lunes, 16 de junio de 2014

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

VIERNES, 13 DE JUNIO DE 2014

El día de la bestia



Tengo un diente de leche que me baila. Es el canino premolar superior izquierdo. Es uno de esos dientes  aparentemente maduros que no se caen y  se  empeñan en permanecer  en su lugar, como si no supiesen que su tiempo ya ha pasado, sin importarles un bledo que lo único que hacen es  obstaculizar  el paso del siguiente, cuya función es verdadera,  depredadora  y rasgadora, que le faculta y le habilita para  triturar  todo tipo de carnes y pescados, turrones y  pan duro. 

Unos días después de mi último y glorioso episodio toxicómano ocasionado por el dolor inaguantable de una muela, visité  nuevamente al dentista para que pudiese intervenir la zona afectada. Estos tipos, en cuanto ven una boca abierta no  pueden estarse quietos. La odontóloga que me tocó en suerte se puso a comprobar el estado de todas las demás piezas  a base de  golpecitos propinados con un instrumento de metal  parecido a una escarpia. Desde entonces, puedo mover ligeramente con la lengua mi último diente   lactante. A veces, al comer, si el diente cae a peso sobre algún huesecillo, siento un ligero dolor, y  cada día que pasa desde los nefastos golpecitos,  noto que su fijación a la encía  es más débil y precaria. Tendré que hallar valor donde no lo  hay y  dar paso, de una vez por todas, al diente que por derecho propio debe ejercer sus funciones.

Como decía, días antes de la visita al dentista, una muela casi me lleva a la locura, de modo que  por ver si se calmaba el dolor  y me ayudaba a conciliar el sueño, tomé un  primer  Nolotil a las 23 horas. A las 5 horas de la madrugada seguía despierto. Había tomado cuatro pastillas  más y,  simultáneamente, había estado reduciendo sobre la encía que me hacía rabiar  el alcohol de media docena de  chupitos de orujo casero, pero ni por esas. La sexta pastilla la tragué poco antes del amanecer. Volví a la cama. Entonces, mientras saboreaba la esencias etílicas del último sorbo de orujo, súbitamente todo mi cuerpo pareció desprenderse de la piel y una sensación etérea, placentera,  como de genuina y auténtica paz uterina  envolvió todo mi conciencia y me sentí levitar sobre las sábanas hasta quedar por completo acostado, postrado en un estado de suma, indolora  y feliz relajación.

Me desperté sin dolor, lúcido, y con hambre. De modo que desayuné tranquilamente, leí el periódico y me fui al dentista. Le expliqué el intenso dolor que había sufrido la noche anterior y mientras me examinaba empecé a sudar y a marearme y manifestar arcadas vacías que prometían la inminencia de un vómito. Creo que balbucí algo inconexo. Recuerdo que  la cabeza se me descolgaba del cuello y que hacía esfuerzos titánicos por mantener los ojos abiertos, pero era imposible:  me iba, me iba, me iba. La dentista gritaba algo a la enfermera, ésta salió corriendo mientras la otra me abofeteaba una y otra vez  con el envés y  el revés de sus manos huesudas, y me gritaba en un inconfundible acento uruguayo, “¡volvé, volvé, no jodás, volvé, volvé, que me jodés viva!”. Finalmente me dieron a oler algo fuerte, amoníaco, o algo parecido, y volví.  Había empapado la camisa de sudor helado y según me decía la dentista, mi cara tenía el mismísimo color de la cera. Llamaron  a una ambulancia que poco después me trasladaría al ambulatorio, donde me recetaron unas pastillas y me aconsejaron sobre la posología  y  la prudencia de su uso razonable. 

Años antes ya me había ocurrido algo parecido, pero en muy diferentes circunstancias. Nos reunimos un grupo de amigos en una casita linda, en la localidad valenciana de Museros. Cocinamos y nos endilgamos una buena paella a la leña, tomamos café y licor,  arreglamos un poco el país, y cuando se fundió la tarde entre arreboles rasgados, nos metimos en casa, frente al fuego de la chimenea, a fumar, y a beber, sin prisas, sin ninguna prisa. Aquella noche nació y murió el "Colectivo Museros", de cuyos miembros en estado de gracia surgiría el primer esbozo de la película “El día de la bestia”. Nos juramentamos para que la idea no saliese de allí porque íbamos a poner todo nuestro empeño en producirla y rodarla. Creo, incluso, que alguien escribió en un papel algo parecido a un acta fundacional, donde todos los presentes en aquel aquelarre creativo comprometíamos el honor con nuestras firmas temblonas y blandas y, sobre todo, jurábamos no difundir el argumento. 

De hallarse  ese documento se comprobaría su redacción loca e hilarante, producto de los efectos estupefacientes de una docena y media de cigarrillos de marihuana elaborados con dos papeles, de rigurosa crianza mediterránea. Lo gracioso del asunto es que un año y medio después, efectivamente, Alex de la Iglesia estrenaba “El día de la bestia”.

Disuelto el "Colectivo Museros" el mismo día de su fundación y desperdigados todos sus miembros por el mundo, se me antoja  inútil  la tarea de averiguar quién se fue del pico y a qué  precio, y si el traidor o traidora consiguió a través de tamaña infamia labrarse una carrera en la industria cinematográfica española. 

Antes incluso de que ni siquiera Alex de la Iglesia supiese que se iba a dedicar al cine, un buen día de mediados de los 80, en el servicio militar yo insistía y se reían de mi. Se reían mucho, con ese tipo de carcajada nasal que se descuelga de la boca igual que un hilo de baba. Y no comprendía a qué venía tanta risa cuando lo estaba pasando tan mal. Me faltaba un brazo. Veía mi brazo derecho, y el izquierdo, pero en realidad el derecho no estaba. Me lo palpaba, apretaba el bíceps, el antebrazo, la muñeca; me pellizcaba en la piel y, a pesar de que visualmente estaba claro que había brazo, mi inteligencia, mi conciencia y el resto de mis sentidos  constataban una y otra vez lo contrario, que mi brazo izquierdo había desaparecido. Así estuve un buen rato, incluso en formación de retreta. Los compañeros próximos a mí hacían lo posible por mantenerme quieto. Cuando rompimos filas yo seguía con el convencimiento neurasténico de la desaparición  de mi brazo derecho, hasta que pudieron convencerme de que me acostase. El sueño y la noche hicieron el resto para que a la mañana siguiente recuperase sin problemas  la lucidez y la marcialidad castrense.

Esta especie de lindezas  autobiográficas no autoautorizadas  vienen a cuento de mi salud dental. De hecho no son más que una cortina de humo con la que camuflar la auténtica y aterradora verdad, la inexcusable e inminente  extracción  de mi último diente de lactante, el último vestigio de mi infancia, de aquel tiempo azul, inconsciente y feliz en el que un misterioso roedor  se encargaba de aliviar nuestra pena ante una nueva pérdida mediante el pago al portador de una triste moneda de a duro.

Reconozco que la evocación  de alucinaciones o de momentos de felicidad provocada por el consumo de drogas es una manera un tanto ingenua, y seguramente  inútil, de evadirme del futuro inmediato, de la realidad  de una extracción a corazón abierto que indefectiblemente  habrá de llegar. En eso debe consistir la madurez, en la aceptación inapelable  del relevo, del cambio, aunque sea a costa de dolor,  liberados de todo chantaje, con los pies bien asentados sobre el polvo del camino. Porque hay momentos en la vida en el que uno ya no está para cuentos. Uno ha crecido, se ha hecho mayor, conoce de lo que es capaz, se sabe libre y soberano y entonces, cuando esto es así,  de lo que tiene ganas es de morder, bien fuerte, de hincarle el diente al destino, sin intermediarios, sin nada ni nadie que obstaculice el trayecto  hacia un futuro en el que una nueva generación  de hombres libres habitará la tierra.

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