lunes, 7 de enero de 2013

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI. ESCRITOR.


LUNES, 7 DE ENERO DE 2013

Teoría de los sueños impresos: Julio Anguita




Soñé con Julio Anguita. Yo estaba sentado bajo las bóvedas del claustro de un monasterio, contemplando y escuchando el repiqueteo constante  de  tres chorros de agua cayendo sobre las hojas de nenúfar que flotaban en un estanque circular cuya piedra, de tan vieja, ya no se veía, porque estaba completamente cubierta por musgo y verdín. El monasterio podría ser cualquiera  ubicado a gran altura, porque las nubes tocaban la torre del campanario. Seguramente estaba construido al lado del mar, sobre la cima escarpada de un acantilado. Por eso creo que mi sueño impreso podría ubicarse, perfectamente, en Sant Pere de Rodas, aunque lo sucedido podría haber tenido lugar, también, dentro del monasterio griego de Meteora, más  apropiado para la realidad de los sueños que para la mundana. (La verdad es que, como nunca llegué a salir  del recinto,  no puedo explicar cómo era su aspecto exterior  y dónde estaba construido.).

Todo lo que vi del monasterio -y no fue poco-  se lo debo a Julio. Era muy de mañana. El sol todavía despuntaba y el ambiente era más bien fresco, seguramente por lo temprano de la hora, o debido a una humedad azul que ocupaba todos y cada uno de los rincones del espacio. Creía estar solo frente a la fuente del claustro, pero un sonido metálico, rítmico, que parecía producirse gracias al acompañamiento de  los pasos seguros de alguien que  se acercaba,  iba ganando en intensidad. No tenía miedo. Me entretuve en armonizar mentalmente el repiqueteo del agua con el tintineo originado por dos grandes llaves de bronce, o de hierro, o de cualquier otro metal,  chocando entre ellas sujetas a la cintura de alguien; o por dos argollas abrazadas a dos tobillos; o por la cadena contricta  con la que algunos religiosos y penitentes  se flagelan llevándola puesta todo el día  como si formase parte de su ropa interior.

Esperaba que apareciese por mi espalda. La procedencia del sonido me hacía pensar que, de un momento a otro, alguien me tocaría levemente el hombro y me preguntaría que si nadie me había abierto la puerta,  qué coño hacía allí. Sin embargo, no fue así. Con gran escándalo de goznes, una puerta se abrió,  y al poco, empujada  por una corriente súbita, estruendosamente  se cerró.  Las bóvedas del claustro magnificaron el golpe. Casi diría que lo santificaron. Dejé de escuchar el retintín de las llaves, de las argollas, o de la cadena y ya solamente estábamos, otra vez, el agua de la fuente, el claustro y yo, y la luz del sol que poco a poco asomaba por encima de los muros. 

Entonces, cuando me disponía a disfrutar de nuevo de mi soledad onírico-monacal  apareció frente a mí Julio Anguita. Vestía de manera un tanto heterodoxa. Sus hábitos eran de cartujo, pero el color de la tela no era blanco, sino pardo oscuro, como el de los franciscanos. Una cuerda de tres vías rodeaba su cintura y de ella pendían, no dos, como yo había imaginado, sino cuatro llaves dentadas de tubo de cobre. Cubríase la cabeza con la capucha y calzaba, seguramente, sandalias samaritanas, o espardenyes payesas.  Aún así, no cabía duda, me encontraba, talmente, ante  un monje del monasterio.

Allí le tenía, mirándome con tranquilidad y cierta complacencia, con esa mirada abierta de un océano en calma, cubierto casi en su totalidad el rostro, aunque  no lo suficiente como para distinguir media sonrisa amable, la puntiaguda barba blanca,  la nariz aguileña, las entradas de la frente amplia ganando espacio al cabello. Estaba ante  la más genuina estampa de un veterano cartujo tan perfectamente integrado en su entorno que daba la sensación de  haber pasado toda su vida encerrado entre hermosos muros, sin más ocupación que abrir y cerrar puertas, orar y contemplar las madrugadas  junto a quien se llegase, a través del sueño, al interior de aquel santuario. 

A esas alturas, en mi mundo despierto, mi natural mitómano ya me habría traicionado porque me habría levantado de un respingo y sin más pudor ni vergüenza, ni respeto por mí ni por él, hubiese sacado el bolígrafo y el cuaderno y le hubiese pedido un autógrafo,  y después, hubiese recitado las primeras líneas del manifiesto comunista, y a continuación cantado la mismísima Internacional, puño en alto y a voz en grito. Y por fin, con lágrimas de fervor  apasionado y las manos encrespadas sobre la cabeza, cual fan en celo,  le hubiese pedido una y otra vez, una y otra vez,  hasta aburrirle, ¡vuelve camarada Julio!, ¡vuelve camarada Julio!… 

Menos mal que en el mundo donde vivo mis sueños impresos suelo ser más contenido. Luzco, como se dice ahora, grandes dosis de inteligencia emocional  y  la razón y la mesura  suelen  guiarme, seguramente para salvaguardar mi cordura una vez  despierto. De manera que haciendo gala de una educación exquisita me levanté, acerqué mi mano hacia él y me presenté. Él, muy educadamente, hizo lo propio y me dijo que ya me conocía, que leía un blog que yo escribía y que me convenía repasar y corregir más,  y que si quería un consejo, él me lo daba: “No intentes ser tan gracioso. Uno es lo que es, para bien y para mal, y cuanto antes lo aceptes, mejor”. Entonces, yo  le contesté que dentro de mí se iba a producir la revolución constante, y que aceptar lo supuestamente inevitable es de  reaccionarios. Me miró  tiernamente, me frotó la mejilla izquierda con su mano derecha y, sin más, me pidió que le acompañase. Nos dirigimos a la puerta principal atravesando pasillos y pasillos abovedados, más claustros, dos torres octogonales y una cúbica, un campanario, el nido de dos cigüeñas,  un pozo de polea con su cubo de estaño, más pasillos, una capilla profusa y caóticamente decorada  con frescos   pintados en el techo por  Pollock, Dalí y Velázquez;  y, finalmente, un patio con un ciprés seco, yaciente sobre  baldosas de terracota rojiza, formando diagonal con dos esquinas adornadas por dos columnas romanas de mármol blanco sobre cuyos capiteles reposaban los bustos esculpidos de dos desconocidos sin orejas, pero con los ojos pintados de negro. Pasado el patio, saltando por encima del ciprés, llegamos por fin  a la puerta. 

Julio abrió con las cuatro llaves. Las introdujo pacientemente en la misma cerradura una detrás de otra. El portalón se abrió y los dos pudimos ver  una ingente muchedumbre agolpada, gritando escandalosamente, con un júbilo triste, carente de alegría, pero con gestos, gallos y exasperaciones  de gran impaciencia. Julio levantó una mano y se hizo el silencio. Ya solamente se escuchaban cuchicheos, un murmullo decreciente. Después esbozó un gesto, una especie de reverencia acompañada de sus dos manos abiertas  ofrecidas hacia el público que esperaba entrar. En un abrir y cerrar de ojos se formó un fila quilométrica, que se perdía mucho más allá de donde se distinguía la mancha de la silueta del último visitante.Sin decir ni media palabra Julio dio media vuelta, me invitó a colocarme a su lado y se puso a caminar con calma. Detrás de él se dispuso el primer turista de la fila, y así todos, en fila india, ordenadamente, fueron siguiendo al guía  a través de todos los rincones del monasterio. El silencio era total. Solamente se escuchaba las cuatro llaves de Julio balanceándose en el costado, los pasos de la larga comitiva y  los clics de las cámaras de fotos, que alumbraban con sus flases capiteles sin esculturas, crucifijos horizontales (dispuestos así como si fuesen aviones, o algún primitivo tipo de aeronave,   o una nueva forma de expresar el sacrificio o, sencillamente, a la manera de flechas indicativas);hermosas y cándidas vírgenes desnudas; negras,corcheas y semicorcheas armónicas y dodecafónicas pintadas en largos pentagramas de siete líneas sobre la piedra gris de las paredes, adornadas espontáneamente  con   hiedras de color malva, fucsia y blancas, que venían a descolgarse intramuros  y que nacían en algún lugar, en el exterior del recinto, donde, seguramente, rompía el mar contra la roca.

Si quiero ser sincero y honesto con la realidad, hasta aquí puedo contar, porque en este punto todo se difumina y mi sueño impreso empieza a derivar en un sueño nebuloso, en el que todo es impreciso, fruto de la imaginación subconsciente.  De hecho, como la cosa se ponía subjetiva, creo que yo mismo autoinduje el despertar a través del último resquicio de conciencia que pude conservar gracias  a mi jornada monacal con Julio Anguita.

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