miércoles, 26 de marzo de 2014

RAFAEL REIG, ESCRITOR, SU ÚLTIMO LIBRO SE LLAMA LO QUE NO ESTÁ ESCRITO, POR CIERTO ES BUENÍSIMO, OS LO RECOMIENDO. RAFAEL REIG ES LIBRERO DE LA LIBRERÍA FUENFRÍA.

Carta con respuesta

El Lazarillo de Ávila

Bueno, menos mal, porque qué afán con hacernos comulgar con piedras de molino. El artículo de Olga Rodríguez sobre lo de ayer y ahora esto de Sáenz de Ugarte, algunas muestras de que otro periodismo, sí, es posible. Lacenia.
Sin duda hay otro periodismo y se lo agradezco a mi amigo Iñigo Sáenz de Ugarte. Sin embargo, me pregunto si la novela está cumpliendo también con su deber de proponernos otro relato de la Transición. Me temo que no.
La clave, como me explicó un día en un tren Antonio Orejudo (es una de las ventajas de viajar en tren), es que la Transición debería contarse a través del género novelesco más característico de la literatura española: la novela picaresca. Cuando alguien escriba la Transición como novela picaresca (ojalá sea el propio Orejudo), seremos capaces de leer nuestro pasado y comprender sus consecuencias y a qué “cima de toda buena fortuna” hemos llegado.
La Transición no se entiende sin tener en cuenta que no es más que el resultado de las fortunas y adversidades de dos pícaros, el clásico pícaro castellano (como el Lazarillo), que fue Adolfo Suárez; y el no menos célebre pícaro sevillano (a la manera de Guzmán de Alfarache), que fue Felipe González.
Desde muy abajo, espoleados por el hambre (de poder), ambos se encumbraron hasta lo más alto a fuerza de astucia, ingenio, encanto personal y multitud de trampas y engaños picarescos.
Suárez fue mozo de muchos amos, el primero quizá Herrero Tejedor, y a todos les engañó dejándoles creer que eran ellos quienes le estaban engañando, como recuerda el artículo con respecto al rey y a Fernández Miranda, con quienes sus aventuras no desmerecen de los lances de Lázaro con el ciego.
Era Suárez mozo apuesto y de gran simpatía, embaucador y lo bastante osado como para apostar aunque no llevara cartas, y además valiente. Era capaz de ardides rocambolescos, como alquilar una casa cerca de El Pardo, donde agasajar a los que iban al Consejo de Ministros con el Caudillo; de jugar con dos barajas, como en el caso del PCE; y hasta de tener iluminaciones visionarias, como le ocurrió con el estrecho de Ormuz (aunque entonces se consideró una chaladura).
Su tarea fue comparable a la de Aníbal: atravesar los Alpes que separan la dictadura de la democracia llevando consigo a todos los elefantes del franquismo (incluido el famoso Elefante Blanco del golpe de Estado, que sigue siendo la gran ballena blanca, nuestra Moby Dick todavía sin capitán ni arponeros que la persigan por los siete mares).
Algunos proboscídeos franquistas se despeñaron en la travesía, como Carlos Arias, que llegó maltrecho, pero a la mayoría los condujo sin daño en las trompas hasta la tierra prometida, de la que disfrutaron con honores y gaiteros.
El “caso” que Lazarillo quiere explicarle a “vuestra merced”, es decir, si es verdad o no que su mujer se acuesta con el arcipreste es parecido al nuestro, y sólo puede entenderse a través de las enseñanzas que Lázaro ha recibido a lo largo de su vida: arrimarse a los buenos, callar y sacar ventaja, cuidar sólo la apariencia y no mirar nunca debajo de la manta. Por eso, si al arcipreste le agrada su mujer, él mira para otro lado y pone la mano.
El "caso" de nuestra democracia cornuda y consentidora es el mismo y sólo se entenderá leyendo las novelas picarescas El Lazarillo de Cebreros y El Guzmán de Dos Hermanas.
A ver quién se anima a escribirlas. Orejudo, ponte a la máquina, amigo.
Como Lázaro, ahora vivimos “todos tres contentos”, el pícaro, su mujer y el arcipreste, con el único objetivo de tener la fiesta en paz, y barriendo debajo de la alfombra lo que nos podría perjudicar o poner en evidencia, guiados por el “consenso”, que no es otra cosa a fin de cuentas que la moral del pícaro.
Mientras nos den lo nuestro y no haya demasiados dimes ni diretes, qué importa lo que hagan nuestra mujer y el arcipreste.

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