domingo, 1 de junio de 2014

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

JUEVES, 29 DE MAYO DE 2014

Desnudos


No estoy muy seguro, porque no recuerdo prácticamente nada, ni siquiera  el título, pero creo que la protagonizaba Alfredo Landa y  Nadiuska, la inolvidable Nadiuska,  la mujer con  quien mantuve un apasionado,  lúbrico, e inagotable  idilio durante los primeros años de mi  adolescencia. Era  una de aquellas películas del destape de finales de los años 70  que veíamos por 30 pesetas  en sesión doble  junto a  ‘El Zorro’, ‘Godzilla’ o  a Bud Spencer y Terence Hill.  Aquellas sesiones eran de lo más rentables porque  en una sola tarde teníamos la oportunidad   de vivir  aventuras y   ver tetas, o sea,  todo lo que necesitábamos  de la vida.
Alfredo Landa  interpretaba al típico españolito medio de la época, reprimido y obsesionado con el cuerpo  inalcanzable de las mujeres.  Ideaba toda clase de argucias por verlas parcial o completamente desnudas. Perforaba  pequeños agujeros en los tabiques de los lavabos, se parapetaba detrás de la ventana, frecuentaba el paseo marítimo con sus catalejos o se sentaba exageradamente retrepado en las terrazas de los bares  para poder mirar o llegar mínimamente a intuir  el oscuro misterio  del nacimiento de las piernas bajo las faldas. Pobre. Tal era su obsesión que un buen día, al salir de casa,  como si un genio le hubiese concedido un deseo, se sorprende extraordinariamente al darse cuenta de que ha adquirido el asombroso poder de ver a todas las mujeres desnudas. Ha sido ungido, por así decirlo, con el poder de la transparencia. A priori las ve vestidas, pero en cuanto siente la necesidad de saber y conocer qué hay tras la blusa, qué esconde la falda, el contorno real de las piernas, o la aureola  de los pezones bajo el sujetador, inmediatamente se desvela  ante sus ojos el misterio  de la desnudez femenina, tantos y tantos años  vedado.
Ya  digo que no recuerdo casi prácticamente nada de la película, pero la cosa es que Alfredo Landa, días después del  goce  frenético que le provocan sus extraños poderes, cae deprimido  en una extraña  crisis existencial, porque una cosa es ver y la otra muy distinta es tocar. Entonces  irrumpe  en escena  ese prodigio de la naturaleza llamado Nadiuska; Nadiuska, “luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Na-dius-ka ”.

Nadiuska me miraba a menudo desde las fotografías de la revista 'Interviu', o desde la más prometedora  oscuridad del cine con sus ojos de gata dañina, de animal salvaje, ofreciéndome esclavitud eterna tan solo  a cambio de mis sueños.  La desnudez de Nadiuska era la promesa de una patria, el paraíso perdido, una extraña mezcla de pureza y sexualidad indómita, una piel lejana, eslava, inalcanzable, que me provocaba estremecimiento, ansia, o quizá deseo,  y al mismo tiempo una dolorosa frustración, porque no hallaba nada de lo que de ella deseaba en los cuerpos todavía por hacer que yo tocaba, y sí una extraordinaria sensación de desvalimiento cuando, después de masturbarme frente a su mirada impresa, veía sobre mi vientre el rastro insignificante de la verdad.
Fue una casualidad de lo más exótica, porque esa película extraviada  en mis recuerdos  se asomó de nuevo  al presente  el domingo pasado, día de las elecciones al parlamento europeo. Debe ser el influjo que provoca Proust en mentes tan enfermas como la mía porque  el dichoso film me invadió mientras finalizaba la lectura de  “A la sombra de las muchachas en flor”. Sucedió justo al levantar la cabeza, después de leer  “ se notaba que no se vestía sólo para la comodidad o el adorno de su cuerpo; estaba envuelta en su vestimenta  como en el delicado aparato y la espiritualidad de una civilización”.
Sin embargo, la hermosa Nadiuska y el inefable Landa fueron los últimos en aparecer en el proceso de extravagantes conexiones que  la frase de Proust suscitó en mis pensamientos. Antes pensé en Mariano Rajoy. Le vi en pie, detrás de un atril, impecablemente trajeado, firme y decidido, como siempre, lanzando uno de sus discursos, con la seguridad de quien se sabe escuchado, disfrutando de  los parabienes de su auditorio, provocando  las ovaciones de sus seguidores, el interés  y la atención de sus contrincantes… Y en un instante lo estaba viendo desnudo, completamente desnudo, erguido muy dignamente detrás del atril, moviendo los brazos fofos, blancuzcos, tocados en los hombros de un oscuro vello homínido. A veces, en el fragor del discurso, se balanceaba levemente hacia los lados y entonces podía distinguir las lorzas inmisericordes, la extrema delgadez de sus tibias, endebles y huesudas en contraste con los muslos gruesos  y blandos, casi sin pelos , cerúleos e  inapetentes, adornados por la marca fronteriza  que tatúa el sol en la piel de  quienes suelen vestir  coulottes de ciclista.
Es cierto, pude haber retirado el atril, pero ni se me pasó por la cabeza. Era suficiente con ver las arrugas en los costados del  pellejo de su pecho caído, las axilas grises cuando alzaba las manos en señal de victoria, y algunas verrugas negras aquí y allá. Suficiente como para que en ese instante de desnudez humana que engendró mi imaginación patológica quedase al descubierto, también, la realidad del personaje, despojado de toda máscara, de la más elemental coraza con que se protegen quienes nos gobiernan para granjearse nuestros respetos,  nuestra confianza  y para violar nuestra ingenuidad.
No solamente desnudé a Rajoy. Hice lo propio con Rubalcaba, y con algún otro, hombre o mujer de la política y  de la  delincuencia politicofinanciera, pero me di cuenta de que visto uno, vistos  todos. Al fin y al cabo, tal y como afirma el narrador de Proust  “ el tipo de fraude que consiste en tener la audacia de proclamar la verdad, pero combinando con ella buena parte de mentiras que la falsifican, está más extendido de lo que parece”.
Así pues, el insólito e involuntario ensayo mental que experimenté  había causado un efecto revelador. Desde luego, mis intenciones y mi motivación era muy diferente a las del pobre españolito que interpreta Alfredo Landa , y en consecuencia los resultados también, quizá porque no había espacio para alguien como Nadiuska, que nos convocaba por aquellos años  a  la hipnosis de la verdad, de los cuerpos sinceros;  la desnudez hermosa, abierta, y redentora; la desnudez emancipadora   de la represión que nosotros mismos nos imponemos, empeñados en aceptar el engaño, la apariencia, el disfraz, las reglas morales del respeto, la admiración y la obediencia dictadas por quienes solamente merecen desprecio.  

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