sábado, 7 de septiembre de 2013

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI


Chillida oculto

Han pasado muchos años desde entonces, tantos,  que el recuerdo es  claro y  sincero como el cielo que nos cobijaba. Era agosto, en Castrillo de la Reina, a  mediados de los setenta, un pueblecito serrano de la provincia de Burgos. Allí, en aquel tiempo, a 1.000 metros de altitud, el asfalto se derretía: no es una fórmula  retórica para explicar  el calor que hacía; es una frase objetiva que escribo para explicar que el pavimento era tan deficiente que si uno pisaba la carretera  entre el mediodía y el atardecer, el pie se hundía como en una piscina de arcilla. Sin embargo, las huellas de las pisadas humanas, de las ruedas de los carros o de los animales  no permanecían,  porque sobre ellas, constantemente, circulaban camiones de gran tonelaje cargados de árboles muertos, rectos y voluminosos, procedentes de los pinares de la sierra, de manera que el alquitrán de la calzada se amasaba durante horas, sin descanso, un día tras otro, como harina para hacer pan. De hecho, los que vivíamos en las casas que tocaban a la orilla, o a lo que debería haber sido un arcén inexistente, durante los días que más apretaba el sol percibíamos  cierto perfume a brea hirviendo.

La carretera  atravesaba (todavía atraviesa)  todo lo que es de largo el pueblo en  una pendiente moderadamente pronunciada  durante dos quilómetros que, hacia el norte, llevaba hacia los pueblos de la vertiente soriana de la Sierra de la Demanda, a los  bosques espesos  de pino albar y a los aserraderos donde se manipulaba, y hacia el Sur a Burgos, por tierras de Lara. Vista desde el alto de La Muela, parecía una única vena gris  que nos alimentase  porque  sin ella, muy probablemente, Castrillo hubiese ido languideciendo hasta quedar  deshabitado. O  quizá no, porque siempre ha contado con un grupo muy fiel de veraneantes y de personas que, pese haber emigrado a diferentes lugares del país, han conservado allí su vivienda y frecuentan el pueblo todos los meses del año.

Cuando yo era una criatura que ya aspiraba a vestir pantalón largo,  pasaba las horas muertas sentado a la orilla de esa misma carretera, sobre todo después de comer, a la hora que más picaba el sol, porque con semejante calor era imposible encontrar alguien con quien salir a sitio alguno. Me sentaba en el suelo, junto a mi hermano pequeño, al abrigo de la sombra de las casas de enfrente y allí, con las rodillas recogidas entre los brazos, nos dedicábamos a observar sin más el paso de los grandes tráilers, que olían a la madera recién cepillada de los troncos, y a jugar, sin mover más que la cabeza de un lado a otro, igual que los dos mexicanos del chiste. Como la cuesta se iniciaba en aquel mismo punto, apostábamos a  predecir si el chófer cambiaría de velocidad con el doble embrague antes de llegar a la curva de la iglesia, o si, por el contrario, se trataba de un novato, un vulgar pisapedales que iba a  dejar morir el motor en el momento de acometer la primera pendiente de la carretera, muy tortuosa y en constante subida hasta que llegaba a tierra de pinares.

Uno de esos días,  poco antes de que la tarde se pudiese soportar, mi hermano y yo, de repente, nos levantamos tan rápido como si nos hubiese picado un tábano en la era.  Surgidos como de la nada, igual que  si se tratase de una aparición cinematográfica o de un espejismo fantástico, pasaron uno tras otro, en caravana, cuatro jeeps americanos  descapotados; cuatrowillies, como se les llamaban entonces, de los que procedía el sonido californiano de  rock’n roll inédito, donde viajaban 12  jóvenes (tres por cada jeep) , melenas al viento, foulards al viento, gafas de sol John Lennon,  cigarrillos atrompetados , color, alegría y sonrisas y carcajadas a toda velocidad, manos arriba y  ¡yupie yupie yuuhuuu!.

Mi hermano y yo nos quedamos muy quietos, entre fascinados y alelados, con la mano en la frente en forma de visera, mirando  hacia la parte norte de la carretera  por donde desapareció  el  convoy. Así permanecimos unos segundos igual que pasmarotes, esperando qué se yo qué nueva sorpresa, a que diesen media vuelta y volviese a pasar hacia abajo, o quizá a que alguien viniese a explicarnos aquel fenómeno que acabábamos de presenciar. Después nos miramos fijamente, con la boca muy abierta. Como entonces no se decía ¡mola!, no supimos qué decirnos. Lo que sí hicimos fue cruzar corriendo la carretera, entrar en casa y, atropelladamente, despertamos a todo el mundo de la siesta para explicar a gritos, o preguntar, o las dos cosas a la vez, el gran suceso del verano.  Mamá no sabía nada. Nos hacía preguntas acerca de lo que le explicábamos para darnos una respuesta. Mamá utilizaba lo que se llama el método socrático de la Sierra. Al final, después de escucharnos y esbozar todo tipo de muecas, nos miró muy seria, como intentando cubrirse de autoridad y concluyó su enseñanza diciendo “¡pues unos chicos en coches, qué va ser si no!”. Pero mi abuela,   atenta a la conversación, enseguida salió por la puerta de la cocina y apostilló: “Los Chillidas hombre, son los Chillidas”.

En Castrillo, como en todo pueblo que se precie, todo dios tiene su mote. Así que en principio mi hermano y yo pensamos que lo que vimos circular por la carretera  eran  los hijos de alguien  a quienes se referían con aquel apodo. Mientras rumiábamos la respuesta que nos había dado la abuela, mamá acrecentó nuestra incertidumbre porque, aun siendo ella nativa,  interrogó a su vez a su madre para saber de quienes eran hijos los llamados Chillidas.  Justo entonces, a tiempo para participar  de una manera  decisiva,  apareció por la puerta que daba a los dormitorios mi hermana mayor, que en aquellos años ya se fumaba sus “Fortunas” a escondidas. “Pues los Chillidas son los hijos del escultor ese tan famoso, mamá, que están aquí y que son todos muy hippies”. Aquí emitió un suspiro, como admirativo, elevando los ojos hacia el techo. “En cuanto pueda me compro unos campanolos igualitos a  los que llevan” espetó finalmente  muy digna, y muy sabia, en un momento de gloria suprema que la posicionaba como la más puesta sobre la actualidad del pueblo, sobre las últimas tendencias  y, al mismo tiempo, la reafirmaba como la hermana mayor, cosa que, lógicamente, a nosotros dos nos empequeñecía y nos dejaba en la situación de los dos mocosos de la casa que no se enteran de nada.

La abuela asintió mirando a mamá, y certificó la información que dio mi hermana, la cual, a su vez, nos miró a nosotros, con el desdén propio de los que se saben triunfadores ante rivales de poca monta.  Después, en unos segundos, la abuela actualizó a mi madre sobre el caso: Eduardo Chillida es un escultor muy famoso de San Sebastián, que según dicen incluso ha salido por la tele. Chillida compró ese mismo año El Molino de El Colgao,  una vieja casa serrana, aislada, medio camuflada entre la vegetación de  un paraje idílico al que se llegaba  por el camino que lleva a la zona de Los Vados. Chillida, desde aquel año, veraneaba allí con toda la familia. Habían contratado a un vecino de mis abuelos que pedaleaba cada día  los ocho kilómetros de ida y vuelta en su  bicicleta,   para cuidarlo  y llevar a cabo las labores de mantenimiento y por eso, mi abuela  lo sabía de primera mano. “Pero casi todo el pueblo lo sabe, porque cuando está aquí, los domingos no falta a misa y es un hombre que llama la atención. Es muy alto, tiene porte como de actor de cine o de deportista. Va siempre con su mujer y echa un billete de mil pesetas en el cepillo.” añadió mi abuela a la explicación.“¡Mil pelas, joder, mil pelas!”, exclamé mirando a mi hermano, al tiempo que retractilaba el pescuezo para amortiguar la colleja que me propinó mamá mientras asentía a la información de la abuela, que todavía amplió con algún que otro detalle,  como por ejemplo, que excepto para ir a misa, jamás bajaba al pueblo; que nunca se le veía ni en tiendas, ni bares, ni hablando con nadie, y que tampoco su prole se dignaba en mezclarse con los jóvenes que venían de todos los puntos del país a pasar el verano en Castrillo.

Yo mismo lo pude comprobar verano tras verano, durante los ocho o diez años posteriores. En misa   todo el mundo miraba con asombro el billete de mil pesetas dentro del cestito de paja que pasaba el monaguillo; mil pelas rutilantes, dobladas por la mitad, en una simetría perfecta, como una obra de arte, como si las hubiesen planchado, orgullosas de serlo entre el montoncito que se acumulaba de  monedas de duro, de  peseta,  y hasta de cincuenta céntimos. Al ver el billete verde, eran muchos los que golpeaban levemente a su vecino en el costado con el codo, de manera casi espontánea, y miraban  sin ningún disimulo hacia las primeras filas moviendo mucho el cuello, para observar  la imponente figura del célebre artista junto a su esposa, quienes no respetaban la costumbre de sentarse separados, a un lado y otro de las bancadas,  según el sexo.

De manera que desde que aparecían por la carretera los cuatro jeeps rebosando  aquella modernísima, exclusiva y pudiente alegría juvenil,  la presencia y ausencia de la  familia  Chillida en Castrillo de la Reina se fue convirtiendo para los agostos del pueblo, hasta bien  mediados los ochenta, en la serpiente del verano, en un  tema recurrente de conversación, de discusión y de separación de opiniones que se dividían entre los que no podían soportar tanto desprecio, los que pensaban que hacían muy bien en no mezclarse con las gentes del pueblo y en los que lo que querían era saber qué diablos hacía allí metido Don Eduardo, entre cuatro piedras, que por mucho que lo hayan arreglado, no dejan de ser cuatro piedras.

Por entonces,  a mi me daba exactamente igual lo que hiciesen los Chillidas y lo que pensasen unos y otros. Pero ahora sí que me asombra. Mejor dicho, me produce cierta curiosidad malherida  la pertinaz y consciente ocultación de que ha hecho gala  la familia Chillida  sobre el tiempo que  pasó el gran escultor en Castrillo. Cuando todavía estaba abierto al público, visité Chillida Leku - donde aprendí a disfrutar y a entender un poco su obra- y aunque allí el visitante ve en toda su amplitud la trayectoria artística y vital del escultor, no encontré ninguna referencia a sus estancias en El Molino de El Colgao.

También  he leído la biografía que ofrece la familia en la página web oficial, y ni rastro. He paseado por Internet y solamente he encontrado dos referencias. Una  de ellas la podemos encontrar en un blog donde se señala  El Molino de Chillida como un lugar dentro de un ruta senderista. En él, aparece la única fotografía de la casa que he sido capaz de encontrar. La otra referencia me hace gracia. Se trata de unas declaraciones al Diario de Burgos, de hace cuatro años, que hizo uno de los hijos de Chillida (uno de aquellos jóvenes  míticos de mi infancia) en el marco de unas jornadas sobre su padre celebradas en la capital burgalesa. A sus más de 60 años,  el vástago de Eduardo Chillida se lamenta, a preguntas del periodista,  del derrumbe del Molino de El Colgao,  víctima de las palas de las excavadoras que han destrozado aquel paraje idílico, donde ahora se construye el embalse de Castrovido. El heredero del escultor, cuya familia ha recibido una suculenta indemnización, añade, además, que espera que la construcción del embalse y la desaparición de El Molino se produzca para el bien de los habitantes de la zona.

Y ya que los Chillidas no cuentan ni dicen nada de nada sobre Castrillo, y no parece que en un futuro tengan voluntad de hacerlo,  yo me arrogo el derecho a especular, de modo tan  irresponsable, ingenuo e ignorante como lo era cuando apenas me crecía la pelusilla sobre los labios.  Si este humilde texto, por aquellas casualidades de la red, un día aparece en la pantalla de alguno de ellos, quizá  les dé, al menos, por desmentir lo que ahora voy a decir.

Eduardo Chilida compró el Molino hacia 1976. Entre 1975 y 1977   realizó numerosos bocetos de futuras esculturas  pertenecientes a la serie de 'El Peine del Viento', de manera que no es difícil imaginar, pensar o sospechar que el etiquetado y catalogado como número XV, su obra más emblemática, la que se ubicó en el año 1977  en un extremo de la playa de Ondarreta (Donosti),   se pensó, dibujó o planificó en Castrillo de Reina, en el Molino de El Colgao.

Esta no es mi especulación más atrevida. Se me ocurren otras. ¿Se refugiaba allí el escultor para experimentar vivencias místicas en el silencio de aquel paraje? ¿Le gustaban las cigüeñas y las fotografiaba parapetado desde alguna ventana, captando así  el momento en que se posaban para alimentarse en las inmediaciones de El Colgao? ¿Se ejercitaba en doblegar, domar y estudiar la piedra con piezas de la cantera próxima, que de manera clandestina empezaba a explotarse? ¿Participaba activamente de las fiestas que seguramente organizaban sus hijos? ¿Comía cordero de la zona y bebía el vino de casa Saturio?¿Le visitaron allí José Ángel Valente o Antoni Tapias? ¿Se le ocurrió alguna vez, en el silencio de su refugio, donar al Castrillo alguna obra, por pequeña que fuese?¿Recibió o invitó en alguna ocasión en su casa a algún miembro del consistorio serrano? Y una última cuestión ¿Le resultaría útil a alguien  conocer la respuesta a estas preguntas y saber, descubrir y difundir que 'El Peine del Viento XV' se gestó en Castrillo de la Reina?.

Chillida  escribió: “Yo soy de los que piensan, y para mí es muy importante, que los hombres somos de algún sitio. Lo ideal es que seamos de un lugar, que tengamos las raíces en un lugar, pero que nuestros brazos lleguen a todo el mundo, que nos valgan las ideas de cualquier cultura. Todos los lugares son perfectos para el que está adecuado a ellos y yo aquí en mi País Vasco me siento en mi sitio, como un árbol que está adecuado a su territorio, en su terreno pero con los brazos abiertos a todo el mundo. Yo estoy tratando de hacer la obra de un hombre, la mía porque yo soy yo, y como soy de aquí, esa obra tendrá unos tintes particulares, una luz negra, que es la nuestra.” 

Mañana mismo viajo hacia allí, hacia Castrillo. Pasaré cuatro o cinco días. Va a llover.

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