martes, 8 de julio de 2014

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

VIERNES, 4 DE JULIO DE 2014

Más allá del límite




(A mi hermano, a modo de abrazo, con amor)

Más allá del límite del camino hay nuevos lugares. Más allá de la silueta  azul de las viejas colinas  se precipitan hacia el valle ríos bravos de agua virgen. Al final de la vaguada, serpenteando los meandros, estoy seguro de que encontraría un mar que ahora ni siquiera soy capaz de imaginar: Sereno e impetuoso, dócil e indómito, gris  y cobalto, de brisas venéreas y galernas trágicas, oculto entre nieblas perturbadoras, resucitado en la luz del sol. 

Un jilguero se ha posado sobre una espiga verde y me asombra ver su habilidad para mantenerse, balancearse, jugar sin partir el tallo frágil, igual que si se recrease sobre un columpio de viento. Al verme, se fija en mí,  un solo instante; gira el pico desdeñoso, desconfiado, y parte hacia el aire, en busca de otra espiga. Otros vuelan en bandadas, a su alrededor, y giran y giran agitados  sobre el mismo lugar, llamando inútilmente su atención. 

Una culebra se cruza a mi paso en un breve zigzag. Ha dejado sobre el polvo de la vereda su huella sinuosa. Surgió del trigal como una centella carnosa, y se internó apresurada en el zarzal, entre arbustos, encinas jóvenes y flores de hierba. Dos conejos brincan y rebotan. Se detienen momentáneamente, respingan las orejas y desaparecen raudos  tras la ginesta amarilla. Por ahí deben tener su madriguera. 

Un caballo pasta solo en el prado. Ni se inmuta. Sigue rastreando el pasto, ensimismado, ahuyentando con su cola rubia, descuidadamente, alguna mosca osada. A veces levanta la testuz, sacude las crines, detiene sus  ojos  tristes sobre el vallado y vuelve a inclinarse hacia la hierba, en un gesto adictivo  con el que parece evadirse de una incurable melancolía. 

Hay nubes adornando el cielo alto, blancas como hueso de quijada. Son orondas y muy voluminosas. No pueden disimular su afán de protagonismo. Si el viento no lo impide, amenazan  con su presencia perpetua. Pero el viento soplará, estoy seguro. El hálito de aire que cimbrea la mies arreciará y las rasgará  hasta transformarlas en líneas inofensivas, por más que alguien crea que se han convertido en cuchillos o espadas. Es la trampa del atardecer, que invita a especular con apocalipsis en llamas. 

Un perro ladra. Guarda el establo de la granja que veo a lo lejos. Husmear, otear extraños,  esa es su tarea diaria, que cumple a rajatabla.  Sin embargo, reparo en que no le ladra a mi presencia, todavía demasiado distante. En realidad aúlla el eco lejano del desafío de un rastro de tiza que atraviesa el cielo, y pienso en la felicidad de vivir en un lugar donde los perros todavía  ladran a los aviones. 

Camino y sigo el camino, sin pausa, hacia el punto de origen. Esta noche, aquí, cuando la oscuridad enmascare el paraje y ya nadie transite, se lamentará el cárabo bobo y el cuervo negro graznará dormido sus pesadillas, hasta que el alba emerja más allá del límite y yo vuelva a caminar por estos campos, con la esperanza cierta de encontrar nuevas palabras.

LUNES, 30 DE JUNIO DE 2014

El punto de no retorno



En tierra se le teme y se  respeta. Ingenieros, pilotos y controladores aéreos lo conocen bien. Un piloto novato, durante sus primeras 100 horas de vuelo, no puede conciliar el sueño pensando en él. Se trata, ni más ni menos, que del punto de no retorno, ese momento crítico en que la aeronave ha alcanzado tal velocidad para emprender el vuelo que no existe ya modo humano ni técnico de detenerla, de modo que el avión despega y se eleva en busca del cielo, o se queda en tierra dramática y catastróficamente esparciendo a su alrededor fuego y ruina,  su fracaso y los destinos de centenares de vidas. 

Yo le tengo un miedo pavoroso a volar. Si viajo junto a mi amor, le provoco tales moratones en las manos que la señal queda como un recuerdo durante semanas. Si viajo solo, no me queda más remedio que cerrar muy fuerte los ojos, apretar el hierro de los reposabrazos hasta casi fundirlos y esperar a escuchar la vocecita del comandante comunicando a la torre de control que todo ha ido bien. En cada vuelo, hay dos o tres personas que expresan su miedo más o menos igual que yo. El resto del pasaje simula confiar plenamente en la operación, pero yo creo que  en realidad, en su interior, albergan el mismo terror, porque si no, no se entiende el silencio expectante y sepulcral que ocupa el interior de la aeronave durante esos diez o quince minutos críticos, solamente roto por el llanto del bebé correspondiente, un grito que a mí, particularmente, muchas veces me suena como una nefasta premonición.

Sin embargo, visto de otro modo, ese silencio tenso de un inicio repleto de incertidumbres, contiene en realidad las expectativas de una vida, los sueños y también el dibujo del trayecto completo  perfectamente planificado por inteligencias ajenas. Porque antes de saber que el verdadero momento crítico de un vuelo era el despegue, yo, a lo que le temía de verdad era al aterrizaje. De alguna manera despegar es el equivalente a nacer y tomar tierra viene a ser como la muerte, el final del trayecto, la ineludible llegada al destino. Por eso, quizá, dicen los ingenieros -con esa suficiencia orgullosa y soberbia que les caracteriza- que al aterrizaje no hay que temerle. Dicen que el piloto lo único que tiene que hacer es encajar perfectamente el morro en la pista y dejarse llevar, provocar la pérdida  y aceptar serenamente la tierra, el final; precipitarse hacia el suelo desde el cielo  y discurrir definitivamente a través de la pista hasta que el motor se detenga y pisemos un nuevo territorio, lo desconocido, antes incluso de que nos dé tiempo a rememorar algún detalle de la singladura. 

El punto de no retorno no es un concepto exclusivamente aeronáutico. Creo, más bien, que los sabios ingenieros lo tomaron de la vida y después se hicieron con la propiedad del significado, siguiendo la costumbre a la que les obliga su profesión. De hecho, el punto de no retorno tiene mucho que ver con el ámbito laboral. Cuando después de años de dedicación en una empresa viene al amo y te dice que ha seguido atentamente tu trayectoria, que conoce perfectamente tus virtudes, tu dinamismo, creatividad, pasión y dedicación, de tal manera que ha pensado en ti para ser su director, su hombre de confianza para una nueva etapa, para afrontar los retos que nos traen los nuevos tiempos, y vas  y, con ese desparpajo que te caracteriza le dices que no, que gracias por los piropos, y por pensar en mi, pero creo que el puesto me queda grande y  que, además,  tal y como estoy, estoy bien, la mar de a gusto, entonces uno, aunque crea que ha actuado bien, en conciencia, que ha quedado como un hombre al que hay que admirar por rechazar honradamente una oportunidad por la que muchos matarían, lo que en realidad  ha  provocado es un punto de no retorno. Porque lo que antes eran un dechado de virtudes ahora, a partir del momento justo de la negativa, se va a convertir en un saco informe repleto de  los peores defectos que cualquier profesional pueda acopiar y, ya nunca, jamás, volverás a ser un buen colaborador digno de la confianza de tus amos.

Y también al contrario. Cuando se abre una oportunidad de progresar en la empresa y uno cree que en justicia esa oportunidad le pertenece, y compite en buena lid con otras personas que creen igualmente merecer el puesto, pero por razones ajenas al proceso de selección, al concurso, a la competición, uno pierde, uno no se queda como estaba, porque aunque conserve su puesto de trabajo y las mismas responsabilidades o funciones y todo parezca seguir igual que antes de la competición, el hecho de perder  ha provocado, efectivamente, un punto de no retorno, un cambio profundo en las relaciones y en las percepciones imposible de detener o de neutralizar del que no sacaremos más que desprecios, órdenes y rebenques y, en el mejor de los casos, a lo sumo, cierta conmiseración paternal. 

La vida misma, nuestra existencia, el breve espacio de tiempo en el que se desenvuelve nuestra presencia en la tierra está jalonada de puntos de no retorno. De hecho, los provoca cada decisión que tomamos en la que se han dirimido dos disyuntivas, borrando, bloqueando  o eliminando para siempre un camino a favor de otro sin que lleguemos a saber nunca si aquello que en su momento despreciamos en pos de la posibilidad ganadora no hubiese sido mejor opción, o nos hubiese llevado a lugares que ahora son sumamente apetecibles pero a los que ya nunca llegaremos por mucho que nos haya ido razonablemente bien. Y es que el punto de no retorno no solamente nos habla de la renuncia, o de decisiones. El punto de no retorno nos habla también de nuestra completa e incurable inconformidad, de nuestra permanente insatisfacción que nos lleva a añorar algo que nunca sucedió pero que a menudo imaginamos como la hipótesis que nunca debimos obviar porque, tras ella, estamos seguros de que se hubiesen producido innumerables acontecimientos felices, una vida completa y realizada,  por mucho que nuestro presente sea el mejor que nunca hubiésemos llegado a imaginar.

El punto de no retorno es también colectivo; no solo nos atañe y nos condiciona como seres individuales. Hay grandes momentos de la Historia que así lo confirman, y no me refiero a coronaciones, edictos, asonadas o ni siquiera revoluciones. Hablo de  esos momentos anónimos, que ya nadie podrá documentar en el que el hombre ha dado pasos definitivos hacia una dirección determinada que han condicionado toda nuestra existencia de bestias sociales de pretenciosa y pretendida inteligencia.

Decía el glorioso narrador de “En busca del tiempo perdido” que “el pasado no sólo no es tan fugaz, sino que, además, permanece en su lugar” y que “estamos dispuestos a creer que las condiciones actuales de un estado de cosas son las únicas posibles”.  No creo que las palabras de Proust conduzcan al pesimismo. Sencillamente nos ayudan a asumir nuestro pasado, repleto de decisiones que en realidad son puntos de no retorno, de las que forzosamente debemos aprender porque, tal y como afirma nuevamente mi admirado narrador “a veces el futuro vive en nosotros sin que lo sepamos y nuestras palabras, que creen mentir, designan una realidad próxima”.

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