jueves, 28 de febrero de 2013

BATANIA. EL HIJO DE PUSKAS.


jueves, 28 de febrero de 2013

La felicidad consiste en descubrir un Ford Taunus


Cuando tomé aquella Fiat Iveco y me vine a Madrid hacía tiempo que Lauros se había convertido en una zona casi residencial donde los chalets superaban en número a los caseríos y una estupenda carretera de amplias aceras unía Larrakoetxe con Gatika, pero durante los primeros años de mi vida Lauros fue un lugar aislado, anónimo, desconocido incluso para personas de localidades cercanas, un lugar campesino de vacas y estrellas cuyo único paisaje lo formaban algunos caseríos comunicados por senderos que no sobrepasaban el ancho de un carro de bueyes. Existía además una carretera principal de un solo carril tan estrecho que había que tocar el claxon en cada curva, y tan poco frecuentada que parecía una carretera fantasma:

–¡Alberto, ven, corre, corre! –me gritaba alguna de mis hermanas.
–¿Qué pasa?
–¡Viene un coche! ¡Un coche!

Al menor ruido motorizado mis hermanas y yo salíamos a fuego hacia la carretera y metíamos los dos pies en la calzada, tan ávidos de admirar de cerca el vehículo desconocido que a menudo los conductores de los coches, viéndose objetos de tanta expectación y contentos de ella, se finchaban con orgullo y bajaban la ventanilla y hasta nos saludaban o tocaban el claxon para correspondernos. Fuera del camión lechero de RAM y de la furgoneta del panadero Hijos de Cosme, que eran los únicos vehículos que llegaban diariamente, podían transcurrir días enteros sin que avistáramos ningún coche, por lo que una de mis aficiones consistía en anotar el número de todos, semana del 4 al 11 dos coches, semana del 12 al 19 cuatro coches, semana del 20 al 27 tres coches, etc., con las marcas y los colores exactos:

–¿Cómo va la clasificación del año? –me preguntaba mi hermana mayor.
–Noventa y dos coches en ocho meses. Gana el Seat 131 con once y segundo va el Renault 5 con diez.
–¿Y los colores?
–El primero el blanco, con treinta y cinco coches, y el segundo el rojo, con veinticuatro.

Existía una lucha ajustada entre el Seat 131, el Renault 5, el Ford Fiesta y el Citroen 2CV, a los que se unió uno o dos años más tarde el Renault 11 y el Opel Corsa, a medida que los fabricantes sacaban nuevos modelos que se iban sumando a los antiguos. También comenzaron a aparecer muchos coches de color gris metálico, con lo que algunos meses el gris consiguió desbancar al blanco. Pero más que el número de coches o sus marcas y colores respectivos, lo que mayor felicidad me daba era descubrir coches raros que no había visto nunca, como la vez que pasó un Renault Fuego delante de mis ojos entusiasmados y, sobre todo, la vez que pasó un coche rectangular y enorme, el coche más grande que había visto nunca, y tuve que acercarme más que nunca para ver su marca, un coche tan raro que todavía después seguía corriendo detrás de él.

–¡Un Ford Taunus! ¡Lourdes, he visto un Ford Taunus!

Había pasado por Lauros un Ford Taunus. Recuerdo la rabia que sentí porque era mes de julio y el colegio no empezaba hasta finales de septiembre, pues aquel coche era la prueba irrefutable de que en Lauros también sucedían cosas y estaba seguro de que iba a impresionar a mis compañeros, que siempre se reían de mí y comentaban que “Alberto vive en el culo del mundo”.

No es que Lauros fuera el culo del mundo, porque estaba a veinticinco kilómetros de Bilbao y a tan sólo cinco de Mungia, Sondika, Leioa o Derio; pero ocurría que no teníamos autobús ni tren ni carretera decente y no nos conocía casi nadie, ni siquiera los propios laurotarras que vivían en la parte de abajo, pues entre el comienzo de Lauros en Larrakoetxe hasta el final en la ermita de San Miguel había tres kilómetros. La situación comenzó a cambiar cuando irrumpieron las excavadoras e hicieron una carretera de dos carriles que unió Bilbao y Plentzia. A partir de ahí el tráfico aumentó tanto que en tres o cuatro años dejé de anotar los coches y empecé a aburrirme y casi a odiarlos, porque fueron ellos los que atropellaron y mataron a muchos de mis gatos preferidos, y por su culpa tuvimos que atar a nuestro perro Clay, un enorme pastor alemán cuyo nombre se lo puso mi padre en honor al boxeador que todavía hoy me sigue obsesionando. La afluencia masiva de coches también trajo nuevas broncas de mi madre, cuya principal ocupación era preocuparse por todo, a todas horas, por cualquier motivo:

–¡Alberto, como te atropelle un coche te mediomato!

Tampoco teníamos agua corriente. El ganado bebía en los arroyos que cruzaban nuestras huertas y existía una fuente central junto a la casa de Tiburcio de la que extraíamos el agua potable y donde acudían las laurotarras a lavar a mano la ropa. No había comercios ni bancos ni panaderías ni quioscos. No teníamos teléfono y la antena de televisión ni siquiera cogía la UHF. Y no había manera de salir de ese círculo hasta hacerte mayor de edad y sacar el permiso de conducir. Casi toda mi vida en Lauros hasta los diecinueve años, edad en que me saqué el carnet, se basó en los diez caseríos que iban del colegio Munabe hasta Goikogane, pues todo lo que quedaba por arriba o por abajo se situaba fuera de mi alcance. Las distancias y el desconocimiento entre nosotros eran tan grandes que un día de colegio, enterado uno de mis compañeros de que yo era de Lauros, preguntó por mí a una prima suya que también vivía en Lauros, ella en la parte de abajo, y se encontró con que, tras unos momentos de confusión en los que parecía no saber quién era, le dijo:

–¿Alberto Basterrechea? ¿De Astobieta? No caigo... ¿No será ese chico muy raro muy raro que no se relaciona con nadie y va solo a la ikastola a jugar a pelota o baloncesto?

Cómo me iba a relacionar con nadie si el chico más cercano a mi edad, Juan Mari, tenía nueve años más que yo, y con las chicas no jugaba porque me habían enseñado que los hombres grandes como yo no debíamos jugar con chicas. Por otra parte, el Partido nos tenía marginados por las hazañas continuas de mi padre. Pero ello no quiere decir que mi infancia fuera trunca o aburrida, no.

Al contrario.

Dentro de aquellos ocho o diez caseríos descubrí las personas más extraordinarias que me he encontrado nunca, personas que no he visto más tarde cuando he vivido en Bilbao, o más tarde en Barakaldo, o ahora en Madrid. Aquellos aldeanos, golpeados sucesivamente por la guerra civil y por la iglesia, por los avances técnicos que traía la modernidad y por los organizados de un signo y de otro, siguieron siendo ellos mismos en aquellos tiempos turbulentos en que sólo la luna garantizaba que no iba a cambiarse de bando. Racistas y espléndidos, sencillos y fantasiosos, siempre recalcitrantes, demostraron unas facultades inesperadas para fabricarse sus propias mentiras, las que ellos necesitaban, y se salvaron de la uniformación y vulgaridad ciudadana.

Los recuerdo todo silencio y piedra trabajando en las huertas o en las cuadras hasta que, de pronto, al acercarse las tres o las nueve de la noche, hora de los telediarios, se sucedían los gritos para comer o cenar, también los de mi madre:

–¡Chavaaaaaaaal! ¡A comer!

Entonces me bajaba del cerezo, o dejaba de perseguir gatos, o cerraba el cuaderno donde apuntaba todas las marcas y colores de los coches, y me iba a la cocina a comer mientras veíamos las noticias del telediario:

–¿Qué hacías en la carretera detrás de los coches?
–Es que si no me acerco no se distinguen las marcas.
–Tú eres tonto rematado.

Me sentaba en la mesa mientras mi madre continuaba con su misma cantinela, he parido un hijo insustancial, va corriendo detrás de los coches como un perro ratonero, el día que lo atropellen lo voy a mediomatar, etc, pero a mí no me importaban sus gritos porque para entonces ya sabía que la fortuna sólo se concede a quien se la trabaja, y había que meter muchas horas a pie de carretera para que alguna vez, casi de forma mitológica, apareciera a lo lejos un coche tan raro y fabuloso como un Ford Taunus.
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