martes, 1 de enero de 2013

Rafael Reig. Escritor. Blog amigo.


Rafael Reig, blog, escritor, novelista, literaturaPues aquí pondré lo que se me vaya ocurriendo. Poca cosa, en general. Lo primero que se me pase por la cabeza. Lo que lea por ahí y lo que me cuenten en la barra de los bares o los amigos. Y si alguien quiere poner algo también, estupendo: no censuraré ningún comentario. Corrijo: sólo permitiré que se publiquen los comentarios que a mí me dé la gana y no daré ninguna explicación al respecto

La locura del arte

Ayer me hizo una entrevista Leyre Pejenaute, que quería saber cuáles eran mis lugares favoritos de Madrid.
Sólo diez sitios podía elegir, cuando en Madrid, desde el Puente de Vallecas (donde viví un año en un piso compartido con un actor y un informático) hasta la Plaza de Castilla (donde íbamos a ver películas a casa de Alberto, el hermano de Eduardo), no hay ningún lugar del que no tenga más de un recuerdo, ninguna esquina donde no me haya mirado los zapatos pensando en mi vida, ningún semáforo que no me haya pillado en rojo y haya aprovechado para besar a una novia, ningún bar en el que no haya pedido la penúltima.
Podía haber dicho cien, pero tenían que ser diez, así que los primeros que se me ocurrieronfueron éstos.
El primero, el Hotel Kafka, donde trabajo dando clases de escritura y lectura. Allí me hizo ayer, día de los Inocentes,  Santi Burgos esta foto para la entrevista:

Ni sé cuántas veces me habrán preguntado por las clases de escritura. En tono confidencial, como diciendo, ahora que nadie nos oye, entre tú y yo, seamos serios: ¿es posible aprender a escribir? ¿No es algo que sale de forma natural, que lo sabes o no lo sabes?
Mmmmm, suelo decir: mmmmm. Y luego añado: Pues hay mucha gente que va a clases de parto, ¿verdad? Cuando imagino que no hay cosa más natural que parir, ¿no? Y lo curioso es que también hay hombres que van a clases de parto.
Que un tío vaya a clases de parto y se ponga en cuclillas a hacer ejercicios de suelo pélvico no le asombra a nadie, pero que vaya a aprender a leer y escribir sí, no me explico por qué.
Suelo decir que, si tienes útero, las clases de parto te ayudarán a parir mejor, con menos dolor o más facilidad. Y si no, te ayudarán a entender lo que le está pasando a tu señora y a tu hijo.
Pues lo mismo, si tienes “lítero“, con clases de escritura aprenderás a escribir mejor. Y si no tienes “lítero“, aprenderás a leer, que no es menos importante, sabrás lo que estaba intentando hacer Faulkner, pongamos, y a que distancia se quedó de lo que quería conseguir.
Pensaba en esto después de terminar, de un tirón, la novela Travesti, de John Hawkes.
Hawkes, que murió en 1998, es uno de esos autores norteamericanos casi clandestinos, pero decisivos. Si no fuera por la generosidad de Jon Bilbao, que le traduce, y de la editorialMeettok, aquí no tendríamos oportunidad de conocerle.
¿Por qué son tan decisivos estos autores? Pues por los talleres de creación literaria. Hawkes enseñó en la universidad de Brown durante treinta años. Aquí los escritores lo son por ciencia infusa y rechazan con grandes aspavientos cualquier ayuda. En Estados Unidos en cambio todos han asistido a clases de creación literaria. Y allí reciben clases o leen a autores como Hawkes, que nunca figuran en las listas de más vendidos, pero de quienes tanto han aprendido todos los que venden mucho.
No he tenido la suerte de recibir clases de Hawkes, pero basta leerle para entender la diferencia entre un autor de literatura y alguien como Jonathan Franzen. Comparado con lo que intenta hacer Hawkes, Libertad tiene la misma ambición y la misma intensidad que Los Botejara o Cuéntame.
Franzen (por poner un ejemplo entre muchos posibles) parte de una teoría semejante a la que se suele exponer como verdad por sí misma en los programas de la tele: “hay que escribir sobre lo que uno conoce”.
¡Naranjas! Puede que haya que escribir a partir de lo que se conoce, como quien se sube a una escalera o a una silla, según lo que tenga más a mano. Pero eso es irrelevante: lo que cuenta es qué quieres llegar a ver ahí arriba, encaramado a tu silla o tu escalera.
La escalera y la silla no tienen importancia, porque de lo que hay que escribir es de lo desconocido, lo oscuro, lo amenazador, lo sumergido, lo latente.
Decía Hawkes:
I began to write fiction on the assumption that the true enemies of the novel were plot, character, setting and theme, and having once abandoned these familiar ways of thinking about fiction, totality of vision or structure was really all that remained.
Como quien dice:
Comencé a escribir ficción con el punto de partida de que los verdaderos enemigos de la novela eran el argumento, los personajes, la ambientación y el tema, y una vez que abandoné estas formas convencionales de ver la ficción, la totalidad de la visión o de la estructura era todo lo que quedaba.
¿A que no es mala forma de empezar un curso de creación literaria?
De la lectura de Travesti sale uno como si despertara de una pesadilla. Intranquilo, con ansiedad y con la emoción de haber asistido a algo pavoroso, pero que te ha acercado a una turbia verdad a la que sólo podrías haber tenido acceso así: lanzado al vacío, saltando por un despeñadero.
La novela es el monólogo de un tipo que conduce a toda velocidad con dos pasajeros y les explica desde el principio que su propósito es estrellarse y que ninguno de los tres sobreviva. No sirve de nada que pongan las manos en el volante o que intenten resistirse: eso sólo aceleraría el final. Habla y habla y explica lo que quiere hacer (un elaborado plan de accidente fatal), y contempla impasible las reacciones de los pasajeros, su miedo, sus intentos de “hacerle entrar en razón”, sus esfuerzos por negociar.
Los pasajeros son un poeta y la hija del conductor. El poeta es un falso poeta, digamos un poeta de relumbrón. El conductor le dice:
Te has pasado la vida sentado ante pequeñas audiencias, vestido con pantalones negros y camisa blanca con el cuello abierto, con un cigarrillo colgando de los labios, los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas, como si estuvieras sentado en el retrete, contando a todas esas mujeres entusiasmadas y a la vez hostiles que el poeta es siempre un traidor, un asesino, y que escribir poesía es como lanzarse a la muerte. Pero sólo era palabrería. Ahora, si volvieras a tener la oportunidad, hablarías a partir de la experiencia.
Exacto, eso es lo que está haciendo el conductor: poesía.
Porque el sedicente poeta “resulta ser el tipo recio y simplón”, mientras que el conductor “se revela poseedor de las sutiles y siniestras cualidades de la mentalidad artística”.
Y los pasajeros que se precipitan hacia la oscuridad contra su voluntad no son más que lectores, que acabarán leyendo lo que menos quieren leer: su propia aniquilación.
La novela es una espeluznante historia de miedo que, en otro estrato de lectura, se convierte en una aguda, inolvidable visión del arte, de la locura del arte.
Porque de eso trata la novela, a mi modo de ver, de la locura del arte, en el sentido al que se refería Henry James en “The Middle Years“:
We work in the dark -we do what we can- we give what we have. Our doubt is our passion and our passion is our task. The rest is the madness of art.
Que nos vendría siendo, sobre poco más o menos:
Trabajamos en la oscuridad -hacemos lo que podemos- damos lo que podemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. El resto es la locura del arte.
No es mala forma acabar el año subido en ese coche con un conductor que, sin estar loco, con un razonamiento impecable, expone su plan perfecto para estrellarlo contra un muro de piedra.
La novela y el monólogo del conductor terminan así:
Te hago una promesa: no habrá supervivientes. Ninguno
¿Te atreves a meterte en ese vehículo?

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