martes, 2 de diciembre de 2014

LA MONSTRUACIÓN

MARTES, 02 DE DICIEMBRE DE 2014
Mi primera novia, a la que llamaré Bonifacio para preservar su identidad, no era una chica guapa, pero estaba muy desarrollada para su edad. A sus trece años, su cuerpo era el de una guitarra de curvas precoces y armoniosas capaz de evocar en quien lo contemplara las más bellas melodías. Yo tenía un año más que Bonifacio e íbamos al mismo colegio. Una fría mañana de enero, en el recreo, Bonifacio se acercó hasta mí y me dijo que llevaba un gorro de invierno muy bonito. Casi sin pensar, nervioso y azorado, le dije que su bufanda era aún más bonita y que se la cambiaba por mi gorro. Aquella bufanda desprendía un olor revitalizante, semejante al de la tierra recién regada por la lluvia. Desde ese día, siempre que el cielo llora sobre la tierra me acuerdo de Bonifacio. Los fines de semana salíamos en pandilla a deambular por las calles, plazas y parques de la ciudad, síntoma inequívoco de que no teníamos nada mejor que hacer. En una de aquellas excursiones, Bonifacio me cogió de la mano y me separó del grupo. Estaba anocheciendo y nos sentamos en el borde de la acera, y justo cuando el manto de la noche engullía la última luz del atardecer, se acercó y me besó en la boca. Fue mi primer beso. Desde aquel instante imborrable, me quedé perdidamente enamorado de Bonifacio y mi persona y espíritu quedaron irremediablemente a su merced.


Como corresponde a nuestra naturaleza hetero, Bonifacio y yo fuimos novios casi durante un año. En ese recordado intervalo de tiempo, ella vino a mi casa y yo a la suya, donde conocí a su madre y a su padre con el que, valga decir, evidenciaba un parecido severamente acentuado que iba más allá del lógico consanguíneo: la misma frente ancha, curvada y despejada cual capó de un 600, con ese gracioso nacimiento del pelo próximo al colodrillo, que en el caso de su padre era calvicie y en el de ella un remoto rasgo de belleza primitiva. Eso sin desapercibir la curiosa desemejanza entre sus diminutas orejillas de trasgolisto, y sus enormes incisivos centrales de castor que sobresalían amenazadores, impidiendo cerrar la boca y reclamando una ortodoncia. En un principio, pudiera pensarse que la naturaleza fue especialmente cruel con mi novia y su papá. Pero no es así, puesto que tuvo a bien la antedicha dotarlos de rasgos propios: ella no tenía bigote y a su padre no le crecía el pecho. Todas las veces que iba a casa de Bonifacio nos encerrábamos en su cuarto. La mamá y el papá de Bonifacio enseguida me calaron y me consideraron un niño inofensivo. De hecho, lo era, por lo que jamás mostraron oposición al respecto. Mientras ellos hacían cosas de mayores, mi novia se tumbaba sobre su cama y yo trataba de tumbarme sobre mi novia, pero sin éxito. Ella, entre risas y con movimientos firmes, me obsequiaba cariñosos empujones que me enviaban rodando al suelo. Sin embargo, yo perseveraba obedeciendo a mi ímpetu de amor pubescente y en una de esas, cuando ella descuidó su guardia (creo que expresamente), por encima del sujetador, la recia camiseta de algodón y el gordo jersey de lana... ¡conseguí tocarle una teta!


Se acercaba el verano y como cada año, Bonifacio y su familia irían a Mallorca a disfrutarlo. Ante semejante realidad, cruda y fatídica, mi tristeza aumentaba a medida que se acercaba la fecha inminente. Me preguntaba una y otra vez, entre hondos suspiros, qué sería de mí todo un largo y cálido verano sin mi novia, hasta que una tarde le comuniqué mi profundo pesar respecto a su partida. Ella, por el contrario, más que contenta parecía exultante, y para apaciguar mi desasosiego me dijo que me tranquilizara. Que había urdido un plan.


El plan de Bonifacio, algo intrincado y asombroso para su edad, consistía en que, como me iba a quedar sin novia durante unas semanas debido a su ausencia, me había buscado una de repuesto hasta que ella regresara de la isla. La elegida era una buena amiga suya a la que llamaré Clodomiro para respetar su anonimato. Bonifacio me explicó que había hecho creer a Clodomiro que yo estaba colado por ella y que íbamos a cortar. Esto, a bote pronto, no me gustó nada. Las crueldades y mentiras del amor son imprevisibles, y a menudo se revelan contra quien las utiliza. Además, y pese a que durante muchos años, obedeciendo a mi condición de hombre simple y primario, abanderé aquella frase que dice que todo agujero es trinchera, lo único que pude contestar fue un no; que yo no era ningún puto. Bonifacio, empleando una réplica que creo tenía más que estudiada, me dijo que no se trataba de ser un gigoló. Si no de ser una buena persona que trasmitía amor a otra buena persona, que además lo necesitaba. Aparte, añadió que Clodomiro, a la que yo conocía tan solo de vista, estaba conforme con su cometido de novia sustituta. Un punto a favor de aquel guiso desaguisado era que Clodomiro era guapa, pero sus futuros encantos corporales, más que dormidos, estaban más soterrados que la lava de un volcán muerto. Bonifacio finalizó diciendo que si yo accedía a semejante ardid, ella se sentiría menos culpable de sus posibles ligues que pudieran surgir en Mallorca. ¡Ajá!, pensé, ¡criatura diabólica y manipuladora!, ¡así que se trata de eso!


No obstante, Bonifacio, empleando sus prematuras artes de mujer, me convenció prometiéndome que para su regreso, me recibiría con un largo beso con lengua como anticipo de un tórrido apareamiento auténtico y sin ropa. ¡Madre mía! ¡Un beso con lengua y un apareamiento auténtico sin ropa! ¡Por fin! Mi relación con Clodomiro duró apenas una semana, puesto que no prosperó de acuerdo con el plan. Más que romper de mutuo acuerdo, fui yo quien tomó la difícil decisión de hacerlo. No estuvo bien, pero valga esta débil justificación, era un crío. Respecto a Bonifacio, cuando regresó de Mallorca, no le supuso ningún esfuerzo sentimental darme de tacón como si fuera un mero objeto, ya que no cumplí con mi parte asignada de aquella desastrosa maquinación. Aparte, según ella, hice daño a Clodomiro que era una de sus mejores amigas. De todas formas, de este tragicómico triángulo amoroso extraje una valiosísima lección sin fecha de caducidad, que me ha servido para estar a la altura de todas las relaciones que vinieron después: y es que aprendí de Clodomiro que los besos con lengua son húmedos y multidireccionales, y no con la lengua inmóvil y pegada al alveolo del paladar de la chica, como me había hecho creer Bonifacio, mi primera novia.





Post scriptum: Publicado en 2009. Revisado y republicado en 2014.

Regurgitado por Cabronidas @

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