lunes, 22 de octubre de 2012

NEORRABIOSO---BATANIA


domingo, 12 de agosto de 2012

La influencia demostrada de los atardeceres rojos sobre las cebollas blancas


Del provecho que se puede obtener de las palabras según las coloques unas detrás de otras comencé a darme cuenta a los nueve o diez años, cuando mi padre decidió dejar su trabajo de albañil debido a que su vida de tabaco y alcohol desaforados se le empezó a hacer incompatible con la consistencia que exigen los turnos laborales de ocho horas, y la temporada que siguió a esa decisión la pasamos casi sin dinero, con la comida suficiente que siempre hay en cualquier caserío pero sin dinero, y tampoco podíamos recurrir a vender las verduras y hortalizas en el Mercado de la Ribera como hacíamos otras veces, porque la Ribera estaba cerrada tras los desperfectos ocasionados por las inundaciones de agosto de 1983. Para paliar esta situación de escasez y por espacio de unos pocos meses comenzamos a recoger lo que habíamos plantado en la huerta y nos íbamos en el renault 6 amarillo a Leioa, a Derio, a Mungia, a cualquier sitio que estuviera cerca y fuera urbano. Aquello era un poco vergonzoso porque los únicos que vendían en la calle eran los gitanos, pero yo lo tengo por uno de los recuerdos más bonitos de mi vida:

–¡Señora, una lechuga cuarenta pesetas! ¡Cuarenta pesetas cada una!

Aparcábamos el coche mirando a la acera y después de abrir el capó ofrecíamos a las personas que caminaban por la calle verdura de todo tipo, tomates, pimientos, pepinos, acelgas y lechugas, sobre todo lechugas, pero una cosa era el precio de una lechuga a solas y otra el de varias: 

–¡Señora, tres lechugas cien pesetas!

Mi padre me llevaba a veces como pinche y empecé a comprender que la gente compraba más si la llamabas a voz en grito que si te quedabas callado, si hacías ofertas que si no las hacías, si te mostrabas simpático que si no lo eras, si les mirabas a los ojos que si no mirabas. Muchos años antes de saber lo que era la palabra marketing o la palabra publicidad, ya iba aprendiendo que algunas maneras de decir se podían convertir en dinero:

–Señora, estas alubias tolosanas no son como las demás, son alubias sembradas con maíz.
–¿Y qué tienen las alubias con maíz? ¿Música?
–Señora, las alubias sembradas con maíz son dos o tres veces más ricas, esto lo saben hasta Arzak y Berasategui.

La mayoría de la gente de ciudad no sabe distinguir entre una lechuga buena y otra subida, una acelga del día y otra del miércoles, un pepino que puede tener pepitas con uno sin ellas, un calabacín tierno de otro duro, una patata nueva de otra más vieja, una vaina ancha de una fina, un tomate rectangular de los ricos de otro redondo y menos rico, una lechuga edurne de otra de burro, o una alubia tolosana del año y otra del año anterior. Existen algunas personas que sí lo saben porque acuden con frecuencia a las ferias de Mungia, Gernika o el Mercado de la Ribera, que son ferias diarias o al menos semanales, y no necesitas recurrir con ellas a ninguna retórica, pero son las menos: casi toda la población urbana suele comprar la verdura en Eroski, Dia o Carrefour, lugares donde lo que no lleva la etiqueta “Eusko Label” es en general de una calidad malísima, y el único contacto que mantienen con lo rural se ciñe a las ferias agrícolas que se organizan en su localidad con motivo de las fiestas patronales. En Vizcaya las dos más importantes eran la de Santo Tomás y el Último Lunes de Gernika, pero en casi todos los pueblos se celebraba una cada año:

–Señora, con estas ramas de romero tiene la casa libre de espíritus malignos durante todo el año.
–¿Cómo?
–Mire, usted sólo tiene que poner una ramita en lo alto de la puerta de su casa y se libra de las brujas o sorgiñak durante todo el año.

Quieren que les cuentes una historia. Mucha gente de Bilbao o Gernika o Barakaldo o Getxo vive con calefacción central, televisión de plasma y baño con hidromasaje, pero ven con muy malos ojos que el aldeano que les vende las lechugas viva de la misma manera; del aldeano esperan que sea una especie de indígena que apenas sabe castellano y sigue como en las cuevas de Santimamiñe, comiendo talo, adorando a la diosa Mari y sembrando las berzas según las fases de la luna. Pero yo sabía lo que se esperaba de nosotros y estaba dispuesto a dárselo:

–Señora, cebollas blancas recogidas por la tarde cuando el cielo estaba rojo.
–¿Y qué tiene que ver el cielo?
–¿No lo sabe? Las cebollas recogidas con cielo rojo nunca se suben, ya puede usted comprarlas y tenerlas en el armario hasta el año que viene que no se le van a subir.
–Vaya, pues póngame una docena. Qué curioso, con cielo rojo, nunca había oído.

Claro que nunca lo había oído, como que me lo estaba inventando, igual que me inventaba las alubias sulfatadas con basura de cabra, o los pimientos de freír recogidos con viento sur, o los tomates a cuya planta dejaba dos guías, o los puerros o zanahorias recogidas justo a las seis en punto de la tarde, hora en que suele pegar el topo, o los efectos del muérdago recogido en día de eclipse, y otras barbaridades a las que iba atribuyendo las más diversas ventajas y que fui perfeccionando con el paso de los años, sobre todo en los dos últimos antes de venirme a Madrid, cuando comencé a ir a más de veinte ferias por temporada, no sólo a las más cercanas sino también a Durango, Lekeitio, Lemoa y hasta Eibar. Los propios aldeanos me miraban a veces con desconfianza ante semejante exhibición de conocimientos extraños, pero me bastaba con decirles que lo sabía por una bisabuela que lo había transmitido por línea de mi padre para que todos aprobaran o como mínimo encogieran los hombros.

Así me iba aprovechando del esnobismo que guarda la gente de ciudad con respecto a lo rural y engordaba a su costa mis bolsillos. Se iban felices de la vida con su kilo de alubias por el que habían pagado ocho euros más de lo que cuesta en Eroski, dándolos por bien invertidos porque pensaban que se lo habían comprado a un aborigen que aún desayunaba morokil y en sus ratos libres se dedicaba a la aizkora o al bertsolarismo o a leer a Aita Barandiaran, pero yo recogía el dinero y luego, ya en Astobieta, me ponía a leer mis libros de Balzac o Victor Hugo, o encendía la tele para ver las carreras de Swantz, Rayney y Doohan, o ponía en mi cadena el doble disco de U2 que ya comenzaba a rayarse, mi preciado Rattle and Hum.
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viernes, 10 de agosto de 2012

El búfalo

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Si es cierto que el búfalo
puede seguir corriendo
durante un leve instante
con la bala metida
dentro de la cabeza,
yo quiero ser búfalo:
seguir soñando
con la bala a cuestas,
probar futuros
hasta la última milésima.
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