VIERNES, 7 DE DICIEMBRE DE 2012
Maleza
Después de años y años de aquellas largas y entrañables tardes de sábado viendo la película de las 4 en blanco y negro, al terminar la comida y despanzurrarme durante unos minutos en el sillón, frente a la tele, me dejo vencer por el sopor y alguna vez todavía me viene el sabor del chocolate y el chusco de pan que mamá nos daba para merendar. Me gustaba hincar unos cuantos bocados a discreción y fabricar una bola sabrosísima en la boca, una especie de masa pastelera compuesta de miga y cacao que acababa por desbordarse entre los labios y que me tintaba los morros de un color amarronado, un tanto aguado.
Pero mientras daba cuenta de la merienda, lo que más gustaba era dejarme llevar por la película, sobre todo si en ella aparecían aventureros intrépidos que atravesaban sin despeinarse una selva tupida y salvaje a golpes de machete, zis, zas, arriba y abajo, a izquierda y derecha. A veces la hilera humana se detenía en el sendero recién abierto porque el chico bueno americano, la chica guapa, y su fiel guía nativo, quienes por supuesto abrían brecha en vanguardia, de repente advertían que de una liana, estratégicamente colocada entre dos gigantescos árboles, colgaba una tremenda serpiente. El reptil mostraba su repulsiva lengua bífida y en un santiamén el boy se deshacía de ella con un golpe certero de machete mientras la rubia profería un grito y se pegaba a su brazo como hiedra a una pared.
En mi apenas recién estrenada racionalidad, a veces yo me preguntaba si el guía no estaría tomando el pelo a toda aquella cuadrilla de pijos bwuanas tocados con salacot introduciéndoles en los más inhóspito y recóndito de la selva africana a través del peor camino de todos los posibles, con la intención de que valorasen su trabajo más allá de su justa medida. Porque el hecho de que la troupe de aventureros de pacotilla ignorase los secretos del terreno que pisaban era lo más lógico, pero lo era mucho más que el experto guía nativo no ya conociese sobradamente otro trayecto mejor, más abierto, cómodo y menos sufrido para sus amos, sino que supiese hasta el nombre de pila de cada uno de los bichos que no dejaban de emitir sonidos durante toda la expedición y que convertían a la selva en un lugar misterioso, ignoto y oscuro, desbordado de peligros al acecho en cualquier recodo del territorio por explorar.
Lo que son las cosas de la memoria; a dónde nos puede llevar el recuerdo del sabor del pan duro y del chocolate. Mi recorrido habitual para llegar a mi lugar de trabajo transcurre por la autopista catalana C58, la llamada autovía del Vallès. A la altura de Sabadell, poco después de pasar por el IKEA recién inaugurado (a las puertas del cual han pasado unos cuantos cientos de humanos su fin de semana a la intemperie para que les regalasen un cheque de 500, 200, 100 ó 50 euros en productos suecos fabricados en Vietnam), miles de automovilistas como yo, durante días y días, hemos leído somnolientos dentro de nuestros coches un grafiti pintado en uno de los muros de la autopista con la inscripción “Ara Independència. ERC”. La pintada estaba, como se dice ahora, currada de verdad; incluía una senyera coronada por una hermosa estrella de cinco puntas blanca sobre el ya celebérrimo triángulo piramidal invertido azul marino. Su pulidísima factura denotaba que los artistas patriotas se habían vaciado en su elaboración, seguramente ejecutada durante las frías horas de la madrugada al amparo de la noche y corriendo el riesgo de ser sorprendidos por una patrulla castellanohablante de los Mossos d’Esquadra (que los hay).
El muro donde ha estado luciendo hasta ayer mismo el desiderátum secesionista tiene una longitud de unos dos kilómetros. En dirección norte, una vez rebasado ese punto kilométrico, siempre ha servido de lienzo reivindicativo, artístico y territorial a raperos impenitentes, tribus urbanas, adolescentes sin padres, y virtuosos del esmalte aerografiado. Los militantes de ERC que ocuparon varias decenas de metros con su propaganda acrílica seguramente no conocen la ley de la noche porque, mira tú por donde, fueron a gritar la secesión con sus brochas y sus rodillos en lo más tupido de la selva vallesana, en el sendero de los elefantes, en la vereda que conduce indefectiblemente a la gran olla caníbal, al territorio sagrado donde se dejan macerando a la humedad de los días sin sol, calaveras de mono, armadillos desollados y pieles secas de boas constrictor.
Y claro, la selva recupera lo que es suyo. Uno puede deshacerse a machetazos de la maleza para abrirse camino pero, casi al instante, vertiginosa y prodigiosamente, a la espalda vuelve a crecer la vegetación con tal velocidad que si el explorador hiciese por mirar hacia a atrás no vería más que el mismo enmarañamiento que tiene por delante, mientras el guía continua al frente, trazando con fingido cuidado, un paso tras otro, gesto y semblante concentrado, intentando amagar esforzado la sonrisa que puja por aflorar.
Efectivamente, en la mañana de ayer ya no se podía leer la proclama soberanista de letras de molde. Las pintadas urbanas la habían ahogado como si fuesen lianas selváticas, voraces hiedras salvajes, gigantescos helechos tropicales. Sobre ella lucen ahora unas extrañas letras grises, angulosas en sus extremos, inclinadas hacia la izquierda, de prodigioso equilibrio en sus proporciones cuyo significado solamente conocen, a saber, la tribu que se ha hecho con el territorio y el poblado enemigo, es decir, la fauna nocturna -salvaje- que pulula en las noches suburbiales los lugares más peligrosos, allá donde sus miembros pueden demostrar el valor, donde se juegan el honor y donde son capaces de dejar la vida por un pedazo de hormigón que consideran suyo, y nada más que suyo. O sea, más de lo mismo.
CODA:
(IKEA Sabadell regalaba productos y dinero a quien el día de la inauguración vistiese prendas con los colores de la bandera sueca.)
Interesante entrada nos dejas hoy.
ResponderEliminarUn beso y buen fin de semana