lunes, 20 de abril de 2015

LA MONSTRUACIÓN

DOMINGO, 19 DE ABRIL DE 2015
1. El Bar, Sito y familia.La primera vez que entré en el bar de Sito, pensé que su asombroso parecido con Paulie Pennino iba más allá de lo congénito. Al cabo del rato, me invadió la sensación de que era un hombre bueno. Pensando en retrospectiva sobre todo lo que hablé y vi de él en todos los días que siguieron, puedo constatar inequívocamente, sin importar cuál fuera su estado de ánimo, que no solo es un hombre bueno, sino que también es una buena persona. Durante aquel tiempo convulsivo de mi adolescencia, Sito regentó un bar de insalubridad contrastada donde se citaban enfermos mentales con paga, alcohólicos, puteros, cocainómanos incipientes y reconocidos, morosos, ludópatas, especímenes de mala reputación y tipos como yo. En definitiva, lo peor y más desmejorado de cada casa. Fui cliente de aquel tugurio infecto durante sus trece años de existencia, y por consiguiente, también testigo de los hechos más delirantes y entristecedores de cuantos he presenciado hasta el día de hoy.


Por lógica meridiana y dada la baja estofa de aquella clientela mayoritariamente indeseable de pasado y presente anormales, las veces que en el bar de Sito ocurría algo, siempre era algo malo o de extrema carcajada, pero nunca nada que no escapara a los márgenes de la normalidad. Fuera de esas dos tesituras, era normal que si palmeabas la barra con cierta energía, al instante salieran por debajo de ella mil insectos despedidos en todas direcciones. Otras veces —nunca supimos si del único lavabo que había o del garaje contiguo al bar—, dos o tres veces por semana nos visitaba una rata marrón con la oreja derecha algo deforme. ¡Para verlo! La de veces que Sito corrió por todo el perímetro del bar tras aquella escurridiza roedora, armado con un bate de béisbol y esquivando mesas, sillas y a clientes, que a su vez, hacían pequeñas apuestas sobre el desenlace de la persecución. Aquella rata enseguida se ganó nuestra simpatía y la adoptamos como la mascota del bar, bautizándola como La Superloca.


En los momentos en que La Superloca no se dejaba ver por aquellos lares, lo más normal era ver a Sito tras la barra fumándose un cigarrillo con la lentitud de quien cree que dispone a su antojo de todo el tiempo del mundo. Nunca presencié en otra persona que un movimiento tan rápido y automático como llevarse un cigarrillo a la boca, pudiera llegar a eternizarse de semejante modo. En cambio, y al mismo tiempo, con la otra mano levantaba con gesto profesional y el triple de rápido, una mancuerna cromada de ocho kilos. Entrabas allí y decías: "Eh, Sito, ponme una birra ", o lo que fuera, y de inmediato sus brazos se detenían. Todo en él se detenía. El cigarro se consumía lentamente entre sus dedos. El brazo ejercitado con la mancuerna permanecía inmóvil con el músculo tenso. Y te miraba, te miraba y te miraba con impasibilidad robótica. Justo cuando decidías repetírselo —porque siempre tenías que repetírselo— él te contestaba con aire ausente: "Ahora te la pongo". En ese momento en el que parecía volver a la vida, la mancuerna cambiaba de mano y con la otra se volvía a fumar otro cigarrillo. Cuando esto ocurría, no tenía más que encaminarme al otro lado de la barra mascullando que ya me serviría yo. A veces, en ese momento, entraba algún cliente que se prestaba a intervenir interesadamente: "Otra vez con la puta pesa. Cabrónidas, ponme un cubata ya que estás ahí, que si me lo tiene que poner este me tengo que afeitar otra vez". Esas palabras o similares siempre funcionaban, y entonces, Sito se trasformaba en lo más parecido a un camarero y daba por finalizados sus ejercicios musculares.


A todo esto, debemos sumar que la mayoría de veces también tras la barra estaba su hijo Tabe (taberna). Al igual que su padre, lo más normal también era encontrarlo con las manos ocupadas, con la diferencia de que Tabe lo hacía con una guitarra acústica o eléctrica, más el amplificador. Dependiendo del día, a veces derrochaba vitalidad imitando los movimientos de Angus Young en acordes sencillos. Cuando no, los acordes que sonaban eran los de grandes grupos de metal, rock y punk de aquella época, saliendo de los altavoces del tocata robado. En cuanto a la hija de Sito, esta jamás tuvo nada que ver con el bar, salvo por sus idas y venidas a la caja registradora del mismo. Entraba por la puerta que separaba el bar de la planta baja de la casa, cogía la pasta, y desaparecía por donde había entrado. Alguna que otra vez, lo hacía dirigiéndonos una fugaz e indisimulada mirada de profundo desdén, quién sabe si propiciada por algún desafortunado y barriobajero piropo fuera de contexto, obsequiado por alguno de los esperpentos que allí consumían. No así como Lúa, que aunque era la querida perra de la familia, también la sentíamos como nuestra. Hasta el último día de su vida estuvo con nosotros y fue muy feliz, demostrando tener en multitud de ocasiones, más raciocinio y menos animalidad que la que se presupone a nuestra raza.


Si pensáis que Sito era el amo del bar, estáis muy equivocados. Por así decirlo, los poderes de Sito y Tabe estaban perfectamente delimitados desde que se abría el bar hasta que se cerraba. Sito era el que trabajaba y daba la cara, y Tabe, de la misma manera, era la mano derecha de su padre y el que lo sustituía en sus ausencias. Pero Tere, mujer de Sito, gallega de nacimiento y crianza, con fundada reputación de meiga, era la jefa indiscutible del negocio. Su cabello, níveo y liso, caía lacio como una cortina hasta la cintura, siempre perfectamente peinado con la raya en medio, y sus ojos, azules como un cielo despejado, brillaban tras los cristales inmaculados de sus gafas de pasta. Me encantaba el vocabulario y la exquisita dicción de aquella mujer, similar a la de las actrices de doblaje, a la que solo oíamos y veíamos por la noche, cuando el bar hacía una hora que debía estar cerrado y Sito no encontraba manera de echarnos. De súbito, por la misma puerta por la que en ocasiones su hija entraba dirección a la caja registradora, aparecía ella como si se desplazara sobre ruedas. Entonces, casi de modo surrealista, caía un manto de silencio destrozando el ambiente. La señora Tere, en un porte de gran rectitud, cruzada de brazos y con un semblante de sobrecogedora seriedad, nos miraba de izquierda a derecha sin girar la cabeza, paralizándonos con los ojos. Pasados unos segundos en los que cabía una eternidad, nos ordenaba: "¿Es que ya os habéis olvidado a qué hora se cierra aquí? Haced el favor de pagar y desalojad este establecimiento inmediatamente, ¡u os meto un mal de ojo a todos que no os lo quitáis de encima en un año!" Acto seguido y sin quitarnos los ojos de encima, desaparecía marcha atrás de idéntico modo a como había entrado. La señora Tere nunca tuvo que aparecer una segunda vez en una misma noche. En pocos minutos, todos y cada uno de nosotros, íbamos a casa o donde encartara.


Sin alejarme un ápice de la realidad, también añadiría datos igualmente cotidianos como el narcotráfico a escala municipal; billetes amontonándose en las mesas a golpe de baraja; mensualidades desapareciendo en monedas por las ranuras de la Cirsa; diferentes grados de ebriedad generalizada y otros estados tóxicos producidos por la química ilegal. Hasta aquí, todo lo narrado es lo más extremadamente normal que ocurría en el bar de Sito un día cualquiera en el que no ocurría nada. Cuando algo pasaba más allá de todo aquello, era como si toda la locura del mundo conjurara contra los cuerdos.





Regurgitado por Cabronidas @

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