.

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