sábado, 6 de diciembre de 2014

LA MALQUERIDA

Historia reciente de una araña que no tenía zapatos

Llegó una noche a finales de octubre. La oscuridad le permitía pasar desapercibida para todo aquel que anduviera en las sombras. Sin hacer ruido se quitó los zapatos echándose a dormir manteniendo cuatro ojos alerta. 
Estaba en un sitio desconocido, no sabía de las mañas de los habitantes del lugar. Porque debía haber alguien cerca, sus patas se lo decían.

Apenas amanecer, Liz Cristina estiró los cuatro pares de patas una por una mientras bostezando largamente fijaba su vista en el cielo azul que para esa hora despedía a la luna sin contemplaciones. 
Sentándose en la orilla de la hoja verde más cercana, recorrió los alrededores con mirada de araña patona de especie desconocida.
Llevaba una malla amarilla cubriendo el escuálido cuerpo. Haciendo juego con el sombrero de plumas de ácaro blanco adquiridas en su último viaje por la casa de la vecina de tres cuadras más abajo. 
Medias blancas con líneas negras estilizaban las largas patas, rematando con un moño negro en la parte más sublime de su anatomía arácnida. Era el outfit con el que solía viajar. 
Inmediatamente después sacó el bolso de piel de mosco regalo de Bruno, novio araño que tuvo y con el que no se pudo casar porque este emprendió un viaje muy largo al país de las amistades difusas y perecederas. ¿Punto final?

Mirándose en una gota de rocío que le servía de espejo, Liz Cristina se dio el visto bueno. Estaba muy hermosa.
Dando una vuelta para mirarse desde todos los ángulos no se sentía a gusto, algo le faltaba. Vestido ya, bolso ya, sombrero ya, maquillaje ya, medias ya, zapat... ¡zapatos! ¡Claro! 

Corrió a su recámara situada en lo alto de la gran telaraña cuidando de no rasgarse las finas medias. hechas por ella misma en una noche de insomnios abandonados. Abriendo el closet miró los cientos de pares de zapatos, la gran pasión con la que perdía el tiempo y el dinero.
Abriendo una caja, Liz Cristina lanzó un grito de terror, ¡estaba vacía!
Abrió otra y otra más. Nada,  ¡todos los zapatos habían desaparecido! 
A punto del infarto bajó corriendo ya sin importarle si se rasgaban las medias o no. Su preciado tesoro no estaba. La vida valía un sorbete sin ellos.

Recorrió de arriba a abajo cada cuarto, -tenía 30 en su mansión- por si acaso en sus aventuras oníricas los había cambiado de lugar, pero no, no encontró nada. 
Llorando a telaraña tendida no sabía a quien recurrir. Dejándose caer en el diván de la entrada soltó su pena tejiendo sin parar metros y metros de lágrimas para nadie.

Era una lástima verla gimiendo con escasa cordura.

Pasaron tres días en los que sintió que la vida se le escapaba por los hilos de su tristeza. No comía y eso que en su larga red habían caído unos cuantos escarabajos voladores y una que otra mosca panteonera.

Una mañana miraba los pies desnudos, mejor dicho patas desnudas. Sin los amados zapatos parecía pordiosera de medias rotas y dedos de fuera, mostrando la sordidez de araña pobre descalza.

Llora que te llora estaba cayendo en un letargo dantesco. Miles de zapatos de todos colores bailaban girando y girando con muecas de burla acompañados de música estridente. La muerte araña con su guadaña la acechaba.

En eso...

-¡Zapatos, ropa usada que vendan!- se escuchó allá a lo lejos. El pipiol ropavejero pregonaba su cantaleta de los jueves.
-¡Zapatos, ropa usada que vendan!

-¿Eh?- -¿Zapatos?-

Sin pensarlo dos veces salió a la calle sorteando los escobazos de la dueña de la casa quien al descubrirla pegaba chillidos de espanto.

-¡Señor ropavejero espere por favor!- gritó al llegar a la calle.

El pipiol al verla se asustó, pensó que se lo comería pero no. Aprovechando que el bicho se había quedado helado al verla, Liz Ceristina tomó todos los zapatos que el insecto llevaba. No estaban en buen estado pero algo es algo, peor es andar descalza pisando las frías baldosas del patio.

Se calzó uno, dos, tres hasta llegar a ocho y después se fue corriendo a su casita ante el estupor del ropavejero quien agradecía al dios de los pipioles ropavejeros que Liz Cristina no se lo hubiese almorzado.

Acostada en lo alto de la telaraña respirando su comodidad esperaba pacientemente llegara el desayuno. Poco después aparecía este en forma de mariposa multicolor salida de donde desde hace tiempo residía el gusanito invisible llamado Sr. Viskins pero no, hoy no toca comer mariposa, hoy toca comer pipiol.

¿Pipiol?

¡Corra señor ropavejero! ¡Corra!




Esta historia está basada en la vida de una araña que el otro día conocí, cualquier semejanza con la vida real es mera coincidencia.


 


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