jueves, 1 de noviembre de 2012

EL POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI. ESCRITOR.


JUEVES, 1 DE NOVIEMBRE DE 2012

Cuento de Agosto (1)


La veleta que culmina la torre  de la iglesia de Castrillo de la Reina señalaba hacia el Norte. Desde que despuntó el sol  tras las cuevas de El Colgado,  el Cierzo se había estado ensañando con las calles confiadas de la villa. Cuando amanecía así,  un frío cortante proveniente de lo más sombrío de la Sierra de la Demanda se filtraba durante todo el día por cualquier resquicio y dejaba helados todos los rincones. El cielo de aquel día era un ir y venir de grandes cúmulos de nubes grises y blancas, que se  cernían y se disolvían sobre aquellas tierras de una manera muy poco amistosa. A causa de la misma acción del viento, aquellas grandes masas nubosas se desbarataban  y en unos pocos minutos  volvían a agruparse en formas  amenazantes, como si obedeciesen órdenes, como si algún extraño poder se estuviese entreteniendo en  una especie de juego intimidatorio, en un ensayo de maniobras hostigadoras  con finalidades ocultas.
 En esas  condiciones,  salir a la calle suponía arriesgarse a sentir  el escozor del filo de  una navaja en el rostro.  Esa era la razón aparente por la que se hubiese podido afirmar que, aquel domingo, las gentes de Castrillo apenas  habían salido de sus hogares. Algunos se atrevieron a aprovechar el mediodía  para dar un breve paseo y disfrutar del sol que atenuaba mínimamente un ambiente tan gélido. El aire, aunque no era fuerte, sajaba la piel y se mostraba inclemente con  el ya menguado grupo de parroquianos habituales a la hora de la salida de misa, o con  la media docena escasa de paisanos impenitentes que se daban cita puntual al vino blanco o a la cerveza del mediodía en los  tres bares que permanecían abiertos y que, hasta hacía  unos pocos días, rebosaban de gente.
 Agosto siempre era un mes alegre porque la villa triplicaba su población debido a los veraneantes, a las vacaciones de  los hijos de los hijos de los hijos que años atrás la abandonaron para ganarse la vida en otros lugares. Por eso, durante esos  días, los críos rodaban veloces con sus bicicletas, las familias paseaban su   sosiego por los senderos, las puertas  de las casas se abrían de par en par y a la orilla de  su portal se sentaban sus moradores a fumar calmosos, a charlar sobre cuestiones sin trascendencia o a planear las actividades del día siguiente, que consistían, casi siempre, en una apetitosa comida campestre, un chapuzón en el río, una partida de cartas  o unas copas amigables  en el bar.
 Castrillo de la Reina vivía en  Agosto su renacimiento anual. Cuando caía el  atardecer, el cielo  parecía querer cantarlo porque, pasadas las nueve,  las nubes algodonosas se estiraban hasta convertirse en finísimas franjas  pinceladas  de color púrpura y las golondrinas y los vencejos llenaban el aire tibio de su griterío. En esos momentos  era como si toda la villa hubiese sido invadida por un gran coro de  risas infantiles, como si toda persona, animal o cosa quisiese dar testimonio de  la alegría desatada  en unos días de trasiego placentero que discurrían plácidos sin más obligación que la de disfrutar con los cinco sentidos de los olores, las voces y las sensaciones del verano; de la libertad de observar con calma la luz del día y las estrellas de la noche; del placer de reír, de comer, de hablar y de amar sin límite aparente.
 Pero aquella tarde era la última del mes  y hacía tanto frío que ni si quiera ladraban los perros.   La pareja de cigüeñas ya había abandonado el nido de la torre. De hecho, la semana anterior se había iniciado el éxodo habitual  de cada año y prácticamente casi todas las puertas  se habían cerrado a cal y canto con grandes planchas de madera o de acero dispuestas sobre ellas  para impedir que entrase  el agua y las nieves del invierno. Ver así la entrada sellada  a las casas confería a las calles  todo el aspecto de un cementerio. Diríase que  el entramado urbano se transformaba en un conjunto tétrico  de paredes, como si  los dinteles alineados de las puertas y el vano de las ventanas se hubiesen convertido en el hueco de  entrada a nichos en los que, en algún momento, moraron humanos y de los que huyó como de la peste  la vida.
 Ahora que rememoro esos momentos me pregunto si no será mejor que relate lo que ocurrió totalmente  alejado de lo sucedido, poniendo entre la evocación de aquellos terribles acontecimientos y mi persona una prudente distancia. Me pregunto si no será conveniente para mi pobre corazón y mi salud mental inventar un personaje que reviva por mí lo acaecido en Castrillo de la Reina justo en el momento en el que el crepúsculo se adueñó del cielo durante el último domingo de Agosto, durante  la última tarde  que yo iba a pasar en aquel lugar, al que no sé todavía si podré volver. Ya nada será igual. Mi familia, extremadamente celosa de mi salud y temerosa de que se repitan los síntomas, temerosa de sufrir las consecuencias de lo continuos brotes paranoicos que padezco desde entonces, hará todo lo posible para que jamás vuelva a poner los pies sobre aquellas tierras. Mucho me temo que incluso voy a tener que pensar en esconder bien estas cuartillas, porque si dan con ellas me arriesgo a padecer de nuevo el desagradable cosquilleo de la electricidad sobre mis sienes  y unas cuantas semanas de internamiento en el hermoso sanatorio donde se dejaron durante meses una buena parte de sus ahorros.
De manera que digamos que en una vieja casa de la muy noble villa de  Castrillo de la Reina, la  última tarde del mes Agosto del año 2012, tal y como era su costumbre, Melchor Andrés  bebió un último sorbo de vino y, satisfecho del ágape que había degustado,  se dispuso a subir caminando por la calle de La Cruz hacia el bar habitual, para encontrarse con sus compañeros de partida, tomar café, beber una copa  y jugar durante un par de horas el mus. Al salir a la calle y cerrar la puerta tras de sí  miró hacia el cielo, después a la veleta de la torre, masculló unas sílabas de fastidio, emitió un juramento  y antes de iniciar el paseo calle arriba, se alzó el cuello de la chaqueta para defenderse del frío. Melchor fumaba pero, en contra de sus deseos, aquella última tarde no pudo hacerlo después de  la comida, porque no halló manera de mantener viva  la llama del encendedor. De manera que, a pesar de que había comido bien y de que  antes de salir auguraba para sí mismo unos agradables momentos  junto a sus amigos en el bar, los primeros pasos de camino hacia allí le cambiaron el humor. La abstinencia obligada le enfurruñó y pronunció nuevamente su blasfemia más recurrente. Malhumorado  y medio encorvado para protegerse del Cierzo, Melchor  siguió su camino calle arriba, en dirección a la torre de la Iglesia, detrás de la cual se ubicaba el bar donde se encontraría con sus compañeros de partida.
Continuará

2 comentarios:

  1. !esta muy bien! y la zona.........es la donde yo veraneo........la sierra de la demanda........

    seguiremos leyendote..un saludo

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