EL POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI ® ©
VENGO DEL TIEMPO PARA VER Y PARA HABLAR DE NUEVO. DE LO QUE ME PAREZCA. DE LO QUE ME VENGA EN GANA. YO SÍ ESTOY DE VUELTA DE TODO. VENGO BUSCANDO A DOLORES, POR SI NO SE HA OLVIDADO DE MI. VENGO A CONOCER AL HOMBRE NUEVO DEL SIGLO XXI. VENGO A VIVIR LAS VIDAS QUE QUISE VIVIR PERO QUE NO EXISTÍAN. A ESO VENGO.
MIÉRCOLES, 3 DE SEPTIEMBRE DE 2014
Tan simple como el agua
He vuelto a casa después del mar y me he encontrado con los cristales de las ventanas del salón sucios, moteados de gotas de polvo, o de barro. Al salir hace un mes no cerré conveniente la persiana. La dejaría unos centímetros abierta, probablemente por seguridad, por simular ante posibles delincuentes estivales, amigos de la miseria ajena, que en casa sí que había alguien, que la casa seguía viva, que mucho ojito con intentar apalancar la puerta porque se iban a encontrar alguien que -valiente y protector de lo suyo- les hubiese dado hasta los buenos días.
Siempre me ha sorprendido el rastro turbio que el agua de la lluvia deja en los cristales. No solo supone una molestia, porque un día u otro tiene uno que limpiarlos, sino, por añadidura, todo un misterio. Puedo entender que un determinado tipo de precipitación rica en polvos saharianos sedimente sobre todo aquella superficie sobre la que cae, y pinte sobre el capó de nuestros automóviles una especie de lienzo impresionista que nos evoca la realidad venida de lejos, más allá de nuestro sur, como si se tratase de un mensaje en clave, un telegrama atmosférico, metafórico, que reclama nuestra atención -a pesar de que no escuchemos- sobre las desigualdades que se producen por el solo hecho de nacer a un lado u otro de un paralelo determinado.
Esa es la única explicación que hallo, porque de todos es sabido que la principal característica que posee el agua de lluvia es la ausencia de cualquier aditamento; la pureza, la limpieza de cada una de las gotas que se precipita desde del cielo y llena los lagos, los embalses o vuelve al mar, y discurre por las calles, arrastrando a su paso nuestras huellas en forma de basura y desperdicios.
Quien desee comprobar las virtudes del agua de lluvia no tiene más que salir a descubierto en plena tormenta y dejarse empapar. Si al tiempo que disfruta de la gozosa sensación de un reconfortante renacer también desea comprobar su inocuidad, deberá recoger un poco en el interior de un recipiente cualquiera. Tras el chaparrón no hay más que colocarse frente a la ventana y lanzar el contenido contra el cristal. Mientras respiramos el olor de la tierra, o vemos como se retiran las última nubes negras hacia otros lugares, nos daremos cuenta de que la superficie no solo no se ha ensuciado, sino que, allí donde ha chocado el agua, la luz del día se refleja con tal solidez que la ventana nos devuelve nítidamente el pasmo de nuestro rostro sorprendido como si en lugar de estar ante una ventana estuviésemos ante un espejo.
Ya pueden venir científicos y apóstoles de lo empírico a explicarme el fenómeno. No les va resultar nada fácil hacerme entender por qué en ausencia de cornisa o de cualquier otro elemento arquitectónico que pueda provocar la percusión de las gotas de lluvia contra el cristal, éste, tras mi ausencia veraniega, ha aparecido jaspeado por diminutas marcas circulares en su mayor parte, otras en forma de lágrima, y las menos totalmente irregulares, pero todas ellas con la particularidad de lucir un ligero rastro amarronado en su contorno, lo cual les confiere un carácter de boñiga de campo, minúscula defecación y en el mejor de los casos, el indicio de un estornudo imposible.
Dada la amplitud de la ventana del salón no resulta demasiado difícil imaginar una estrecha faja punteada de lado a lado de la zona inferior del cristal con innumerables huellas que podrían ser, en un mundo de insectos, los cráteres provocados por un bombardeo mortal, un campo minado, descubierto y desactivado a tiempo por el enemigo, o el paisaje desolado de un planeta destruido.
Sin embargo, ante la imposibilidad de dar con una explicación convincente, mucho me temo que nada de eso tiene más sentido que el afán por extraer del misterio un par de frases presuntuosas, por lo demás, exentas de toda lógica y vacías de contenido. De modo que, a falta de razones y vencido por el enigma, lo mejor es dejarse de especulaciones y borrar para siempre la señal de mi ausencia durante la que los días de agosto han traído hacia mi ventana vientos, agua y barros; los vestigios de un escándalo, los restos miserables de una degradación, o sencillamente -tan simple como el agua- la evidencia de la realidad obcecada que cada año vuelve y salpica el cristal con la única finalidad de disolver espejismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario