lunes, 26 de noviembre de 2012

BATANIA


sábado, 24 de noviembre de 2012

Cómo mean los niños que no tienen picha


Como mis padres carecían de dinero nunca pudieron darme pagas semanales ni mensuales y ni siquiera recibía regalos cuando llegaba mi cumpleaños, fecha que aprovechaba mi madre para comprarme pantalones, camisas, mudas, zapatillas o cualquier tipo de ropa que a ella le parecían regalos pero a mí no. La única vez que recibí regalos verdaderos fue a los siete años en el hospital de Cruces, cuando pasé dos meses ingresado por unas complicaciones que me surgieron en una operación de fimosis. El médico y las enfermeras me pegaban la bronca continuamente:

–Tienes que dejar de tocarte el pene.
–¿Qué es el pene?
–El pitilín, atontado –interrumpía mi madre–, no te toques el pito.

Me habían vendado el pene después de la operación y cuando desperté y me di cuenta que su tamaño se había multiplicado por obra del vendaje, mi curiosidad irresistible me llevaba a tocármelo continuamente, a veces con una mano, a veces con las dos, contraviniendo las órdenes del médico. Entonces no conocía la palabra pene y las únicas que sabía eran polla, pito, pitilín y picha, sobre todo picha, y me la tocaba y tocaba porque era una picha enorme y llena de vendas:

–¡Alberto! ¡Dónde tienes las manos!
–En ningún sitio, ama.
–¿En ningún sitio? ¡Otra vez te estabas tocando el pito! ¿No te han dicho que no puedes?

Me lo tocaba tanto y me nacía la querencia de tocármelo tan sin darme cuenta que al final los médicos decidieron atarme los dos brazos y las dos piernas a los lados de la cama, pues el asunto de mi “picha” comenzó a ponerse bastante grave y no se corrigió sino después de cuatro operaciones, la última de las cuales me afectó tanto que perdí la cabeza y me pasé dos días insultando a todos, lo mismo al médico o enfermeras que se acercaban que a mi propia madre o mis familiares:

–¡Gilipollas!! ¡Hachepés!!!

Les gritaba “hachepés” en lugar de “hijodeputas” por la sola razón de que así lo hacía en el colegio, donde solíamos escribir “HP” o “hachepé” para evitar las tortas o reconvenciones de nuestros padres y profesores, que nos tenían prohibido el insulto “hijodeputa” como el peor de los posibles. Las operaciones y las cuatro anestesias me trastornaron tanto y la situación de mi pene llegó a tal punto que congregó la solidaridad generalizada del resto de enfermos del hospital de Cruces, en su mayoría ancianos, y de sus respectivos familiares, que se citaban en mi dormitorio para indignarse ante mi madre:

–¿Cuatro operaciones para una simple fimosis? ¿No les da vergüenza?
–¡Qué médicos ni qué ocho cuartos hay aquí!
–¡Pero si a mí también me operaron de fimosis, y la misma noche me dieron el alta!
–¡Incompetentes!
–¡Estos la han cagado y ahora no saben qué decir!

La tensión era tan alta que el médico comenzó a visitarme a horas rarísimas, pues quería evitar a toda costa a mis familiares y también a los ancianos y familiares de otras habitaciones, que habían hecho suyas las reivindicaciones de mi madre según las cuales la versión del médico, que hablaba de “un caso tan raro de fimosis que sólo sale uno entre un millón”, era una milonga tras la que no se escondía más que una negligencia médica garrafal. Pero en ese punto comenzó a sucederme algo que guardo en mi memoria como uno de los más felices sucesos de mi niñez y de mi vida, y es que aquellos ancianos enfermos y sus familiares, viendo ante ellos el caso de un niño de siete años internado en un hospital y componiendo una estampa trágica, pues no era sólo que se me hubiera complicado la maldita operación de fimosis, sino que me hallaba atado de pies y manos en la cama por prescripción médica, sintieron en su interior tales impulsos de ternura hacia mi persona que comenzaron a hacerme regalos y más regalos, cubos de rubik, un coche teledirigido en una época donde había pocos, un spiderman, tebeos de Zipi y Zape, y comenzaron a presionar a las enfermeras para que me desataran los brazos:

–Pero mujer –le decían a las enfermeras–, al menos una hora, que el niño no puede estar siempre atado.
–¡Pero no te toques el pito, eh! –me decían, mirándome–. Te voy a desatar durante una hora para que juegues pero si te tocas el pito te vuelvo a atar. ¿No ves que si te lo tocas te vas a quedar sin él?

Aquello de que si me tocaba me iba a quedar sin pito me lo repitieron también mi madre y mis familiares y comenzó a hacerme mucha impresión. Mi hermana mediana, que tenía cuatro años más que yo y era entonces como una culebra, se acercaba a mí y me decía:

–Si al final te quedas sin pito, te vamos a hacer trenzas y te vamos a poner falditas, jajaja.
–¡Lourdes, calamidad! –le gritaba mi madre–. ¡No le digas eso a tu hermano!

Pero lo peor de mi hermana no era lo que me decía en broma y aprovechando que estaba atado y no podía darle una patada, sino algo mucho más grave que le preguntaba a mi madre muy triste y en serio:

–Y si Alberto se queda sin pito, ama, ¿cómo va a mear?
–Qué me estás diciendo, Lourdes.
–Que si Alberto se queda sin pito ya no podrá mear de pie, ¿no? Tendrá que mear como nosotras.

Aquello de mear como las chicas se me quedó grabado a fuego. ¿Yo, meando como una chica? Entonces no veía en toda su extensión el problema de quedarme sin pene, porque sólo tenía siete años, estudiaba en un colegio de monjas y la primera clase de educación sexual no me la dieron hasta los quince años, en el Instituto Txorierri, por lo que pensaba que una picha sólo sirve para mear. Pero una cosa era mear como un chico y otra muy distinta mear como una chica: aquel miedo de machismo elemental, el que me enseñaban todos los días en Astobieta, se convirtió en algo decisivo para que finalmente dejara de tocarme mi superpicha vendada. No, decidí, yo soy chico y quiero mear como un chico.

Al final mi pene se salvó y pude salir de Cruces a los dos meses de haber ingresado, no sin antes soportar una nueva humillación, como fue la de aprender otra vez a andar. Sucedió que después de cuarenta y cinco días en cama, gran parte del tiempo atado, tenía tan pocas fuerzas y había perdido tanto la costumbre que cuando me tocó volver al suelo se me había olvidado andar, por lo que me pasé quince días de rehabilitación en Cruces apoyándome primero en los brazos de mis familiares y llevando después muletas, hasta que logré al fin caminar otra vez sin ayuda de nadie. Salí del hospital con la picha circuncidada y tipo rococó, tan rara que durante el primer año siempre había algún compañero de colegio, cuando nos duchábamos después de la clase de gimnasia, que decía:

–¡Mirad, mirad la picha de Alberto!

Y venían cuatro o cinco y se me quedaban mirándola, y yo, orgulloso como siempre de ser el centro de atención, comenzaba a contarles desde el principio la historia de mis cuatro operaciones en Cruces, una de las historias que mejor recuerdo a pesar de lo antigua por el número de veces que la he contado. Coincidió además que aquellas operaciones me dejaron otra secuela distinta a la estética, y es que la meada de mi picha pasó a ser mucho más potente, al menos de un metro más de potencia, y en las competiciones de meadas que celebrábamos, en las que nos colocábamos cuatro o cinco compañeros en fila como atletas en la rampa de salida, siempre ganaba yo con facilidad, por mucho que mis compañeros y competidores movieran sus pichas para tomar impulso o compusieran caras de estreñidos para conseguir más fuerza:

–Qué largo meas. ¿Cómo lo haces?
–No lo sé. Me sale sin querer.

Todavía mi picha dio para una historia más, la que me ocurrió con María Ángeles, una chica de ojos verdes increíbles que decían que estaba por mí y que debió de enterarse mucho más tarde de la rareza de mi picha, porque cuando teníamos doce años y cursábamos en sexto de EGB se me acercó y me dijo:

–¿Te puedo pedir una cosa?
–Dime.
–Me gustaría ver cómo es tu picha.
–Ja.
–Te juro que no quiero tocarla, sólo quiero verla, te lo juro.
–¡No!

Y salí a estampida, pues creo que a los doce años mi persona ya estaba totalmente configurada y era en esencia lo que es ahora, la misma turbación con las mujeres, las mismas ganas de huir cuando me doy cuenta del inexplicable efecto y nerviosismo que operan en mí, la misma desconfianza profunda a todo lo que no entiendo, el mismo miedo.

Para todo esto alcanzó aquel episodio feliz de mi picha, pues qué felices aquellos días del hospital con aquel pene mío enorme, totalmente desproporcionado con respecto a mi cuerpo por culpa de aquel vendaje aparatoso, y qué felices los primeros y únicos regalos de mi niñez, aquellos tebeos de Superman o Carpanta o Zipi Zape, o aquel helicóptero al que rompí una de las hélices, o el cubo de Rubik al que logré hacer tres caras enteras, o mi Spiderman al que hacía trepar entre las sábanas, regalos casi todos ellos de aquellos enfermos o personas anónimas que hasta entonces no conocía y que venían a mi habitación en cuanto podían y se me quedaban mirando, al punto de que si dejaba de jugar un poco con el cubo de Rubik y levantaba la cabeza allí seguían ellos, mirándome y sonriendo, componiendo una estampa que sorprendía por lo azucarera y bonita y memorable, como sintiéndose felices por el solo hecho de que me estaban haciendo feliz.
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