viernes, 21 de marzo de 2014

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI

MIÉRCOLES, 19 DE MARZO DE 2014

Un trabajo honrado



Él creyó que yo no sabía la causa por la que aquella tarde, hace ahora dos meses, llegó a  casa con la cara hecha un poema. Pero el que no sabía nada de nada era él,  tan joven, tan  ingenuo. Siempre ha sido un idealista. La edad. Debe ser la edad. Aunque yo a sus  años  estaba por otras cosas. Por  ganarme la vida, salir de casa, independizarme, formar una familia, y trabajar, de lo que fuese, honradamente.
Cuando entró tenía  la nariz reventada, totalmente deformada,  porque el tabique nasal se le había desplazado como si fuese un boxeador  y dos algodones le taponaban la hemorragia. Además, toda su expresión, entre  dolorida e incrédula, se había convertido en una especie de careta deformada,  sucia y amarillenta, debido a la mezcla escandalosa del yodo sobre el morado púrpura del derrame generalizado que le provocó el trauma. En la ceja izquierda lucía tres grapas. Casi no podía hablar a consecuencia de la tremenda tumefacción de los labios. Le faltaba un diente. Le habían vendado  la oreja en la que le colgaba el piercing  y además  caminaba visiblemente encorvado, como un viejo.  Cuando quise preguntar, antes incluso de alzar los ojos para emitir la preceptiva exclamación admirativa, me soltó una de las escusas más típicas y menos elaboradas que alguien pueda dar: Que se había zurrado con un tipo porque le había tocado el culo a su chica.
Pero él -¡pobre ángel mío!- no sabía, no sabía nada de nada. Ignoraba que yo ya  esperaba verle en ese estado. Ignoraba que, tratándose de hijos, papá lo sabe todo; a veces, incluso, antes de que acontezca.  Aun así,  a pesar de su  aspecto,  no me quedó más remedio que aguantar el tipo. Si pretendía mantener mi secreto  a salvo,   tenía el deber y la obligación de  transmitirle  cierto equilibrio expresivo, ese ademán  incierto y complejo que comunica al mismo tiempo  sorpresa horrorizada , serenidad  reconfortante  y,  sobre todo, disponibilidad total para el  consuelo. Porque un padre es un padre, antes que cualquier otra cosa en la vida.  Y en casos así, cuando está en juego la seguridad y el futuro,   lo mejor es  la sangre fría, el control sobre la mente y  el autismo hacia el dolor ajeno. Así me enseñaron.
No obstante, el pobrecito mío lo desconocía  todo, confiado desde bien pequeñito en lo que yo  le decía cuando  insistía, por ejemplo,  en preguntarme sobre  mis asuntos laborales y yo le contestaba con evasivas, con la respuesta de siempre, con el argumento que escuchó desde que empezó hablar, desde que un día llegó del colegio y me preguntó ¿Y tú, papá, de qué trabajas? Por eso, hace ahora dos meses, cuando le vi entrar, me dije: hasta aquí hemos llegado.
Ahora que estoy parado, tengo mucho tiempo para pensar. Sé que a pesar de la situación económica hice lo correcto, porque no hay día que no le recuerde tirado sobre al asfalto, acurrucado como un animalillo indefenso,  bajo  las porras de mis compañeros, y  yo con ellos, camuflado tras mi máscara reglamentaria  viendo  la sangre -sangre de mi sangre- deslizándose por su rostro todavía imberbe, y el humo flotando como una niebla lacrimógena, y el sonido de las sirenas  al final de la calle, justo en el lugar donde habíamos planeado acorralar a los manifestantes que aquella mañana salieron a pedir más becas, más educación y  más profesores.

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