lunes, 23 de marzo de 2015

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

LUNES, 23 DE MARZO DE 2015

Amor de l’onh



Esta historia estaba destinada a ser, sin más, una historia de fútbol. Sin embargo, alguna cosa se ha debido a desajustar en mi cabeza que súbitamente ha abierto la puerta a nombres y hechos que nada tienen que ver con éste o ningún otro deporte. El asunto no es dramático pero es grave. Estoy un poco preocupado. De hecho he llegado a aconsejarme a mí  mismo frente al espejo circular del afeitado una visita al psicólogo, pero finalmente he rechazado mi propia recomendación por temor a ser otro. 

Yo tuve una profesora en la Facultad que se llama Victoria Cirlot. Victoria Cirlot es una mujer fascinante. La conciencia propia de su belleza andrógina, concretada en su cuerpo estilizado,  un rostro anguloso y una mirada celeste, le permitía aparecer sobre la tarima del aula como si fuese una diosa. Sus clases eran multitudinarias. El anfiteatro de bancos de madera se llenaba. Incluso se ocupaban los escalones que daban acceso a las bancadas porque a sus clases asistían estudiantes de otras asignaturas y especialidades que querían a toda costa escuchar y ver a la  Cirlot. Algunos intentaban registrar su voz en grabadoras de mano, pero ella no lo permitía. Miraba esos artilugios como un monje medieval asustado ante un catalejo. 

Cada día de clase Victoria Cirlot actuaba de la misma manera. Entraba decidida, se sentaba tras la mesa y se atusaba hacia atrás el cabello, levemente; a continuación levantaba la cabeza y nos miraba a todos como si escrutase algún misterio más allá de la última fila y en unos segundos el aula caía a sus pies en un silencio reverencial. Nos hechizaba a todos con su mirada y con su voz, que desvelaba semana a semana las claves de  las historias del Ciclo Artúrico, Lancelot (el Caballero de la Carreta) y Ginebra; juglares y trovadores; los venablos y las lanzas; armaduras, caballerías y torneos; las ponzoñas y los sortilegios; Merlín y Morgana, el amor cortés, en definitiva, el maravilloso mundo  de la ficción y del  amor medieval. 

Victoria jamás llevaba papeles. Jamás leía. Sus clases eran una constante evocación apasionada de sus saberes. Si por alguna circunstancia alguien bisbiseaba algo, o llegaba a sus oídos el más leve rumor, detenía de inmediato su discurso, contrariada. Entonces permanecía en silencio durante unos segundos y a continuación lanzaba una pregunta. Por supuesto allí no había valiente que respondiese, lo cual la contrariaba aún más. Seguía con su silencio hiriente y pasados unos minutos, hundida el aula en la más absoluta de las congojas, tras un gesto ostensible de desdén y de desprecio, iniciaba nuevamente la sesión. ¡Dios, cómo nos cautivaba esa altivez primorosa!. Un día nos pidió una definición del término Lírica. Yo levanté la mano y respondí. Hubo un silencio valorativo. La tragedia se cernía sobre la concurrencia. Finalmente Victoria ordenó desde su altar docente que todos escribiesen la definición que yo había balbuceado. Aquella tarde me sentía igual que un caballero triunfante explicando mis hazañas a los camaradas de la mesa redonda. Tanto fue la cosa que durante algunos días hice algunos amigos, fugaces amistades, que se interesaban sobre  todo por mis apuntes. 

En una de aquellas sesiones inolvidables, Victoria Cirlot nos habló sobre el amor de l’onh, el amor de lejos. En la Edad Media, los juglares y trovadores componían canciones en las que el amante lloraba la imposibilidad de estar con su amada y se regodeaba y disfrutaba con ello. De alguna manera gozaba con una melancólica sensación de tristeza que cultivaba día a día, que   le sumía en un pesar dulce por no poder alcanzar el objeto de su deseo. Aquel era un ejercicio poético platónico que practicaban los caballeros, en el que el placer estribaba en la no consumación del hecho amoroso, en la delectación de lo imposible. De alguna manera, aquellos caballeros y sus trovadores se avanzaban en unos cuantos siglos  a los románticos, hombres y mujeres embelesados frente al espejo ante su propia figura agonizante debido a un mal de amores que ellos mismos propiciaban. 

El pasado miércoles, miércoles de Champions, decidí ir al bar para ver el encuentro que disputaron Barça y Manchester City. Y allí se produjo ese extraño vínculo mental que me tiene tan preocupado. Como iba solo, me quedé acodado en la barra frente a la pantalla. Preceptivamente, comí mi bocadillo y  bebí mis cervezas, de manera que con el cuerpo ya templado me dispuse a disfrutar del encuentro. Gocé viendo a Messi  en la primera parte. Ese chico es un prodigio de la naturaleza. Cuando juega al fútbol da la sensación de que está escribiendo mentalmente una obra cumbre del arte universal. Juega tan absolutamente concentrado que consigue establecer una conexión sobrenatural entre sus piernas y su mente. Parece que es él quien piensa, describe y ejecuta, no solamente cómo va a jugar el balón que le llega, sino  cómo va a ser el partido. Quiero decir que da la sensación de que es él quien decide de un modo misterioso el transcurrir de cada una de las jugadas que van a tener lugar durante los noventa minutos. Nunca había sentido nada parecido viendo deporte alguno. 

Sin embargo, uno de los atractivos o de los puntos de interés de ese partido se encontraba fuera del terreno juego. Josep Gardiola asistió al estadio  acompañado de su amigo Estiarte. Por supuesto, el realizador encargado de la retransmisión televisiva le reservó una cámara para testimoniar con detalle, al mundo entero, cualquier gesto que hiciese  el antiguo entrenador de Messi, a quien, en el ecuador de la primera parte, en uno de los lances del juego, le llegó el balón un tanto escorado hacia la derecha del centro del campo. Inmediatamente dos defensas se colocaron a su lado y un tercero un tanto más retrasado. Messi inició la carrera con el balón pegado a sus pies y avanzó hacia el terreno contrario por la banda derecha. Los defensas le persiguieron, pero parecían ejercer más la función de escolta  que de rivales. Finalmente intentaron concretar su amenaza y pretendieron robarle el balón, infructuosamente, porque cuando este chico sale lanzado con él no existe todavía hombre en el mundo capaz de arrebatárselo. 

Si Messi se lo hubiese propuesto  podría haber seguido y seguido hasta la mismísima portería contraria, repitiendo así la famosa jugada que firmó hace algunas temporadas contra el Getafe, cuando todavía sonreía. Sin embargo hizo lo que solamente pueden hacer los genios. En plena carrera y con la presión de tres contrarios robándole el aliento, fue capaz de levantar la mirada y ver a Rakitic ocupando un hermoso espacio  a la derecha de la portería de Hart. De modo que, súbitamente, Messi detuvo su galopada y en esa acción magistral dejó a su perseguidores un metro más adelantados, espacio suficiente como para que, en cuestión de milésimas, el argentino pudiese levantar el balón en una rosca zurda, pulcra y perfecta, que le  llegó a Rakitic con precisión inverosímil, justo en el lugar donde éste podría batir por primera y única vez al guardameta Inglés. 

Guardiola, testigo de excepción de todo lo que ocurrió en el Camp Nou aquella noche, aplaudió el gol, pero inmediatamente después de levantó, alzó el cuello de su jersey hacia la boca y con ésta tapada, algo le gritó a su antiguo pupilo. Se ha especulado mucho al respecto de qué es lo que pudo decir Pep en aquel instante de goce. Y aquí lega el motivo de mi preocupación por mi salud mental.    

Porque mi tesis tiene que ver con el amor, con el amor de l'onh, el amor de lejos que practicaban y cantaban los trovadores y los caballeros medievales; el amor de alguien como Guardiola hacia un hombre como Leo Messi, que conocedor de la imposibilidad de tenerlo de nuevo entre sus filas, gozando de su magia, de su virtuosismo en la distancia, se  recrea en el sueño de poseerlo con la seguridad de lo improbable.

Pep Guardiola aulló su deseo, zafados los labios, consciente siempre de ser observado, meticuloso hasta en esos detalles. "¡Leo,  Ich liebe dich!",  proclamó Pep. Tras esa explosión ardorosa y esa expresión de amor hacia el jugador excelso, se esconde en realidad una cálida  melancolía con la que cada día, allí, en aquellas  tierras lejanas donde habitan los dioses bárbaros, se lamenta y se deleita; un sentimiento muy parecido al que expresó el trovador Jaufré Rudel hace nueve siglos, allá por el año 1145 : “Triste y alegre me separaré cuando vea este amor de lejos, pero no sé cuándo lo veré, pues nuestras tierras están demasiado lejos. ¡Hay demasiados puertos y caminos! Y, por esta razón, no soy adivino...¡Pero todo sea como Dios quiera” .*
 
En manos de  Dios pongo yo también el futuro de mi salud mental. 

*"El amor de lejos y elvalor de la imagen" Victoria Cirlot. Biblioteca Gonzalo de Berceo

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