viernes, 16 de mayo de 2014

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

JUEVES, 15 DE MAYO DE 2014

Caballeros oficiales



Me cuesta tanto trabajo mentir que hasta ahora mismo no me he decidido a hacer pública esta historia. La primera vez que les vi fue un viernes, uno de esos viernes cualquiera, a la sombra del porche en el que me tomo el café y el whisky después de comer mientras garrapateo frases y ocurrencias. Desfilaban delante de mí, hacia la puerta del restaurant, uno detrás de otro, silenciosos, marciales, discretos, perfectamente uniformados, sin los cascos y las protecciones que les confieren en acción ese aspecto intimidatorio de robocops invencibles,  una treintena de agentes antidisturbios del cuerpo de los Mossos d’Esquadra de la Generalitat de Catalunya. Segundos antes se habían apeado de sus lecheras, aparcadas en cuidadosa formación de batería, que les transportan desde la base hasta la misión, desde la misión hasta el restaurante y desde el restaurante, nuevamente, hasta la base. 

Recuerdo un día, no hace mucho, en que la aparición frente a la puerta del establecimiento de semejante comitiva coincidió con la entrada de una familia entre la que se hallaba una señora de edad avanzada que caminaba con la ayuda de un andador. Uno de aquellos caballeros catalanes defensores de la ley y el orden se adelantó  raudo a sus compañeros y muy amablemente le abrió la puerta a la anciana para que pudiese acceder con más facilidad al interior. La mujer y los parientes que la acompañaban -un poco impresionados, no tanto por el detalle  sino por el gran estilo solícito con que franqueó la entrada- se prodigaron en agradecimientos de toda índole, a los que el agente -un armario ropero próximo a los dos metros- efectuó una educadísima e inolvidable semireverencia de modestia y servicio público. Después, ése día ya no volví a verles, porque los dueños del restaurante les reservan siempre un salón en la planta baja, donde pueden disfrutar de la comida del último día de la semana en íntima y exclusiva camaradería uniformada. 

Éste  viernes pasado, una tercera parte del grupo completo, el equivalente a lo que debe  ser una dotación completa de antidisturbios  transportados  en una lechera, desembarcó nuevamente en la masía, aunque de modo diferente. Eran una docena de ellos. Los reconocí al instante, todos fibrosos, atléticos y muy deportivos,  porque aunque llegaron allí  vestidos de  paisano en sus vehículos particulares,  entre ellos identifiqué al gigante caballeroso. Cuando entraron yo ya estaba comiendo. Esperaba a que me sirviesen el segundo plato ( pies de cerdo a la brasa, que los preparan como en ningún otro sitio, después de haber disfrutado de  un xató exquisito, aderezado con una salsa romesco como dios manda, espesa y encarnada igual que sangre sobre la frente.) 

El primero en irrumpir en la sala fue precisamente el armario ropero, que días antes le había abierto galantemente la puerta a la ancianita del andador. Entraba efectuando el gesto militar  con el que un sargento conmina avanzar al pelotón en el campo de batalla. Solo le faltó hacer sonar un silbato. Vestía camisa floreada remangada hasta los hombros y por eso se podían ver claramente  sus dos brazos completamente tatuados, desde el codo hasta el borde de la manga, con formas espinosas que se entrelazaban entre ellas como si fuese una hiedra dañina. Nada más llegar a su  mesa se hizo con una servilleta, la extendió, y acto seguido se la anudó  a la cabeza como si fuese un pañuelo pirata, porque como estaba decorada a cuadros y en sus dos orejas lucía sendos aretes, daba realmente la sensación de haber salido de una versión  cutre de una de las historias de Stevenson. Al ir entrando los demás, uno tras otro se afanaron  en imitar la gracia de su compañero entre grandes risotadas, gritos y onomatopeyas guturales, cada cual con su propio estilo. Algunos lograron parecerse más a un pintor de brocha gorda que a otra cosa; otros, con sus gafas de sol puestas, querían emular a un ángel del infierno y unos pocos, los más patriotas, se colocaban el pañuelo a la manera de un cachirulo maño.

Lógicamente no les costó mucho erigirse en los protagonistas absolutos del restaurante. Eran  el centro de atención de todos los comensales, quienes mirábamos de reojo, o de un modo ostensiblemente contrariado, las evoluciones de  semejante cuadrilla.  Ninguno de ellos hablaba catalán. Todos, la docena completa, utilizaba el castellano para expresarse y comunicarse. Mejor dicho, se gritaban entre ellos a través de una variante dialectal del castellano; ese dialecto arrabalero que se come ostentosamente algunas consonantes, que utiliza palabras calés, y que evita quien lo habla,  en la medida de lo posible, cualquier signo lingüístico que pueda denotar  cultura, sensibilidad, educación o una mínima alfabetización. Porque el objetivo final para  quienes dominan este idioma es  evitar dar a entender a los demás que uno ha perdido medio gramo de hombría, no arriesgarse a  parecer débil ante la tribu, ofrecer sospechas de  finolis o, lo que es peor, que uno es un pedazo de maricón.

Finalmente se sentaron y se inició la fase de fotográfías, que inmortalizarían en los respectivosfacebooks la audacia colectiva en público y la diversión simpar que estaban experimentando. Los camareros soslayaban su presencia y no se atrevían a  detenerse allí. El jefe de sala les reunió dentro de la cocina. Yo les veía a través del ojo de buey de la puerta que la separaba del comedor y ellos miraban inquietos por la misma ventana hacia donde esperaban los caballeros oficiales. Por fin, tras unos minutos de deliberaciones, una camarera, valiente, sonriente, dispuesta al sacrificio,  salió del cónclave y se dirigió decidida hacia la fatídica mesa.  Inmediatamente, uno de ellos, el más bajito, quizá el mayor, aulló como un lobo y le espetó dos piropos soeces, que fueron jaleados por toda la manada como si nunca en su vida hubiesen visto una mujer, como si en lugar de una trabajadora, ante ellos se hubiese presentado una oveja. Satisfecho con el protagonismo que había adquirido, el lobo viejo continuó con su perorata machista y prodigó giros y requiebros de lo más vulgares, entre los que repitió un par de veces, por parecerle muy ingeniosas, uno referida al tamaño de la butifarra y otro a su preferencia por el conejo poco hecho. 

La camarera escuchaba estoicamente, armada de paciencia. Les miraba sonriendo, con una sonrisa de desprecio que aquellos energúmenos ni siquiera supieron interpretar. Tomó nota de la comanda y a partir de ese momento el grupo se olvidó de ella. Progresivamente la mesa se fue llenado de pan, vino, all i oli  y todo tipo de carnes, de manera que  las bestias concentraron toda su atención en la pitanza.  Yo, mientras tanto, ya había terminado con los pies de cerdo. Esperaba  la cuenta para poder salir al porche a tomar el café, entretenido en observar, uno a uno, a los seis componentes que se habían sentado frente a mí. Y entonces me llevé la penúltima sorpresa de la jornada. Uno de ellos en realidad no era uno, sino una. Una caballera antidisturbios, una defensora  de la ley y el orden, una mossa d’esquadra riendo, gritando, golpeando la mesa y participando del festín  del mismo modo que el resto de sus compañeros. En  el aspecto de aquella mujer no había nada que hiciese pensar que lo era. De hecho, ante las imprecaciones procaces del mosso veterano,  fue una de las que más le había reído la gracia. Lo supe porque en un lance con uno de sus camaradas en el que chocaban las manos al modo de pulso, la postura  de costado reveló la silueta de sus pechos. De ella- más que de ningún otro componente- me llamó la atención una expresión bobalicona, enmarcada en una frente prominente, neardental,  muy próxima a la frontera convexa de una inteligencia normal  que hubiese hecho las delicias de Cesare Lombroso. 

Finalmente me llegó el turno de pagar y pude salir. Afuera, bajo el porche, me sirvieron el café y mi copita de whisky. Un café espeso, corto, amargo, muy rico, que me gusta acompañar simultáneamente con breves traguitos de la copa. Debería llevar allí unos diez minutos sentado, dándole vueltas a lo que había presenciado y garabateando algunas ideas, hasta que apareció en el porche el lobo, el más viejo de la manada, teléfono en ristre, y con aspecto de contrariedad, preocupado, como si alguien le estuviese dando una mala noticia. No decía nada. Solamente escuchaba. De vez en cuando intentaba responder,  pero tan solo acertaba a balbucear afirmaciones lacónicas, lo que tú digas cariño, sí, sí, no tardaré, no te preocupes, llegaré a tiempo, yo iré a buscarles, no, no beberé mucho, sí, sí cariño, sí, sí, lo que digas… Al finalizar la conversación introdujo el teléfono en el bolsillo trasero del pantalón, miró al cielo, emitió un bufido y entró en el lavabo. Yo miré la hora. Eran más de las tres. Guardé la libreta en la cartera, le di un último sorbo al whisky y me fui satisfecho, con la sensación orgánica de calor interno que anuncia una buena siesta, en la que intentaría imaginar la figura y el rostro de la mujer que habló con aquel caballero oficial acostumbrado a recibir y ejecutar órdenes sin preguntar.

1 comentario:

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    ─────────▀▐█▀─── Feliz fin de semana... B E S I T O S

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