jueves, 10 de diciembre de 2015

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

JUEVES, 10 DE DICIEMBRE DE 2015

Homenaje a Carmen Laforet*



Fue justo el día de la vuelta al trabajo después de las  fiestas de navidad. Hacía un frío de mil demonios. Como de costumbre, lo primero que hice después de fichar fue entrar al bar a  tomarme un café. Con el primer sorbo saqué del bolsillo el paquete de Ducados y me llevé uno a la boca. Cuando me disponía a encenderlo la camarera me advirtió que no podía. Había entrado en vigor la ley del tabaco y a partir de entonces estaba prohibido fumar en todo tipo de establecimientos públicos. De manera que apuré  el café, salí a la calle y contemplé con placer, elevándose sobre el aire helado, el humo del primer cigarrilo del día que exhalaba emulsionado con el aliento blanco de mi cuerpo.  

Pero aquella mañana  hacía tanto frío que, en un arrebato incomprensible,  miré  fijamente  la brasa del Ducados a medio fumar  igual que si estuviese mirando a los ojos de mi peor  enemigo y, sin pensarlo dos veces, lo arrojé al suelo y lo aplasté bajo mi bota.  Desde aquel día no lo he vuelto a probar. Han pasado quince años y sin embargo todavía me sueño fumando.

Lo recuerdo muy bien. De hecho creo que lo recuerdo cada día. Seguramente, más que un recuerdo es una añoranza, la nostalgia del fumador, la morriña de observar con cada calada la viveza  encarnada del ascua en el extremo del cigarrillo; ver como con cada aspiración se consume el papel, crepita en un susurro el tabaco y finalmente el apoteosis, el humo surgiendo del interior brotando por entre los labios hacia el cielo, como si el cuerpo de uno fuese en realidad  un manantial de deseos blanquecinos y grises que se diluyen en el aire y se escapan inaprensibles  y quedan para siempre  disueltos en el mundo igual que los sueños que mecemos cada noche. 

¡Cuántas novelas no habré escrito por cada paquete de cigarrillos fumado! ¡Cuántos proyectos desbaratados igual que se dispersa el aliento humano  entre la niebla de un invierno! En ocasiones, dentro de cualquier tugurio, cuando el amanecer estaba ya próximo y no quedaban  botellas que servir ni canciones que escuchar, solo y sin besos, apoyado en la barra era capaz de dibujar mis personajes según el modo en como  yo exhalaba  el humo.

Después, de vuelta a casa, poco antes del alba,  con el cuerpo estragado por el alcohol y por el tabaco, caminaba parsimonioso sin levantar la cabeza y encendía uno tras otro deleitándome en mi soledad maldita mientras narraba mentalmente  la historia que nunca escribiría, porque sus sucesos y las criaturas que los vivían se  volatilizaban en remolinos de humo que no iban a parte alguna donde pudiese recuperarlos.  

Ya solo quedaba dormir y despertar tarde en el mediodía siguiente para buscar nuevamente la fuerza y la inspiración en otro paquete de cigarrillos que contenía  en su exhalación calcinada  otros propósitos, otros bocetos, el plan nunca ejecutado de una creación  propia con vocación de asombrar al mundo.

Y así transcurrían los días, en pos de valor, a la búsqueda del coraje que un día me permitiese acometer la tarea para la cual yo había nacido. Yo no huía de mi destino. Yo buscaba el origen del viento que me orientase para seguir mi rumbo. Hasta que aquella mañana fría de enero, en la terraza inhóspita del bar, murieron mis sueños en humo, porque al poco tiempo no me quedó más remedio que constatar mi cobardía liberada ya de venenos y hábitos.

*Me lo pedía el cuerpo. No he tenido más remedio que escribir este texto después de leer "Carmen Laforet, una mujer en fugade Ana Caballé e Israel Rolón, una biografía de la autora que escribió "Nada" .

1 comentario:

  1. Magnífico!. Y siendo que más tarde padeció alzéimer, me ha puesto los pelos de punta leer : "narraba mentalmente la historia que nunca escribiría, porque sus sucesos y las criaturas que los vivían se volatilizaban en remolinos de humo que no iban a parte alguna donde pudiese recuperarlos."

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